Clara, la hija oscura del emigrante
Una chiquilla encantadora. Cara redonda, nariz perfecta, ojos negros, proporcionadas curvas, estatura mediana, muy rizado el pelo. Siempre sonriente. A veces reía a carcajada. Dicharachera. Su conversación preferida, los chicos. Los examinaba, criticaba, calificaba. Parecía desnudarlos con la mirada. Los hombres la admiraban, la deseaban. Pocos se atrevían a cortejarla. Vestía sus mejores prendas en fiestas campestres y en ferias a las que asistía con el pretexto de acompañar a su padre, ganadero y vendedor de grano. Estamos en la Galicia rural, la bucólica, verde y profunda. A pocos minutos en bici de la Costa da Morte.
El pueblecito de Laura distaba dos kilómetros de la casa de Pedro. Ambos venían encontrándose desde la infancia. De siempre, sus familias mantenían estrecha relación que se acentuaba en momentos críticos e inolvidables: nacimientos, bodas, enfermedad, muerte. Campesinos económicamente autosuficientes. Sus respectivas extensas tierras les proporcionaban bastante alimento. Vendían los excedentes con el fin de cubrir otras necesidades. Laura había sido la tercera de seis hijos. Su padre, por no ser menos que otros vecinos, cruzó el Atlántico. Dejó su camada a cargo de Marta, su esposa. La experiencia cubana resultó poco satisfactoria. Le sirvió para, a su regreso después de seis años, chapurrear un exclusivo dialecto, mitad castellano mitad gallego, con acento caribeño.
Cuando Pedro, el mayor de ocho, dijo a dos de sus hermanos que ya tenía novia, no supuso una revelación. Pero trataron de ocultarlo a sus padres. Éstos considerarían prematuro cualquier compromiso del primogénito antes de cumplir el servicio militar. Bien pronto fue evidente que Pedro y Laura habían optado por verse y acompañarse tantas veces como posible.
Los dos años que precedieron a la mili fueron de indecible felicidad. Enamorados hasta los huesos. Un anticipo de la supuesta futura gloria que predican las religiones para los buenos. No les importaba trabajar a destajo si al final del día podían encontrarse. Inclusive, se contentaban con verse u oírse desde lejos. Pedro cantaba a gritos desde sus fincas al anochecer. Oyéndolo, Laura sollozaba de amor al otro lado del soto.
Llegó el fatídico día de la separación. Sólo fue la primera y más benigna separación. Después de la instrucción militar en Lugo, fue enrolado en Zapadores y enviado lejos, muy lejos de su aldea y de su novia. A los Pirineos catalanes. Antes, a la despedida, achuchones, lágrimas, llantos. Debido a la lejanía, más de mil kilómetros, sólo tenía un permiso cada año.Y fueron tres. Uno y otra habían dejado de escribir en años. Ahora practicarían. El cartero visitaba la casa de Laura cada tres días. Y Laura ya tenía su carta preparada, franqueada con 25 céntimos de peseta. La entregaba al tranquilo Leandro, no sin antes leer la misiva de Pedro. Garabateaba una posdata. “Cariño, cuídate, ven pronto, no te expongas a los makis, paso media noche pensándote, la vaca pinta ya parió, mi padre quiere que lo acompañe a la feria pero no me apetece, cada domingo pongo flores a San Antonio abogado de los novios, me compré una pañoleta que te gustará, también unas catiuscas, mi hermana Lumi se casa”. Por su parte, Pedro, le aseguraba que la amaba, a veces con palabras cursis tomadas de un libro de cartas de amor o copiando del soldado vecino, uno que hablaba bien el castellano. Le decía que los de su Compañía lo envidiaban al ver su foto. Y le describía las casas cubiertas de nieve y el túnel de Viella en construcción.
