80 años de la Pascua de las tres encíclicas

En marzo de 1937, hace ahora 80 años, Pío XI promulgó, casi simultáneamente, tres importantes encíclicas que definían el triángulo de su compleja política condenando tres formas de totalitarismo. Un periodista italiano dedicó al triple acontecimiento un reportaje con el título, que haría fortuna, de “la Pascua de las tres encíclicas”.

La primera encíclica, la Divini Redemptoris, contra el comunismo, lleva la fecha de 19 de marzo de 1937 y apareció en Acta Apostolicae Sedis del 31 del mismo mes.

La segunda, Mit brennender Sorge, “sobre la situación de la Iglesia en Alemania”, aunque es de fecha anterior, 14 de marzo, no se publicó en Acta Apostolicae Sedis hasta el número del 10 de abril, y también en el oficioso Osservatore Romano se retrasó la publicación, para dar tiempo a que el documento llegara en secreto a los obispos alemanes, éstos la distribuyeran a los párrocos y se leyera por sorpresa en las misas dominicales sin que la policía pudiera impedirlo.

La Firmissimam constantiam, “de rei catholicae in Mexico condicione”, publicada también en Acta Apostolicae Sedis del 10 de abril, estaba fechada el domingo de Pascua, 28 de marzo.

Las dos primeras encíclicas definían el “tercerismo” del Vaticano, condenando contundentemente tanto el totalitarismo de derechas como el de izquierdas (aunque el comunismo, “intrínsecamente perverso”, era para Pío XI mucho peor que el nazismo), y tuvieron gran repercusión internacional. La tercera, en cambio, sobre la persecución en México, pasó más desapercibida, porque parecía que solo tocaba el problema de un país lejano, pero no es imposible que, de paso, Pío XI apuntara también como por elevación a la guerra de España.

México fue un gran quebradero de cabeza para Pío XI durante todo su pontificado. Curiosamente, aunque el pueblo mexicano era en su gran mayoría católico y muy devoto, a partir de la independencia los gobiernos fueron, con mayor o menor violencia según los diversos momentos, enemigos de la Iglesia.

Como dice el principal especialista, Meyer, “el anticlericalismo mexicano es una minoría, pero una minoría dirigente”. El presidente Venustiano Carranza promulgó en 1917 una Constitución que reforzaba el poder presidencial y era muy dura contra la Iglesia: se le negaba toda personalidad jurídica, el gobierno podía intervenir en el culto, se prohibían las órdenes y los votos religiosos y el clero no podía enseñar ni votar.

Aun así, la Santa Sede había mantenido un Delegado Apostólico, monseñor Filippi, pero fue expulsado en 1923, apenas iniciado el pontificado del Papa Ratti. Éste, que siempre buscó una solución pacífica, en 1924 llegó a un acuerdo con el presidente Álvaro Obregón en virtud del cual se recibiría de nuevo a un Delegado Apostólico y a cambio la Santa Sede se comprometía a nombrar obispos extraños a las luchas políticas.

En diciembre del mismo año fue nombrado Delegado Apostólico monseñor Cimino, pero aquel mismo mes llegaba a presidente Francisco Plutarco Elías Campuzano, mejor conocido como Plutarco Elías Calles, el llamado “Jefe Máximo de la Revolución”. Ostentó formalmente el cargo solo durante cuatro años, pero durante diez mantuvo el poder gracias a los dos presidentes que le sucedieron, hechura suya.

Bajo Calles transcurrieron los tiempos más duros para los católicos mexicanos. El encargado de la República francesa en México, Ernest Lagarde, decía que “Calles es un adversario rencoroso y encarnizado de la Iglesia romana”, que “está decidido a extirpar al fe católica de México”.

En 1925 algunos obispos mexicanos, en visita a Pío XI, e informaron de graves incidentes producidos, por lo que el Papa, en la tradicional alocución a los cardenales de fin de año, comentando la situación de la Iglesia en distintos países, constató que en Chile se había establecido el régimen de separación de Iglesia y Estado, “que no está de acuerdo ni con la doctrina de la Iglesia ni con la naturaleza de los hombres o de la convivencia civil iluminada con la luz de la fe católica”, pero con todo “se ha hecho de modo tan amistoso que, más que una separación (discidium), parece una convivencia amistosa (amicus convictus), en la que confiamos que la Iglesia podrá ejercer su misión, para la felicidad de aquella nación tan querida Nuestra”.

Pero después de haber así afirmado que podía darse una separación amistosa, añadió, con palabras seguramente muy pensadas, que lo de México era algo más que una simple desconfesionalización: “Pero en la república mexicana la situación del catolicismo es mucho peor y más dolorosa (deterior ac luctuosior)”.

Pese a esta moderada lamentación, apenas tres semanas después, el 7 de enero siguiente, una nueva ley empeoraba la situación eclesiástica. Pío XI no pudo menos de replicar el 2 de febrero con una carta apostólica al episcopado mexicano denunciando que “el gobierno mexicano hace una guerra cada día más encarnizada contra la religión católica” y condenando la “secta cismática” de una Iglesia nacional que se quería promover.

