Banderas de amor y valentía
Lo usual y corriente no siempre ha de ser ni vulgr ni plebeyo, y mucho menos intrascendente o nimio. Tal es el caso de las llamadas “opciones de vida”, como elegir carrera o profesión, adoptar un ideario político, cultural o religioso, escoger amistades, ocios, diversiones…
Sin embargo, no todo es igual. De cuanto, en una vida, puede llamarse primario, hay opciones que sobresalen porque requieren -en seres racionales y libres- especiales dosis de discernimiento y buen juicio. Tal es la de casarse. No es igual amor sin amar que amar amando. Como hace decir Cervantes (El Quijote, parte 2ª, cap. XIX) a propósito de unas bodas, “el amor y la afición con facilidad ciegan los ojos del entendimiento, tan necesarios para escoger estado, y el del matrimonio está muy a peligro de errarse; y es -por eso- menester gran tiento y particular favor del cielo para acertarle”.
Ayer tarde asistí a una boda, la de Juan Carlos y Esther, próximos parientes míos y muy cercanos del alma. Era la ceremonia en la iglesia de Santa Bárbara de Madrid, a la que yo llamo “la iglesia de la justicia”, porque –a su vera- se halla nada menos que la sede del Tribunal Supremo de España; la sede mayor de la Justicia en este país, lo que –sin duda- ha de sonar a grande. Gran iglesia, por cierto, para dar palabras sin fecha de caducidad.
Y como el matrimonio –y el celebrado por la Iglesia más- es una de las cosas grandes que aún se pueden hacer en este planeta errático –lo de errático no lo digo tanto por la naturaleza de las cosas como por la post-modernidad ambiente-, no me privo –por lo que representa el acto, individual y socialmente, un acto así- de reproducir a la letra las palabras que ayer decía a Juan Carlos y Esther, a la vez que a los familiares y amigos asistentes al acto. Pues a la letra van.
“Después de oír las lecturas –la “carta magna del amor” de san Pablo y el precepto de amarse proclamado por Jesús como esencia del cristianismo, por la claridad de ambos textos, quizás sobrara la homilía. Pensar un poco en ellas e ir a otra cosa sería muy lógico. Sólo por abrir camino a vuestras ideas en relación con ellos, me voy a permitir –perdonadme- dirigiros unas palabras: que van a ser el “flash” de un preludio dn poesía, el esbozo de tres de las verdades del amor y un consejo aal final para precaverse de los riesgos del amor.
Dicho de otro modo.
La ilusión del amor es poesía y se merece vena poética.
Una verdad del amor es que sin amor no se puede vivir.
Otra verdad del amor enseña que lo del “contigo pan y cebolla” sólo es un cuento y qu, más en serio van los que llaman al amor compromiso de amar e injerto mutuo de uno en el otro
Y aún otra verdad del amor, pero fijasda en el matrimonio y en su debatirse agónico en las crisis.
Y –como final- un consejo para saber por dónde vamos y no llamarse a engaño más tarde.
La brevedad –lo intentaré- será mi distintivo.
Amor en poesía. Os la brindo con versos de la Canción de amor, de Las nuevas poesías, de Reiner María Rilke. “Cómo sujetar mi alma para que no roce la tuya? Cómo arrastrarla lo bastante lejos, por encima de ti, hacia otras cosas? Quisiera cobijarla bajo cualquier objeto perdido, en un rincón extraño y mudo donde tu estremecimiento no pudiera esparcirse. Pero todo cuanto nos toca, a ti y a mí, nos reúne lo mismo que una sola arqueada sobre un violín extrae de dos cuerdas una sola voz. Sobre qué instrumento nos tensaron? Qué mano nos pulsa formando este solo sonido? Qué dulce canción la del amor”.
Y como las imágenes que suscita la canción de Rilke son vivas como llamas de fuego -una sola arqueada sobre un violín extrae de dos cuerdas una sola voz, por ejemplo-, os la dejo al aire de vuestras almas y que cada uno vuele sobre ella, las imagine y afine.
Una gran verdad del amor: sin amor no se puede vivir. Lo rubrico con una sola frase de la primera Carta de Juan Pablo II tras ser elegido Pontífice de la Iglesia el 24 de marzo de 1979. Tan rotundo lo expone que se hace difícil no darle crédito. “El hombre no puede vivir sin amor. Se haría para sí mismo un ser incomprensible y su vida quedaría privada de sentido si no se le revela en ella el amor, si en ella no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa de él vivamente”. Aceptemos, pues, que “sin amar y ser amados” la vida será un infierno.