No es el caso de describir los encuentros cuando el soldadito zapador volvía de tierras catalanas, petate al hombro. Después de abrazar a sus padres y besar a sus hermanos/as, desaparecía. Laura ya lo había olido. Lo había oteado desde del balcón, subiendo la cuesta. De nuevo, las efusiones, los monosílabos, las promesas, las historias inacabables del cuartel, los cotilleos de los pueblos. Todo era importante porque partía de él y de ella. Él y ella eran importantes. Vidas compartidas, un aliento al unísono. Un “para siempre, pase lo que pase”.
Concluido su tercer año de mili, Pedro regresó. El noviazco se consolidaba. Un luminoso día de mayo, Laura se lo comunicó. No lo dudó un momento. Sabía que Pedro estaría orgulloso y feliz con la noticia. El bebé que ella esperaba sería el sello de su recíproco amor. Los dos se volcarían en él. Nació una niña, Clara, a la que Pedro pudo besar embelesado pocas horas después del alumbramiento.
Fue entonces cuando Pedro buscó la manera de independizarse y fundar una normal familia con su novia e hijita. No lo vio posible en España. Siguiendo la secular tradición de sus conciudadanos, emigró. Brasil estaba de moda. Trabajaría hasta la extenuación con tal de construir el nido antes de reclamar a su amada y su pequeña. Las comunicaciones entre los novios eran difíciles. Sólo esporádicamente se cruzaban cartas a la velocidad del barco. El trabajo de Pedro en el hotel le aseguraba la subsistencia. Los ahorros eran nulos. Las posibilidades de fundar un hogar se esfumaban. Las esperanzas iban transformándose en ilusiones. Eran humanos, no héroes. Laura cedió al coqueteo con un mozo de su edad. Alguien se lo contó a Pedro. Y éste cortó. Acaso impaciente e imprudentemente, cortó. La lejanía, la soledad, la desesperanza, la impotencia económica, el orgullo, el machismo, el despecho. Todo ello se sobrepuso al intenso inicial amor. Y Laura supo de la decisión de Pedro y lloró. Lo lamentó y lloró durante años, incluso cuando, convencida de que nada podía esperar de Pedro, se casó con Sergio, un joven bien parecido, con una gran dosis de brutalidad.
La depresión se apoderó de Pedro. En su ensimismamiento, optó por el trabajo nocturno. Rehusó el trato con mujeres durante una década. Finalmente, topó con la persona adecuada, la que sería su esposa y con la que engendraría una niña, Nati, la segunda para él. Nati nació, creció y se educó en medio de los más exigentes cuidados de sus progenitores. Adquirió una cultura superior y ha formado una familia encomiable. Su padre le ha dedicado, y dedica, lo mejor de sí.
¿Y Clara? ¿Qué fue del fruto de un amor sincero, auténtico y aparentemente responsable?
Durante pocos años, Pedro siguió recabando noticias de su hija. Luego, el silencio doloroso. Ya casado y con su nueva hijita de seis años, hizo amago de reclamar a Clara. El proyecto no prosperó a causa de las reticencias de su esposa. Clara fue víctima de malos tratos por parte de su padrastro. Laura no tuvo arrestos para defender a la hija extramatrimonial. Clara, doce años, buscó un empleo en la ciudad. Servicio doméstico. Abandonó la escuela y sufrió el desapego de su ambiente natural, el desamor paterno y materno, los rigores de sus amos, las estrecheces económicas, también hambre, la humillación propia de quien se siente parcialmente hija. Sencilla, amable, hacendosa, discreta. También, atractiva por bonita y lozana. Un culto y robusto mozo se fijó en ella. Se casaron y, antes de que prematuramente su esposo dejara de existir, dieron vida a una pareja de hijos que son su actual consuelo y razón de vivir.
Pedro, viudo, regresó jubilado a su pueblo. Se avivó en él el rescoldo amoroso por su primera hija. La circunstancia de la viudedad de ambos y el pesar por el inveterado abandono, lo llevaron a iniciar y proseguir una relación quasi paterno filial que dura ya quince años.
