Los laureles (Loureses tierra de laureles, en gallego) de los muros de la huerta, altar de los viejos lares, guardianes domésticos, están llenos de charlas embriagadoras, de infantiles fantasías y húmedos de añoranzas. Guardan en sus ramas nubes de pluma al atardecer, la melodía torrencial de la tormenta, la luz cegadora de los rayos, huellas perdidas entre las filas mágicas de los tomates y las fresas, y en su retira surcos de flores; han escuchado el bisbiseo de los rezos de los abuelos mientras plantaban y regaban las cebollas. En sus hojas suenan las esquilas de las vacas en los prados cercanos, resuenan las campanadas de las ánimas, se renueva el eco de los ladridos lejanos de un perro que ladra a los pájaros y se escucha el tintineo del chorro de agua fresca suelo granítico del estanque. En las tardes ardientes del verano forman una niebla verde que cubre con montañas de fresca brisa todo y a todos los que se le acercan. Nada como la soledad y el silencio, viejo como el mundo, de su sombra para rumiar, correr por dentro y contemplar lo invisible.