Animaba a obispos y sacerdotes a “continuar luchando valientemente en defensa de la religión católica”, pero “sin constituir un partido político confesional” y (¡rechazando la lucha armada!) limitándose a una “acción religiosa, moral, intelectual, económica y social”.

Entonces el gobierno mexicano, con el pretexto de una supuesta entrevista de un prelado, ordenó la aplicación literal de las normas constitucionales restrictivas: se clausuraron las escuelas católicas, se expulsaron los sacerdotes extranjeros y se redujo el número de sacerdotes en cada estado. Más aún: un decreto del 2 de julio, que se llamaría la “ley Calles”, declaraba delito toda infracción a la legislación en materia eclesiástica, obligaba a los sacerdotes a inscribirse en el ministerio del Interior y asignaba al gobierno el nombramiento de los párrocos. Los obispos decidieron suprimir el culto católico a partir del 31 de julio, en que entraba en vigor aquella normativa sectaria.

Aquel mismo día empezó la insurrección armada en Oaxaca. En agosto estallaron seis rebeliones, trece en septiembre y una veintena en octubre. La Guerra de los Cristeros o Cristiada, así llamada por el grito de “Viva Cristo Rey” (el 11 de diciembre de 1925 Pío XI, con la encíclica Quas primas, había instituido la fiesta de Cristo Rey, con la clara intención de promover la implantación de la religión cristiana en la sociedad) se prolongó de 1926 a 1929. El Vaticano y la mayoría del episcopado mexicano no habían apoyado el movimiento de los “cristeros”, pero la vía diplomática y pacífica intentada no había bastado.

Por eso, finalmente, Pío XI en su tercera encíclica del 1937 a los obispos mexicanos justificaba la resistencia armada:

Vosotros habéis recordado a Vuestros hijos más de una vez que la Iglesia fomenta la paz y el orden, aun a costa de graves sacrificios y que condena toda insurrección violenta que sea injusta, contra los poderes constituidos. Por otra parte también vosotros habéis afirmado que, cuando llegara el caso de que estos poderes constituidos se levantasen contra la justicia y la verdad hasta destruir aun los fundamentos mismos de la Autoridad, no se ve cómo se podría entonces condenar el que los ciudadanos se unieran para defender a la Nación y defenderse a sí mismos con medios lícitos y apropiados contra los que se valen del poder público para arrastrarla a la ruina.


Si bien es verdad que la solución práctica depende de las circunstancias concretas, con todo, es deber Nuestro recordaros algunos principios generales que hay que tener siempre presentes, y son:


1º Que estas reivindicaciones tienen razón de medio, o de fin relativo, no de fin último y absoluto;


2º Que en su razón de medio deben ser acciones lícitas y no intrínsecamente malas;


3º Que si han de ser medios proporcionados al fin, hay que usar de ellos solamente en la medida en que sirven para conseguirlo o hacerlo posible en todo o en parte, y en tal modo que no proporcionen a la comunidad daños mayores que aquellos que se quieren reparar;


4º Que el uso de tales medios y el ejercicio de los derechos cívicos y políticos en toda su amplitud, incluyendo también los problemas de orden puramente material y técnico de defensa violenta, no es en manera ninguna de la incumbencia del Clero ni de la Acción Católica como tales instituciones; aunque también, por otra parte, a uno y otra pertenece el preparar a los católicos para hacer recto uso de sus derechos, y defenderlos con todos los medios legítimos, según lo exige el bien común.


5º El Clero y la Acción Católica, estando, por su misión de paz y de amor, consagrados a unir todos los hombres “in vinculo pacis” (Ephes., 4,3), deben contribuir a la prosperidad de la Nación, principalmente fomentando la unión de los ciudadanos y de las clases sociales, y colaborando a todas aquellas iniciativas sociales que no se opongan al dogma o a las leyes de la moral cristiana.


El representante de Franco ante el Vaticano, Antonio Magaz, echaba de menos una cuarta encíclica y hubiera dado un ojo de la cara porque el Papa dijera de España lo que decía de México. La pregunta que con razón se hacía Magaz es por qué son tres encíclicas y no cuatro: falta una sobre España.

La Divini Redemptoris dedicaba un párrafo (núm. 20 de la edición oficial) a “Los horrores del comunismo en España”, insistiendo en los asesinatos de sacerdotes y religiosos, pero sin decir ni una palabra sobre la pretendida “cruzada”.

La Mit brennender Sorge, sobre la persecución de los católicos alemanes, no dice explícitamente nada acerca de España, pero ya sabemos la seria preocupación del Papa por la penetración nazi en el Nuevo Estado.

La Firmissimam constantiam, sobre México, ya hemos visto que tiene un párrafo justificando el recurso a la fuerza armada por parte de los católicos perseguidos (no la jerarquía, ni el clero, ni la Acción Católica) que Franco y Magaz desearían que el Papa lo hubiera aplicado al movimiento militar español. Es lo que el grupo de Acción Española y los católicos de extrema derecha habían estado sosteniendo desde el inicio de la Segunda República: el derecho a la rebelión. Pero lo que el Papa dijo de México no juzgó prudente aplicarlo explícitamente a España.
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