¿Por qué digo “quasi”? Internamente Pedro ama a Clara. Externamente la discrimina con respecto a Nati. A Nati la llama “mi hija”. A Clara la llama simplemente “Clara”. Visita a Nati cada mes y pernocta en su casa. Las visitas a Clara son “de médico”. Nati se pasa días o temporadas con su padre. Clara, aunque lo desea ardientemente, nunca entró en casa de Pedro. La valoración de los regalos de Pedro a sus dos hijas se distancian un 90%. Y, lo que es más doloroso para Clara, sus dos hijos, ahora ya mayores, no pueden llamar “abuelo” a su abuelo. Ni visitarlo y abrazarlo como están deseando hacerlo. Por el contrario, la relación de Pedro con los hijos de Nati es continua, tierna, ejemplar. Clara no lleva el apellido de su padre. Por supuesto, tampoco los hijos de Clara. Pedro ha pensado seriamente en reconocer formalmente como hija a Clara. Pero teme la reacción de Nati a la que no se atreve a disgustar. Una debilidad comprensible aunque suponga una evidente injusticia.
Aún así, Clara se siente afortunada. Puede llamar “papá” a su papá. Le telefonea semanalmente. Se preocupa por su vida y su salud. Desea ayudarlo, asistirlo, consolarlo, acogerlo. Hay otros “hijos” en su entorno que no tienen esa dicha. Ninguna relación entre padre biológico e hijo/a, simplemente dejado/a a su madre desde el nacimiento. La legislación vigente y los adelantos biológicos han puesto de actualidad las demandas judiciales de paternidad. Varios son los casos salidos a la luz con resultados positivos. La oposición de los consanguíneos ha llegado incluso al robo de cadáveres cuando la Justicia mandaba examinar y confrontar el ADN.
¿Por qué un “hijo” no es un hijo? ¿Por qué ahondamos en las diferencias y discriminamos tan salvajemente, tan injustamente, sin causa razonable, sin culpa de nadie, y mucho menos del hijo que nace puro y abierto a la vida, merecedor del cariño de ambos sus progenitores?
Es la historia. El ambiente social. La política. La Ley. El qué dirán. El interés. Y, en casos semejantes al expuesto, contribuyen la ausencia, el olvido, el rencor.
“La filiación puede tener lugar por naturaleza y por adopción. La filiación por naturaleza puede ser matrimonial y no matrimonial. Es matrimonial cuando el padre y la madre están casados entre sí. La filiación matrimonial y la no matrimonial, así como la adoptiva plena, surten los mismos efectos, conforme a las disposiciones de este Código”.
Así reza el art. 108 de nuestro Código Civil. Esta redacción obedece a postulados de nuestra Constitución en sus artículo 39 y 14. “Los hijos son iguales ante la Ley, con independencia de su filiación... La Ley posibilitará la investigación de la paternidad”. “Los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento”.
No entraré -aunque lo apunto- en la inconsecuencia del Título II de nuestra Ley de leyes. Lo referente a la Corona, y particularmente a la sucesión monárquica, rechina y se contrapone a los citados artículos 39 y 14. Resabios caducos metidos a fuerza de calzador en nuestra legislación para no incomodar a una parte de la sociedad en el histórico momento de la transición política.
Con esta salvedad, el avance es evidente. Pero este democrático logro social, viene precedido de un turbio pasado milenario que todavía pesa en nuestra gente. Nótese que nuestro Código Civil, hasta 1981, clasificaba los hijos en legítimos, ilegítimos, legitimados y naturales. A cada nominativo, a cada grupo, se le atribuían diferentes derechos familiares, sociales y hereditarios. Y con anterioridad, todavía más ignominia. De un lado, los privilegiados: príncipes, nobles, hidalgos (hijos de alguien) y hereus (primogénito heredero). Del otro, los bastardos (de casado con soltera), los expósitos (ambos padres desconocidos), los adulterinos (de casada con hombre no esposo), los incestuosos, los sacrílegos (de clérigo o monja), los mánceres (de prostituta), los nefarios (entre padre e hija o entre madre e hijo), los notos (entre solteros no conviventes). Y la Iglesia Católica consideró y llamó “hijos del pecado” a todos los hijos extramatrimoniales, haciendo recaer la culpa sobre la víctima y no sobre el supuesto pecador. Todo, desde nuestra actual perspectiva, una auténtica vergüenza de la humanidad. Semejante a la también milenaria discriminación de la mujer o a la condición y trata de esclavos.
