Escepticismo y decepción
Escepticismo y decepción
En tiempos y coyunturas de zozobra e incertidumbres, individuales o colectivas; “cuando bordeamos un abismo y la noche es tenebrosa”, y para no acabar llevando a la vida “nuestras parcialidades y apetitos”, ni tener que confiarse “al instinto de su caballo”, como Palacio Valdés propone en la primera escena de su Testamento literario; si las cosas no van de broma sino que son notoriamente graves, es cuando más se necesita la batuta del director de orquesta y que quien ha de dar el tono llame a las cosas por su verdadero nombre. Es de sentido común.
Amigos, por mucho que uno lo intente, no hay manera de liberar el alma de la pesada losa de la “pasión catalana” -como algunos llaman al actual episodio de “furor” independentista. Si tuvieran razón los que así le llaman –es probable que la tengan a juzgar por algunos indicios vehementes-, nada extrañarían las cegueras, las ideas fijas, los arrebatos y otras reacciones de parecido cuño. Hay veces que son las pasiones y no la razón lo que rige la conducta de los “pasionales”. Como enseña la psiquiatría, “mientras uno conserve un dominio suficiente sobre sí mismo, la pasión puede ser fecunda. Pero, muy a menudo, alcanza una intensidad patológica que puede conducir a reacciones anormales” (cfr. N. Sillamy, Diccionario de psicología, 1974, p. 235). No parece benéfico en este caso el culto a La pasión si se observa que cada día una sima llama a otra sima, un descosido a otro mayor y así, vaya usted a saber hasta dónde o hasta cuando. El caso es, como digo, que uno, por libre de pensar y decir que sea, ve su libertad asaltada por hechos y concomitancias de esta “pasión”.
En verdad, hoy es una concomitancia, aunque para mí relevante y digna, por tanto, de reflexionarse, la que pide vez a mis pensamientos. Es ciertamente grave la coyuntura y no sólo desde planos políticos estrictos sino éticos y morales. Por eso, a pesar del hastío, me avengo a darle paso.
El terreno –he de prevenirlo- es de arenas movedizas. Nadie lo duda, creo yo. Como son así bastantes de los caminos que ha de pisar la Iglesia en su peregrinar terrenal. Pero –como apunto al comenzar- es justo en estos terrenos donde la Iglesia ha de esforzarse por ser clara y concreta. Es en ellos donde está llamada –y obligada- a moverse con verdad, con lógica, con fidelidad estricta al mensaje de Jesús (“Mi reino no es de este mundo…. Yo he venido al mundo para dar testimonio de la verdad” -Jo. 18, 37).
El testimonio de la verdad Jesús lo dio en forma de “principios” básicos de su “reino”. Por ejemplo: Se ha de “dar a Dios lo que es de Dios y al Cesar lo que es del Cesar; o el de la obligación de aspirar a “ser perfectos” como Dios es perfecto, o el de que no sólo de pan vive el hombre, o que quien a hierro mata a -hierro muere. Tiene que haber teoría y principios para que las bases del mensaje no queden a merced de todos los vientos. Es necesaria la teoría para que la “praxis” sea posible y no se quede en plumas al viento. Pero Jesús en su Evangelio no fue un mero teorizante…
Jesús dió el testimonio de la Verdad de Dios pisando el terreno y poniendo la mano en lo concreto de la deteriorada condición humana. Hasta con violencia lo hizo una vez –quizás la única en que Jesús perdió un tanto la compostura y fue al expulsar, látigo en mano, que él mismo se habilitó con cuerdas entrelazadas, a los mercaderes del templo de Dios en Jerusalén. Siempre –porque un vencejo no hace verano- con la sola fuerza de la palabra clara y las actitudes inequívocas y, por supuesto, “a pie de obra”, como se dice: la mujer adúltera, el samaritano, el tullido de la piscina, alternando con publicanos y pecadores y un largo etcétera que cubre la mayor parte del evangelio.
