Filemón sin Mortadelo
¡Vaya conflicto! Si Pablo denuncia el caso, Onésimo será severamente castigado, la fraternidad cristiana quedará malparada y encima Pablo se verá privado de su ayuda. Si no lo denuncia, se hace cómplice del delito. Para la Iglesia naciente sería muy grave subvertir el orden social aboliendo la esclavitud. Si los esclavos supieran que haciéndose bautizar quedaban libres, estallaría una revolución que fatalmente acabaría como la de Espartaco. Legalmente y políticamente, el caso no tiene solución. Pablo adopta una posición que es preludio de aquella diplomacia del corazón en la mano con que Juan XXIII y el Papa Francisco han afrontado problemas irresolubles para la diplomacia vaticana convencional.
Pablo dice a Onésimo que se presente a su dueño, pero con una carta suya. Seguro que le costó convencerlo. A pesar de la carta, al esclavo no le llegaría la camisa al cuerpo cuando compareció ante su dueño. A diferencia de otras cartas de Pablo, ésta no la dictó a un secretario, sino que la escribió de su puño y letra. Es personalísima. Muy “inspirada”, no solo teológicamente sino también literariamente. Con una “captatio benevolentiae”, empieza elogiando la generosidad de Filemón para con los hermanos necesitados. Recordándole lo que Filemón le debe (la fe), asume personalmente la responsabilidad de Onésimo y declara que la presente carta vale como reconocimiento legal de deuda. (¡Que se la cobre, si se atreve!). Le envía a Onésimo para que lo recobre, no ya como esclavo, sino mucho más: como hermano. Y la guinda: que le prepare hospedaje, porque espera que pronto recobrará la libertad y piensa hacerle una visita. Es como dar por supuesto que le hará caso.
No tenemos noticia del resultado de la carta, pero por mi parte estoy seguro de que fue eficaz. En primer lugar, porque el tenor de la carta es irresistible. Además, porque si Filemón no hubiera hecho caso de ella, no habríamos tenido más noticias del caso. Sólo el remitente podía darla a conocer. Si la carta ha llegado hasta nosotros es porque surtió efecto y se divulgó entre las comunidades cristianas hasta ser incorporada al canon del Nuevo Testamento.
La Iglesia naciente, ante la institución de la esclavitud, no podía desconocerla, pero la vació por dentro al inculcar la fraternidad de los cristianos de cualquier condición racial o social. La legislación del Imperio cristiano fue suavizando la condición legal de los esclavos (empezando por la abolición del derecho de vida o muerte) hasta su extinción. Quedan, con todo, otras formas de esclavitud.