El pueblecito de Laura distaba dos kilómetros de la casa de Pedro. Ambos venían encontrándose desde la infancia. De siempre, sus familias mantenían estrecha relación que se acentuaba en momentos críticos e inolvidables: nacimientos, bodas, enfermedad, muerte. Campesinos económicamente autosuficientes. Sus respectivas extensas tierras les proporcionaban bastante alimento. Vendían los excedentes con el fin de cubrir otras necesidades. Laura había sido la tercera de seis hijos. Su padre, por no ser menos que otros vecinos, cruzó el Atlántico. Dejó su camada a cargo de Marta, su esposa. La experiencia cubana resultó poco satisfactoria. Le sirvió para, a su regreso después de seis años, chapurrear un exclusivo dialecto, mitad castellano mitad gallego, con acento caribeño.
Cuando Pedro, el mayor de ocho, dijo a dos de sus hermanos que ya tenía novia, no supuso una revelación. Pero trataron de ocultarlo a sus padres. Éstos considerarían prematuro cualquier compromiso del primogénito antes de cumplir el servicio militar. Bien pronto fue evidente que Pedro y Laura habían optado por verse y acompañarse tantas veces como posible.
Los dos años que precedieron a la mili fueron de indecible felicidad. Enamorados hasta los huesos. Un anticipo de la supuesta futura gloria que predican las religiones para los buenos. No les importaba trabajar a destajo si al final del día podían encontrarse. Inclusive, se contentaban con verse u oírse desde lejos. Pedro cantaba a gritos desde sus fincas al anochecer. Oyéndolo, Laura sollozaba de amor al otro lado del soto.
Llegó el fatídico día de la separación. Sólo fue la primera y más benigna separación. Después de la instrucción militar en Lugo, fue enrolado en Zapadores y enviado lejos, muy lejos de su aldea y de su novia. A los Pirineos catalanes. Antes, a la despedida, achuchones, lágrimas, llantos. Debido a la lejanía, más de mil kilómetros, sólo tenía un permiso cada año.Y fueron tres. Uno y otra habían dejado de escribir en años. Ahora practicarían. El cartero visitaba la casa de Laura cada tres días. Y Laura ya tenía su carta preparada, franqueada con 25 céntimos de peseta. La entregaba al tranquilo Leandro, no sin antes leer la misiva de Pedro. Garabateaba una posdata. “Cariño, cuídate, ven pronto, no te expongas a los makis, paso media noche pensándote, la vaca pinta ya parió, mi padre quiere que lo acompañe a la feria pero no me apetece, cada domingo pongo flores a San Antonio abogado de los novios, me compré una pañoleta que te gustará, también unas catiuscas, mi hermana Lumi se casa”. Por su parte, Pedro, le aseguraba que la amaba, a veces con palabras cursis tomadas de un libro de cartas de amor o copiando del soldado vecino, uno que hablaba bien el castellano. Le decía que los de su Compañía lo envidiaban al ver su foto. Y le describía las casas cubiertas de nieve y el túnel de Viella en construcción.
No es el caso de describir los encuentros cuando el soldadito zapador volvía de tierras catalanas, petate al hombro. Después de abrazar a sus padres y besar a sus hermanos/as, desaparecía. Laura ya lo había olido. Lo había oteado desde del balcón, subiendo la cuesta. De nuevo, las efusiones, los monosílabos, las promesas, las historias inacabables del cuartel, los cotilleos de los pueblos. Todo era importante porque partía de él y de ella. Él y ella eran importantes. Vidas compartidas, un aliento al unísono. Un “para siempre, pase lo que pase”.
