Comulgar del sagrario
Esta costumbre es decididamente criticable. Por varios motivos. Primero, porque debemos respetar la dinámica interna de la celebración, el «sacrum commercium» o, como decimos nosotros, el “sagrado intercambio”. En el ofertorio, por llamarlo de algún modo, nos acercamos y presentamos los dones del pan y del vino. Sobre esos dones el sacerdote pronuncia la acción de gracias, que es una plegaria de consagración. En el momento de la comunión, después de la fracción del pan, los fieles vuelven a acercarse al altar para recibir los dones que han presentado, pero ya santificados, consagrados, convertidos en el cuerpo y en la sangre del Señor.
Segundo. Esto es lo que hace el sacerdote; él comulga siempre la hostia consagrada en esa celebración. Éste no toma en la comunión hostias consagradas en otra misa. ¿Por qué no se respeta este mismo comportamiento cuando se trata de los fieles? ¿No habrá en todo ello una injustificada cesión al clericalismo?
Ya sé lo que se me va a responder: el Señor está igualmente presente en la reserva del sagrario. Perfecto. Yo creo en la presencia real del Señor en las hostias consagradas. Pero deberíamos advertir aquí que la reserva del sagrario está destinada, especialmente, para atender a los enfermos. Esa es la finalidad original. Además, con el tiempo, ha ido incrementándose el culto a la presencia real fuera de la misa. Es otro de los motivos que amparan la reserva del sagrario.
Yo entiendo que en determinadas celebraciones con asamblea numerosa se deba recurrir a la reserva del sagrario. Esa sería la excepción. En las misas normales, incluso en las de domingo, no es difícil establecer un cálculo más o menos aproximado de las hostias que se deben consagrar. Lo inaceptable es recurrir siempre, sistemáticamente, a la reserva del sagrario. Más que un problema de cálculo, yo percibo aquí un problema de pereza y de insensibilidad litúrgica.
Debo decir para terminar que la necesidad de dar a los fieles de la misma ofrenda que han presentado en el ofertorio no es un detalle banal, algo decorativo o estético insignificante, o una manía de los liturgistas. ¿Qué pasaría si el sacerdote comulgara una hostia consagrada en otra misa? ¿Por qué somos tan rigurosos cuando se trata del sacerdote y tan condescendientes, tan insensibles, cuando se trata de los fieles? En este caso es la misma dinámica del sacramento la que lo exige, tal como lo refleja esa conocida expresión latina «sacrum commercium» que traducimos por “sagrado intercambio”. Nosotros ofrecemos a Dios de lo nuestro y él nos lo devuelve consagrado y santificado. Nosotros ofrecemos pan y vino; y él nos da el cuerpo y la sangre del Señor.