Recuperar la vigilia pascual
Actualmente, y desde tiempo inmemorial, el nivel de asistencia a las celebraciones de la semana dibuja una línea decreciente. Ocurría esto antes del Concilio y sigue ocurriendo ahora, quizás en menor medida, después de la reforma litúrgica conciliar. La liturgia del jueves santo acumula, sin duda, el mayor porcentaje de asistencia. Es una solemnidad que goza, desde siempre, de una solera innegable y de un alto nivel de popularidad entre los fieles. Antiguamente la visita a los monumentos y el lucimiento de las mantillas por parte de las señoras, aseguraba un plus de encanto a la fiesta de jueves santo. La asistencia a la liturgia del viernes no tuvo nunca un gran aliciente y el volumen de asistencia siempre fue escaso. La devoción popular estaba volcada, más bien, en las procesiones y, a lo sumo, en el sermón de las siete palabras. Antes del Concilio, para la vigilia pascual, llamada entonces sábado de gloria, las iglesias estaban medio vacías.
Actualmente, después de la remodelación de la liturgia de la noche de pascua y, sobre todo, después de haber recuperado la obligada hora nocturna de la celebración, las iglesias han experimentado una mayor presencia de fieles, sobre todo de grupos más preparados y más sensibles a las nuevas formas litúrgicas.
En todo caso, debemos reconocer que, por la fuerza de las costumbres y por una desafortunada orientación pastoral y catequética, a la liturgia del jueves se le ha atribuido una entidad desmesurada y fuera de lugar, hasta el punto de desmotivar y dejar en penumbra la primacía de la noche de pascua. Las celebraciones del viernes santo se han movido siempre en el marco de las grandes aglomeraciones masivas, alimentadas por el sentimiento religioso de nuestras gentes. La vigilia pascual, a mi entender, se ha convertido en un reducto para las élites.
Esta es una apreciación general, sin duda, sometida a matizaciones críticas incuestionables. Por otra parte, este proceso decreciente que acabo de diseñar, encaja difícilmente con el comportamiento de la Iglesia de los primeros siglos. Como dije, la pascua ha sido por largo tiempo, la única fiesta del año. Hay que esperar hasta finales del siglo IV para ver aparecer la semana santa. Hasta esa época la noche de pascua va precedida de seis días de ayuno. Un ayuno progresivo, “in crescendo”. Es un ayuno sacramental, de espera, de expectación ansiosa e impaciente. También de tristeza, porque la Iglesia llora la ausencia de su Esposo. Esta actitud expectante llega a su momento más intenso en la santa noche de pascua. La comunidad reunida, prolonga su larga espera hasta la madrugada, orando, cantando salmos y escuchando la palabra de Dios. Todo culmina en el banquete eucarístico. En ese momento la comunidad rompe el ayuno, canta el aleluya y celebra su encuentro gozoso con el Señor resucitado, que la inunda de luz, de emoción espiritual y de una alegría desbordante. El Señor ha resucitado y ha reunido a los suyos para hacerles compartir su triunfo.
Este es el marco original y genuino que dio sentido a la noche de pascua en la Iglesia de los primeros tiempos. Era el punto de llegada, la meta esperada y poderosamente ansiada. Toda la tensión acumulada por la comunidad expectante iba acrecentándose de un día para otro. El ayuno de toda la comunidad antes de la fiesta acabó convirtiéndose, no precisamente en un gesto penitencial, sino en la expresión de una espera impaciente, inquieta, azuzada por el ansia de un organismo corporal apetente y exhausto. Por eso decimos que el banquete eucarístico rompe el ayuno y da paso a la fiesta.
Yo sé que la estructura actual de la semana santa no favorece esta dinámica ascendente. El peso de las costumbres, la falta de imaginación de los pastores y la rigidez de las estructuras litúrgicas dejan poco margen para innovaciones arriesgadas. Con todo, no faltan grupos de experimentación eclesial que han puesto un poco de sordina al jueves, han convertido el viernes en un día de adoración y de retiro, para focalizar todo el interés en la celebración de la santa noche de pascua. Pero esto requiere una ardua tarea de formación, una mayor sensibilidad pastoral, un conocimiento más profundo de la genuina tradición litúrgica y una robusta voluntad de renovación.