Teología de J. Ortega y Gasset.



Evolución del cristianismo


Laicidad y secularidad en la teología actual

La fe cristiana que es una fe histórica, no es ajena a las realidades temporales ni algo superpuesto a ellas. De modo que el cristiano ha de ser consciente de ello y no vivir su fe de espaldas a estas realidades, que están en la dinámica de la encarnación:

En Jesucristo hombre se ha realizado el encuentro entre lo divino y lo humano, la gracia y la naturaleza, lo sagrado y lo profano, la fe y la historia. Por este motivo la política no debe ser un tabú para el teólogo ni para el cristiano, es "el nuevo nombre de la cultura". Para Metz, toda teología que sirva para tender puentes entre el reino de Dios y la sociedad, es teología política.

El mensaje del evangelio, que es un mensaje de vida, no tiene por eso mismo espacios acotados, sino que se extiende a todo cuanto se refiere al hombre y a su espacio vital. Lo que Metz ha llamado "praxis de la fe en el seguimiento místico político". Por tanto, la comunidad cristiana no puede omitir este compromiso sin agravio al Crucificado y a la dimensión ilimitada de la redención que busca la emancipación del hombre.

También la voz de la Iglesia hizo oir su voz en este sentido después del Vaticano II, como se pone de manifiesto en diversas publicaciones. No obstante, con frecuencia practica el viejo integrismo y estabiliza las políticas en curso, sin reparar en el sufrimiento y la opresión real de muchos pueblos.

El obispo Pedro Casaldáliga la amonesta diciendo: La Iglesia no puede inhibirse políticamente bajo pretexto de no mancharse las manos con las vicisitudes de la tierra, porque el ejemplo de Cristo encarnado en ella como hombre histórico se lo impide. Evidentemente, el obispo no quiere decir que la Iglesia tenga que organizar partidos políticos:

La forma de hacer política de los eclesiásticos será desde la Palabra que ilumina y compromete, concienciando a sus comunidades con plena libertad profética. Por otra parte, ponerle etiqueta creyente a la política, la democracia cristiana, no le parece oportuno, puesto que ella tiene validez propia.

Otro de los problemas que arrastra la Iglesia es su indecisión a asumir la libertad crítica frente al poder político y económico, como parte de su función profética. De esto se hace eco también Metz en la teología escatológica que define como teología política, es decir, "como teología crítica de la sociedad". En ella la Iglesia aparece como la institución de esta crítica y su función se define como función crítico-liberadora. El impulso se lo proporciona el amor que despierta la esperanza y es capaz de mantenerse vivo frente al puro poder.

Ahora bien, la credibilidad crítica de la Iglesia exige que ésta alcance incluso a ella misma, ya que por su condición histórica y cultural participa de la provisoriedad que acompaña a todo lo mundano e histórico. Crítica que tiene un gran alcance, porque repercute muy positivamente en las estructuras del mundo circundante. Por todo esto es pertinente la pregunta que se hacen los teólogos hoy ¿cuál es la situación de la sociedad cuarenta años después del concilio Vaticano II?.

Refiriéndose concretamente a nuestro país se preguntan ¿cómo ha respondido la Iglesia española a los nuevos retos planteados por la secularización y la laicidad del Estado? ¿ha sido real la transición de nuestro nacional catolicismo? ¿puede decirse que es homologable con la de los países de nuestro entorno europeo?. También podemos hablar de si nuestra transición religiosa es comparable con la transición política y económica que hemos protagonizado.

Volviendo al espacio universal, hemos de decir que los cambios socioculturales en Occidente han ido mucho más allá de los cambios religiosos en la Iglesia previstos por el Vaticano II. La reconciliación con la modernidad que encierran el documento emblemático conciliar Gaudium et espes y la Declaración sobre la libertad religiosa fueron concebidos para pasar de una Iglesia de cristiandad a otra de misión, que hiciera posible el reino de justicia, de libertad y de paz en el mundo entero, anticipando así ya en este mundo el reino de Dios.

De manera que los cambios que se atisbaban en la llamda del concilio a la renovación de la Iglesia y al discernimiento de los signos de los tiempos, ponían fin oficialmente al antimodernismo oscurantista y al rechazo de las libertades democráticas. En este contexto el proyecto conciliar era dar respuesta a los retos de una sociedad ya entonces secularizada.

Sin embargo, al final del pontificado de Pablo VI y más aún con Juan Pablo II se percibe una notable involución del catolicismo, por miedo a los cambios exigidos por el concilio. De modo que mientras la sociedad occidental cambiaba muy de prisa, el catolicismo retrocedió en la misma proporción hacia el modelo tradicional tridentino, imposibilitando la renovación comenzada por el Vaticano II.

Y el Papa Benedicto XVI, en su viaje a Turquía, ha manifestado que al ser elegido Papa anunció que el objetivo de su pontificado era la unidad entre católicos y ortodoxos. Así se lo ha manifestado al Patriarca de Constantinopla Bartolomé I jefe de la Iglesia ortodoxa oriental caracterizada por su rígida jerarquía episcopal y la fidelidad a las tradiciones.

Hay que señalar que el Pontífice romano prefiere la unión con los cristianos ortodoxos que con los protestantes, porque los ve más próximos a los católicos. A las confesiones protestantes las considera propensas al reformismo y a la fragmentación. No obstante, hay que decir que la teología surgida del Vaticano II marcha unida a la teología protestante.

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