“Cuando llegué al piso de mi hija a Ginebra lo encontré lleno de cosas que no sabía quién las había comprado, a quien habían pertenecido ni desde cuando estaban allí. La habitación de un muerto. Me faltaban el patio, la huerta la rotundidad, la penumbra y las figuras monstruosas de granito del monte y la eterna canción del río adormecedora en las noches de insomnio. Sentado al lado de la ventana me venían las lágrimas a los ojos. Llegó el día en que no reconocí a mi yerno ni a los nietos ni a mi hija y el día en que no supe si estaba de pie o acostado, si dormido o despierto. Me recuerdan mis nietos que sólo les decía: a casa. Y decidieron devolverme al pueblo. A los dos meses de haber llegado en silla de ruedas en una ambulancia había vencido la invencible desesperanza que me roía por dentro y volvía a subir al monte. Lo malo es que aquí solo quedamos unos cuantos viejos, los jóvenes están en Ginebra o en alguna otra gran ciudad. Un día me desperté a media noche llorando porque había soñado que estaba en Ginebra”. Me lo contó en el tren. Venía de Barcelona de la primera comunión de un nieto.