El Papa en la Sagrada Familia
Nos permitió admirar a Antoni Gaudí en tres dimensiones: el arquitecto revolucionario, el artista genial y el místico cristiano (no apareció, porque no era el caso, el nacionalista catalán, que cuando Alfonso XIII visitó las obras le habló en catalán, y que en cierta ocasión fue detenido por catalanista).
Rompió con el criterio entonces generalizado de que la arquitectura sagrada tenía que ser neogótica, con nostalgia de la cristiandad medieval y mentalidad contrarrevolucionaria, neocon avant la lettre. Imbuido ya entonces de la espiritualidad litúrgica, en vez de las capillas con sus retablos e imágenes, reservó todo el interior para el crucifijo y el altar, y puso los santos y las frases religiosas para el exterior, de cara al mundo.
Carod Rovira (¡Carod Rovira!) ha dicho que este Papa alemán ha hecho por el catalán más que todos los presidentes españoles. No era de esperar que Benedicto XVI nos proclamara la independencia, pero ha dado urbi et orbi carta de naturaleza a la lengua catalana, que es el alma de Cataluña. El programa lingüístico trilingüe (latín, lengua oficial del Papa; catalán, lengua del lugar; castellano, lengua de muchos barceloneses y de la gran mayoría de los que seguirían el acto por la televisión) ha sido razonable.
En cuanto a la reacción pública, es evidente que la ciudadanía no se volcó masivamente en la acogida como ocurrió, por ejemplo, con el Congreso Eucarístico de 1952. Barcelona no es hoy una ciudad plebiscitariamente católica, y esto hay que tenerlo presente para una normal convivencia. Los catalanes, no creyentes pueden sentirse orgullosos de la Sagrada Familia, y muchos debieron seguir con vivo interés la visita televisiva al edificio, pero no “comulgaron”.
Hubo, en un extremo, ciertas manifestaciones de protesta muy minoritarias pero llamativas, y en el extremo opuesto unos grupos más papistas que el Papa, chillones y claramente forasteros, la legión extranjera de la ultra derecha político-religiosa.
En el centro una multitud considerable, en el interior del templo y en sus aledaños, que recibió al Papa y siguió el acto religioso devotamente, de modo cálido pero no histérico. Fue una con-celebración del pueblo de Dios, que participó siempre activamente pero sobre todo con tres cantos: el Gloria, el credo (según el texto tradicional catalán, de la “Iglesia santa, católica, apostólica y romana” y la vibrante música de Romeu, bien sabida de todos los fieles catalanes, que retumba en todas las grandes concentraciones religiosas), y al final el Virolai, el himno de la Virgen de Montserrat, archisabido de todos los catalanes.
He aludido antes al Congreso Eucarístico de 1952. Entonces el obispo Modrego, que no era político ni sociólogo pero tenía gran sensibilidad humana y social, quiso que aquel evento religioso dejara un recuerdo positivo y lanzó las “Viviendas del Congreso”, que no fueron una simple visita a unos pobres, sino una obra urbanística de gran envergadura.
También Gaudí tenía sensibilidad social: remuneraba generosamente a sus obreros y se preocupaba por sus hijos y los de los vecinos, para los que montó una escuela. Vivimos ahora momentos de crisis económica, que recae sobre los más débiles. Cáritas diocesana y de las parroquias y otras obras sociales se encuentran con que las aportaciones recibidas han disminuido, y en cambio las peticiones angustiosas de incontables familias necesitadas se han multiplicado.
Me hubiera gustado que, con ocasión de la dedicación del templo de la Sagrada Familia, y como colofón práctico de la doctrina que expuso el Papa sobre la familia (que personalmente aplaudo), se hiciera una colecta, no simbólica sino sustanciosa, que permitiera a Cáritas y demás entidades benéficas socorrer a tantas familias, católicas o no católicas, naturales o no tan naturales, que para nosotros han de ser también sagradas.
Una colecta que debería encabezar generosamente el organismo gestor del Templo de la Sagrada Familia, que no esconde que obtiene ingentes ingresos de los visitantes, y que sin duda los verá incrementados a raíz de la publicidad que le ha prestado la consagración. Gaudí quiso un templo expiatorio, pero ahora parece más bien un templo recaudatorio. Lo sugiere la decisión de que sólo se celebre allí la misa en ocasiones excepcionales.