Concluido su tercer año de mili, Pedro regresó. El noviazco se consolidaba. Un luminoso día de mayo, Laura se lo comunicó. No lo dudó un momento. Sabía que Pedro estaría orgulloso y feliz con la noticia. El bebé que ella esperaba sería el sello de su recíproco amor. Los dos se volcarían en él. Nació una niña, Clara, a la que Pedro pudo besar embelesado pocas horas después del alumbramiento.
Fue entonces cuando Pedro buscó la manera de independizarse y fundar una normal familia con su novia e hijita. No lo vio posible en España. Siguiendo la secular tradición de sus conciudadanos, emigró. Brasil estaba de moda. Trabajaría hasta la extenuación con tal de construir el nido antes de reclamar a su amada y su pequeña. Las comunicaciones entre los novios eran difíciles. Sólo esporádicamente se cruzaban cartas a la velocidad del barco. El trabajo de Pedro en el hotel le aseguraba la subsistencia. Los ahorros eran nulos. Las posibilidades de fundar un hogar se esfumaban. Las esperanzas iban transformándose en ilusiones. Eran humanos, no héroes. Laura cedió al coqueteo con un mozo de su edad. Alguien se lo contó a Pedro. Y éste cortó. Acaso impaciente e imprudentemente, cortó. La lejanía, la soledad, la desesperanza, la impotencia económica, el orgullo, el machismo, el despecho. Todo ello se sobrepuso al intenso inicial amor. Y Laura supo de la decisión de Pedro y lloró. Lo lamentó y lloró durante años, incluso cuando, convencida de que nada podía esperar de Pedro, se casó con Sergio, un joven bien parecido, con una gran dosis de brutalidad.
La depresión se apoderó de Pedro. En su ensimismamiento, optó por el trabajo nocturno. Rehusó el trato con mujeres durante una década. Finalmente, topó con la persona adecuada, la que sería su esposa y con la que engendraría una niña, Nati, la segunda para él. Nati nació, creció y se educó en medio de los más exigentes cuidados de sus progenitores. Adquirió una cultura superior y ha formado una familia encomiable. Su padre le ha dedicado, y dedica, lo mejor de sí.
¿Y Clara? ¿Qué fue del fruto de un amor sincero, auténtico y aparentemente responsable?
Durante pocos años, Pedro siguió recabando noticias de su hija. Luego, el silencio doloroso. Ya casado y con su nueva hijita de seis años, hizo amago de reclamar a Clara. El proyecto no prosperó a causa de las reticencias de su esposa. Clara fue víctima de malos tratos por parte de su padrastro. Laura no tuvo arrestos para defender a la hija extramatrimonial. Clara, doce años, buscó un empleo en la ciudad. Servicio doméstico. Abandonó la escuela y sufrió el desapego de su ambiente natural, el desamor paterno y materno, los rigores de sus amos, las estrecheces económicas, también hambre, la humillación propia de quien se siente parcialmente hija. Sencilla, amable, hacendosa, discreta. También, atractiva por bonita y lozana. Un culto y robusto mozo se fijó en ella. Se casaron y, antes de que prematuramente su esposo dejara de existir, dieron vida a una pareja de hijos que son su actual consuelo y razón de vivir.
Pedro, viudo, regresó jubilado a su pueblo. Se avivó en él el rescoldo amoroso por su primera hija. La circunstancia de la viudedad de ambos y el pesar por el inveterado abandono, lo llevaron a iniciar y proseguir una relación quasi paterno filial que dura ya quince años.