Era plenamente consciente de que asumía riesgos -quién lo duda!- llamar a las cosas por su nombre verdadero y además concreto; que eso le llevaría directamente a la insidia de sus enemigos y a la cruz. Y no era masoquista Jesús, ni un inconsciente que buscase notoriedad o publicidad alardeando de revolucionario o anti-sistema. Era el Hombre-Dios, llamado a ser –por designio divino- “evangelizador de Dios”, enviado al mundo para revelar a los hombres lo que, de la infinita plenitud de la divinidad era necesario y suficiente para poder elevarse de sus miserias de hombre. Quiere decirse con ello que no hay otro camino hacia Dios que el de la verdad de Dios y que esa verdad está patente en el Evangelio de Jesús.
Cualquiera que piense un poco ha de saber que la verdad se alimenta de teorías y principios, pero que. si se quedara en eso, corre un riesgo casi seguro de quedarse en la media verdad y la “media verdad” no es la verdad, como apostrofa el poeta A. Machado en una de sus sugerentes romas: “Dijiste media verdad? Dirán que mientes dos veces si dices la otra mitad”; o el de no contentar a nadie y defraudar a todos.
Una Nota con el posicionamiento de la conferencia episcopal sobre el complicado “affaire” levantado en torno al referéndum de independencia era esperada por los católicos españoles, tal vez por todos los que, aún sin ser católicos, conceden a la Iglesia un cierto nivel de independencia frente a la política y la libertad suficiente para no quedarse en medias tintas ni en equidistancias calculadas ni en vaguedades. Era esperada desde hace tiempo y el silencio era sorprendente para muchos. Ya lo he reflejado antes. Es normal que los creyentes, especialmente en situaciones-límite (y ésta lo es, creo yo), orienten al “pueblo” fiel a sus creencias cristianas; y es derecho del mismo recibir en tales situaciones una “palabra” que ilumine, conforte y tranquilice, porque la mayoría del catolicismo español está seriamente preocupado.
He visto la Nota. La he escuchado de labios del Presidente de la conferencia. Me he tomado tiempo para reflexionarla. Incluso he oído las glosas de varios obispos a la misma. Sobre todo, me propuse desde el primer momento no quedarme en la superficie sino pasar de ella para nutrirme de sustancia. Tal vez de tanto esperarla y de haber visto ya otras actitudes de gente de Iglesia que me han parecido anti-evangélicas (por más que se empeñen sus autores en decir lo contrario), y hasta atentados solemnes y concretos a la dignidad del hombre (niños y jóvenes escolares manipulados por maestros y hasta por padres para enaltecer la ilegalidad, la falta de respeto a la Justicia y hasta el odio a los “otros”), habré de confesar que me sentí profundamente decepcionado. Como lo digo y sin quitar aire alguno a la palabra: decepcionado a pesar de las “buenas palabras”. Es algo. Es algo más que nada, y en esto merece loa. Pero eso ya era -casi todo- conocido y recomendado Los obispos catalanes, hace unos días, ya había salido del paso pidiendo sensatez, diálogo, proporcionalidad. Y lo mismo Pedro Sánchez, y hasta Pablo Iglesias, no han cesado de hostigar al gobierno con el diálogo, como si un diálogo fuera posible cuando uno de los dialogantes pone sobre la mesa la “pistola” del referéndum a toda costa y sin alternativa. Ni de sordos puede llamarse tal diálogo.
La Nota del episcopado –a mí me lo parece- va de teorías y moralinas que, en este momento crucial de nuestra historia, suenan a cataplasma cuando de curar una tuberculosis se trata. Los complementos que ofrece ahora el episcopado me dan la impresión de sobrevolar la concreta realidad sin fijarse bien en ella.
Me siento decepcionado. Eso es todo, en lo que a mí respecta.
En lo que a otros respecta…. Seguramente habrá de todo, desde los que aplauden a rabiar porque la Iglesia no ha de “meterse en política”, hasta los que –estando de acuerdo en que la Iglesia “no ha de meterse en política”- saben de sobra que una cosa es “hacer política” (eso es para mí “meterse en política”) y otra muy diferente asomarse juiciosamente a lo que va por debajo de la política y que hace que la política sea buena o mala política, sea la del Estado o la de cualquier otro gobernante a la sombra del Estado.