Otra verdad del amor. La más honda quizás de todas, la que se pregunta lpor o que es o ha de ser el amor, la que da en el clavo y no las mil y una –de todo “quisque”- que se van por las ramas. La despeja un tanto Ortega cuando, al iniciar sus Estudios sobre el amor, aclara -para evitar malentendidos- se propone hablar de “amor” y no de “amoríos”, de la verdad del amor y no de los sucedáneos del amor.
En este punto, delato un radical contraste. Porque, entre los que, en el amor, atienden sólo el contacto de dos epidermis y quienes lo miran como belleza que se plasma en un compromiso de libertad pero también de responsabilidad (el ”amor meus, pondus meum”- mi amor es mi peso y carga, de san Agustín; o la especie de “injerto metafísico”, que mejora la calidad de los que se aman, de Ortega en sus grandiosos análisis del amor) media la enorme distancia que va de un mundo de valores a un mundo de frivolidades y nimiedades. Y como creo que la elección –en este momento- no es dudosa, tomemos nota y pasemos a la tercera de las tres verdades de hoy sobre el amor.
Esta verdad del amor se refiere al matrimonio. Un matrimonio sin amor es una farsa o caña vacía.
Al igual que la familia, el matrimonio pasa por horas muy bajas; tan bajas que son numerosos los decididos enterradores del mismo. Pero a los muchos –de ayer y sobre todo de hoy- que –en nombre de no sé qué conjeturas- lo quisieran enterrar de inmediato, G. K. Chesterton -el irónico pero nada vano pensador inglés- les encaraba con una idea que me parece puesta en razón: que la crisis no es del matrimonio; sino más bien de los que aspiran a casarse. Es decir, la crisis va con el raquitismo, la baja talla y medidas, la pobretería humana de los que, a la hora de casarse toman las apariencias por sustancia y verdad. Remedando la copla de Carlos Cano, diríase que. en el “tiempo de los enanos”, al que mide un metro se le llamaría gigante. Por eso, por la marea de frivolidad ambiente, rememoro con frecuencia la curiosa ocurrencia del Mundo feliz, de A. Huxley, cuando, al repensar ideas para el Prólogo de su obra, años después de haberla escrito, veía llegado el tiempo en que las “licencias de matrimonio” se expenderían como las licencias para tener mascotas: una por año y a veces más.
El matrimonio y la familia no están en crisis, mis buenos amigos; somos los humanos de ahora los que quizá lo estemos y, para justificarnos, endosamos las crisis a otros.
Y ya –para cerrar las palabras- la precaución final. Es un consejo, y de un científico de primera. Y tiene lsu lógica que el inventor del pararrayos, Benjamín Franklin, lo diera a unos amigos poco antes de casarse. Con sabiduría les pide “tener los ojos muy abiertos antes de casarse, y medio cerrados, después”. Me parece una versión empírica de los adjetivos con que san Pablo distingue al amor.
No os asustéis, sin embargo, Juan Carlos y Esther. Mi consejo de hoy es otro. Que nunca olvidéis que el amor, para que sea verdadero y no mentira, ha de ser peleado y ganado a pulso todos los días; como pasa con todas las cosas buenas y que merecen la pena.
Os felicito Juan Carlos y Esther. Que sea por muchos años y para bien. Vuestro amor y el valor al casaros ante Dios se lo merece”.
+++
Banderas de amor y valor.
Si es un verdadero reto –lo ha sido siempre- el amor –no los amoríos ni los sucedáneos, tan a la moda- en el matrimonio, para verse libre de las hipotecas que, en la historia, le hicieron esclavo de unos y de otros, no es menor bandera y reto ahora misma el valor de casarse ante Dios y en una iglesia, cuando unos secularismos tan desfasados como irracionales recelan de la sombra de Dios en medio de los esposos no hasta prescindir de Dios en sus matrimonios –que allá ellos!- sino hasta creerse ellos acertados y equivocados los demás.
Cuando anoche la tarde se vencía bajo el cielo de Madrid –pesado ya de calor y con algo de bochorno- las ilusiones a flor de la piel de los nuevos esposos, los retos de su amor ratificado ante Dios y los hombres y su valor para pasar de los que les censuran tal vez por ser lo que quieren ser eran banderas al viento de la esperanza que, desde siempre, brota imparable del “sí, quiero”, dado en libertad y en verdad. El amor y el valor son el matrimonio. Lo demás importa, importas mucho seguramente, pero no creo que sea lo que más importa.
SDANTIAGO PANIZO ORALLO