Virtudes públicas en J. Ortega y Gasset
Virtudes públicas o laicas
en José Ortega y Gasset
Encuentro fe y razón
El hombre de ciencia que es Ortega se revela a lo largo de su obra como un hombre profundamente religioso, aunque no milite en ninguna confesión eclesial. Pero, como decíamos anteriormente, él no concibe que ningún hombre que aspire a expandir su espíritu y su vida, pueda renunciar al mundo de lo religioso. Aunque reconoce asimismo que se requiere una agudeza especial para entrar en contacto con esa otra vida de segundo plano que late detrás de las cosas, "su vida religiosa o latir divino". Lo que le llevó a decir en algún momento santificadas sean todas las cosas.
Considera El Santo de Antonio Fogazzaro, obra simbólica del modernismo italiano al que aludíamos en el epígrafe anterior, la mejor traducción del Evangelio a las nuevas costumbres mentales de crítica y racionalidad de hoy. En ese sentido refiere cómo los primitivos romanos, para conseguir la paz con los dioses, hacían sacrificios en sus altares domésticos. En cambio, "los modernistas más piadosos, sacrifican la quietud de sus corazones para ponernos a nosotros en paz con la divinidad. No abrigo esperanza de que su labor rinda frutos, pero merece fervorosas simpatías".
A quienes puedan pensar que su simpatía hacia los modernistas pueda interpretarse como un reproche a la Iglesia, les dice: nada de eso, el origen de esta simpatía es más noble y discreto. Y añade: "Una Iglesia católica amplia y salubre, que acertara a superar la cruda antinomia entre el dogmatismo teológico y la ciencia, nos parecería la más potente institución de cultura: esta Iglesia sería la gran máquina de educación del género humano.
Por eso, todo intento que fomente la venida de esa Iglesia parecerá simpático, tendrá derecho a que le ofrezcamos el rescoldo caliente de nuestros deseos y esperanzas. Pero los fanáticos no creerán limpias nuestras intenciones, porque los hombres de mucha fe no practican el ejercicio de la buena fe.
Las dos grandes corrientes del modernismo, que presenta Antonio Fogazzaro en su libro son el origenismo y el franciscanismo.
La primera está representada por Juan Selva, un sabio exégeta; la segunda por Pedro Maironi, el hombre del Señor, el santo. Aunque en realidad las dos se dan unidas al expandirse en los ambientes católicos romanos. El origenismo busca apasionadamente el encuentro entre la fe y la razón. "Es preciso que el viejo mundo de la fe y el nuevo mundo de la ciencia encajen perfectamente para formar la esfera del universo espiritual".
Ortega aboga por la desaparición de la doctrina medieval de las dos verdades, según la cual, una misma proposición puede ser verdadera en teología y falsa en filosofía o viceversa, lo que se llama verdad por partida doble debe ser borrada de la memoria.
"Hemos sido educados en la fe católica -se lee en El Santo-, y al llegar a ser hombres, hemos aceptado su más arduos misterios con un nuevo acto de libre voluntad; hemos trabajado por ella en el campo educativo y social; pero ahora otro misterio surge en nuestro camino y nuestra fe vacila ante él.
La Iglesia católica que se proclama fuente de verdad, impide hoy la investigación de la verdad cuando se ejercita sobre sus fundamentos, sus libros sagrados, las fórmulas de sus dogmas, su pretendida infalibilidad. Para nosotros esto significa que la Iglesia no tiene ya fe en sí misma. La Iglesia católica que se proclama ministro de la vida encadena y ahoga hoy todo aquello que dentro de ella vive juvenilmente; apuntala todas sus ruinosas antiguallas.
Para nosotros esto significa muerte, una muerte lejana pero ineludible. La Iglesia católica que quiere renovar todo en Cristo, es hostil a los que queremos disputar a los enemigos de Cristo el llevar la dirección del progreso social. Para nosotros esto y otras muchas cosas significa llevar a Cristo en los labios y no en el corazón".
Mediante el origenismo los reformistas ejercitan la virtud moderna de la veracidad, el deber de la ciencia. Desde el franciscanismo los modernistas se ven obligados a decir que el espíritu de pobreza no es bastante enseñado como lo enseñó Jesucristo; los ministros de Cristo son demasiado complacientes con la codicia de los avaros. Por lo que desean que se adelante el día en que los discípulos de Cristo den ejemplo de pobreza efectiva, vivan pobres por obligación como por obligación viven castos.
Prepárese ese día y no se deje tal misión a los enemigos de Dios y de la Iglesia. Los tiempos, dice Pedro Marioni, piden una acción franciscana, pero no se ven signos de esto. Al cotrario, veo a las antiguas órdenes religiosas que no tienen fuerza para obrar sobre la sociedad. Yo desearía que se suscitara una acción franciscana. (Si se quiere, una reforma católica! (Sobre El Santo I, 431-433).
Finalmente, hablando de la verdad como coincidencia del hombre consigo mismo y con la realidad de las cosas, Ortega nos introduce en otra realidad nueva en el mundo: el hombre hoy vive de cara a los avances de la ciencia, tiene mucha fe en la ciencia; mayoritariamente espera de ella la solución de todos sus problemas. "La ciencia es una fe, una creencia en la que se está como se está en una creencia religiosa".
Se trata, por tanto, del tránsito que ha hecho el hombre de estar en la creencia de que Dios es la verdad a estar en la creencia de que la verdad es la ciencia, la razón humana. El hombre actual ha pasado del cristianismo al racionalismo humanista. Esta es la realidad (La verdad como coincidencia del hombre consigo mismo V, 81-82).
Pero la ciencia, dirá en otro momento, no debe enredarse en sí misma o en sus problemas técnicos, sino que debe atacar los problemas que la vida nos va presentando. Más aún, la ciencia tiene la obligación histórica de no elegir sus problemas, sino aceptar sin más los que el tiempo le presenta. En definitiva, hay que organizar la ciencia desde las necesidades vivas de cada momento. Esto es lo que la salvará del naufragio y será para ella el mejor método de inspiración (Prólogo para Alemanes VIII, 23).
La utilidad de esta virtud pública o laica para la humanidad es trascendental y manifiesta, porque su cometido es extraer la esencia del universo, de la que todos estamos necesitados para movernos por él. Es producción continua de sabiduría, interpretación de los acontecimientos y descubrimiento de lo que se encuentra más allá de todos ellos. Pero, a pesar de los prodigios que realiza la ciencia, es una virtud revestida de mucha humildad.
El método que emplea en sus descubrimientos es tan sencillo, se dice, que es utilizado lo mismo por los animales inferiores que por los superiores, por los chimpancés o por los hombres más cultivados. Es el método de aprendizaje por el ensayo y el error.
La ciencia, aclara Popper, es una de las pocas actividades humanas en las que los errores son sistemáticamente criticados y a menudo corregidos. Por eso, no hay en ella seguridades absolutas. En cada demostración, en cada teoría habita el gusano de la refutabilidad y puede ser sustituida por otra mejor. Ninguna teoría ni ley natural tiene carácter definitivo. Continuamente se obtienen nuevos datos, nuevas observaciones, nuevos experimentos.
Las viejas leyes naturales se ven constantemente superadas por otras nuevas, que explican más de lo que explicaban las antiguas. En este sentido la ciencia es lo más opuesto al dogma, un árbol que no arraiga en su campo. Esta es la causa de que el científico no sea un engreído, aun después de haber completado su tarea. Es consciente de que ignora infinitamente más de lo que sabe, porque su saber es limitado y la ignorancia muy grande.
La confesión de Sócrates por todos ellos es elocuente: "sólo sé que no sé nada y aun de esto bien poco". Merecidamente, la ciencia es una gran virtud, que no debe tener obstáculos para practicarse a la luz pública, aunque sin gritos, porque, si grita, no es la verdadera ciencia .
Ver:Francisco G-Margallo: Teología de J. Ortega y Gasset. Evolución del cristianismo, Madrid 2012
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