Habré de insistir. El “boom” real en este caso de los escolares, por ejemplo, adoctrinados para el odio, la ruptura social consiguiente, los derechos humanos periclitados, la convivencia trampeada, los acosos, los insultos, las falseadas razones de la falta de diálogo y un largo etcétera que todos podrían rellenar con solo tomar un boli y escribir, no es cuestión de “hacer política”, sino de sus bases y principios. Ni Maquiavelo hubiera sacado tal cosa de su idea, o creencia mejor, de que, en política, el fin puede justificar los medios.
Ayer tarde, conversé un largo rato, por teléfono, con la esposa de un catedrático de una selecta universidad madrileña. El y ella son católicos practicantes y no lo ocultan; por su mutua formación jurídica sobre todo, a parte de la religiosa, además de saber separar el bien del mal en las cosas que les afectan, tienen capacidad crítica para discernir con lucidez y buen juicio en las cosas que pasan o nos pasan. Son, por supuesto, de los que se responsabilizan de su fe católica y les duele la Iglesia, como les duele España, siempre que o los representantes de la Iglesia o los gobernantes de España no están, a su ver, a la altura de las circunstancias. En el curso de la conversación, salió a colación la Nota episcopal. Esta mujer –sensible a la realidad de los hechos y, como jurista, avezada a ver los hechos en la perspectiva existencial de la ley- lamentaba el largo silencio del colectivo episcopal y la actual inanidad o vaporosidad de la Nota. Demasiada teorización y postureo para tan poca “chicha” vino a decir. Y no sólo se sentía defraudada como mujer que es de acendrada fe católica, sino seriamente preocupada por el perjuicio enorme que estas actitudes producen a la religión católica, tan baqueteada ya y tan irrelevante -como nunca lo había estado hasta estos tiempos- en la vida social.
La prudencia es una virtud cardinal que el Cristianismo asume, le dije, para mitigar su pesar. Es verdad, me replicó, pero hasta en la virtud pueden darse demasías; y de este modo, cuando , por exceso de prudencia, se deja de lado el deber, ya no es prudencia sino imprudencia. Nos despedimos y nos deseamos buena suerte para el resto del día.
El tema era martilleante y cumplía conmigo. Al final del día me puse a pensar en dos personajes modernos, cuya vida, inquietudes e ideas me sirven con frecuencia para recrearme mentalmente, porque los dos me parecen serios y comprometidos –ambos- con la busca y encuentro con la verdad en todo. Los dos me salen otra vez al paso con ocasión de esta Nota. Albert Camus y Julián Marías. Uno era existencialista y además ateo y el otro, además de un gran y fino pensador, era católico sin fisuras. Los dos con frecuencia me sirven de mentores en cosas como la actual.
Albert Camus, en el verano de 1946, tuvo presencia en unas conversaciones habidas en el convento de los Dominicos de Latour-, cuyo tema central era “lo que esperan los incrédulos de los cristianos”. Después de alabar la “generosidad” de quienes –no compartiendo sus ideas- le habían invitado sin embargo a departir con ellos sobre esas mismas ideas, y sentar previamente algunos puntos de “partida” –su censura, por ejemplo, del que llama “fariseísmo laico” y -puesto que no se considera en posesión de la verdad total- su respeto a las caras de la verdad que puedan venirle de fuera de si mismo, Camus pasa a decir que “le monde d’aujourd’hui réclame des chrétiens qu’ils restent des chrétiens”, que no falseen de ningún modo su cristianismo. Lo dice como conclusión a sus ideas inmediatamente anteriores: con la verdad por delante en todo.
Julián Marías –un pensador católico y comprometido con la religión- habla del papel del sacerdote y de los deberes de todo cristiano ante la verdad, la verdad de las exigencias fundamentales de su fe cristiana (Ver Obras, vol. III, pp. 132-137). En lo que a los sacerdotes se refiere (Ver f vol. VII, pp. 254-259), sus anotaciones vienen como anillo al dedo de estas reflexiones sobre la Nota del episcopado. He de limitarme a reproducir sólo algunas frases, aunque por gusto lo reproduciría todo: “El sacerdote, para tener cura o cuidado de las almas, tiene que estar entre los hombres, en su mundo, en su tiempo, tiene que medir lo que significan las cosas en las circunstancias reales en que se encuentra. Sus respuestas, si han de ser eficaces, tienen que serlo a las circunstancias de los hombres a quienes tiene que cuidar, atender, iluminar. ¿De qué sirve la verdad objetiva de una enseñanza si no responde a la angustia, la duda o la dificultad de aquel a quien se enseña?... A veces inquiera, y hasta acongoja, que, en una época en que los grandes pecados que amenazan a la sociedad y a los individuos son el odio, la mentira y la injusticia, los sacerdotes insistan casi exclusivamente en el tema “playas y piscinas•… sin que casi nunca se diga una palabra sobre las cuestiones verdaderamente graves, sobre las que deberían dejar sentir el peso de su autoridad y no deslizarse hacia la complicidad del silencio”. Ante estas frases y otras más que se pudieran transcribir, cualquiera se pregunta por qué un pensador católico, al que Pablo VI nombró observador oficial del Concilio Vaticano II por su inteligencia, seriedad y auténtico compromiso cristiano es tan poco citado y tan poco tenido en cuenta por el catolicismo español… Da que pensar.
Como más de una vez hago ante posturas de medias tintas o de verdades a medias en la Iglesia (por ejemplo, ante la última reforma del proceso matrimonial canónico), cierro estas reflexiones con un veredicto sintético y personal: un algo de ilusión y bastante más de escepticismo. Por supuesto, decepción intensa, como la de bastantes católicos.
Ah!!!. Y me voy a seguir leyendo ese otro libro de J. Marías –España inteligible. Razón histórica de las Españas, un libro serio, documentado, científico, razonable- para no embutirme sin remedio en los mismos riesgos que he querido realzar.
En tiempos y coyunturas de zozobra e incertidumbres, individuales o colectivas; “cuando bordeamos un abismo y la noche es tenebrosa”, y para no acabar llevando a la vida “nuestras parcialidades y apetitos”, ni tener que confiarse “al instinto de su caballo”, como Palacio Valdés propone en la primera escena de su Testamento literario; si las cosas no van de broma sino que son notoriamente graves, es cuando más se necesita la batuta del director de orquesta y que quien ha de dar el tono llame a las cosas por su verdadero nombre. Es de sentido común.
Amigos, por mucho que uno lo intente, no hay manera de liberar el alma de la pesada losa de la “pasión catalana” -como algunos llaman al actual episodio de “furor” independentista. Si tuvieran razón los que así le llaman –es probable que la tengan a juzgar por algunos indicios vehementes-, nada extrañarían las cegueras, las ideas fijas, los arrebatos y otras reacciones de parecido cuño. Hay veces que son las pasiones y no la razón lo que rige la conducta de los “pasionales”. Como enseña la psiquiatría, “mientras uno conserve un dominio suficiente sobre sí mismo, la pasión puede ser fecunda. Pero, muy a menudo, alcanza una intensidad patológica que puede conducir a reacciones anormales” (cfr. N. Sillamy, Diccionario de psicología, 1974, p. 235). No parece benéfico en este caso el culto a La pasión si se observa que cada día una sima llama a otra sima, un descosido a otro mayor y así, vaya usted a saber hasta dónde o hasta cuando. El caso es, como digo, que uno, por libre de pensar y decir que sea, ve su libertad asaltada por hechos y concomitancias de esta “pasión”.
En verdad, hoy es una concomitancia, aunque para mí relevante y digna, por tanto, de reflexionarse, la que pide vez a mis pensamientos. Es ciertamente grave la coyuntura y no sólo desde planos políticos estrictos sino éticos y morales. