“Las costumbres de los abuelos, sólidas como muro de granito, eran para mi, que había venido a pasar vacaciones con ellos, como cráteres silenciosos y oscuros. Los retratos esculpidos en sus que llenaban todas las ausencias de su corazón me parecían manchas sobre muros derrumbados. Ellos atizaban el fuego con aquellas manos ensangrentadas de tanto cavar hasta que el sudor resbalaba por sus frentes como un mechón de cabellos. ‘Nosotros sabemos los secretos de la tierra que aprendimos durante siglos de los que no hablan los libros y solo se aprenden viviendo´, decía el abuelo. Y añadió llegando al umbral de la casa: “Se han borrado casi todos los humos que oscurecían el día y hacían impenetrable la noche, y el camino que trae a nuestra casa, de no haber nadie que lo camine se cegará´. Aquella noche sin nombre, los tres soñamos el mundo como un cuarto trasero lleno de vidas envueltas en sombra. Aquella casa, pobre como un establo, era como un cenáculo caliente. Lo recuerdo todo como ahora mismo”. Dio el último sorbo y se fue sin despedirse.