¿Por qué digo “quasi”? Internamente Pedro ama a Clara. Externamente la discrimina con respecto a Nati. A Nati la llama “mi hija”. A Clara la llama simplemente “Clara”. Visita a Nati cada mes y pernocta en su casa. Las visitas a Clara son “de médico”. Nati se pasa días o temporadas con su padre. Clara, aunque lo desea ardientemente, nunca entró en casa de Pedro. La valoración de los regalos de Pedro a sus dos hijas se distancian un 90%. Y, lo que es más doloroso para Clara, sus dos hijos, ahora ya mayores, no pueden llamar “abuelo” a su abuelo. Ni visitarlo y abrazarlo como están deseando hacerlo. Por el contrario, la relación de Pedro con los hijos de Nati es continua, tierna, ejemplar. Clara no lleva el apellido de su padre. Por supuesto, tampoco los hijos de Clara. Pedro ha pensado seriamente en reconocer formalmente como hija a Clara. Pero teme la reacción de Nati a la que no se atreve a disgustar. Una debilidad comprensible aunque suponga una evidente injusticia.
Aún así, Clara se siente afortunada. Puede llamar “papá” a su papá. Le telefonea semanalmente. Se preocupa por su vida y su salud. Desea ayudarlo, asistirlo, consolarlo, acogerlo. Hay otros “hijos” en su entorno que no tienen esa dicha. Ninguna relación entre padre biológico e hijo/a, simplemente dejado/a a su madre desde el nacimiento. La legislación vigente y los adelantos biológicos han puesto de actualidad las demandas judiciales de paternidad. Varios son los casos salidos a la luz con resultados positivos. La oposición de los consanguíneos ha llegado incluso al robo de cadáveres cuando la Justicia mandaba examinar y confrontar el ADN.
¿Por qué un “hijo” no es un hijo? ¿Por qué ahondamos en las diferencias y discriminamos tan salvajemente, tan injustamente, sin causa razonable, sin culpa de nadie, y mucho menos del hijo que nace puro y abierto a la vida, merecedor del cariño de ambos sus progenitores?
Es la historia. El ambiente social. La política. La Ley. El qué dirán. El interés. Y, en casos semejantes al expuesto, contribuyen la ausencia, el olvido, el rencor.
“La filiación puede tener lugar por naturaleza y por adopción. La filiación por naturaleza puede ser matrimonial y no matrimonial. Es matrimonial cuando el padre y la madre están casados entre sí. La filiación matrimonial y la no matrimonial, así como la adoptiva plena, surten los mismos efectos, conforme a las disposiciones de este Código”.
Así reza el art. 108 de nuestro Código Civil. Esta redacción obedece a postulados de nuestra Constitución en sus artículo 39 y 14. “Los hijos son iguales ante la Ley, con independencia de su filiación... La Ley posibilitará la investigación de la paternidad”. “Los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento”.
No entraré -aunque lo apunto- en la inconsecuencia del Título II de nuestra Ley de leyes. Lo referente a la Corona, y particularmente a la sucesión monárquica, rechina y se contrapone a los citados artículos 39 y 14. Resabios caducos metidos a fuerza de calzador en nuestra legislación para no incomodar a una parte de la sociedad en el histórico momento de la transición política.
Con esta salvedad, el avance es evidente. Pero este democrático logro social, viene precedido de un turbio pasado milenario que todavía pesa en nuestra gente. Nótese que nuestro Código Civil, hasta 1981, clasificaba los hijos en legítimos, ilegítimos, legitimados y naturales. A cada nominativo, a cada grupo, se le atribuían diferentes derechos familiares, sociales y hereditarios. Y con anterioridad, todavía más ignominia. De un lado, los privilegiados: príncipes, nobles, hidalgos (hijos de alguien) y hereus (primogénito heredero). Del otro, los bastardos (de casado con soltera), los expósitos (ambos padres desconocidos), los adulterinos (de casada con hombre no esposo), los incestuosos, los sacrílegos (de clérigo o monja), los mánceres (de prostituta), los nefarios (entre padre e hija o entre madre e hijo), los notos (entre solteros no conviventes). Y la Iglesia Católica consideró y llamó “hijos del pecado” a todos los hijos extramatrimoniales, haciendo recaer la culpa sobre la víctima y no sobre el supuesto pecador. Todo, desde nuestra actual perspectiva, una auténtica vergüenza de la humanidad. Semejante a la también milenaria discriminación de la mujer o a la condición y trata de esclavos.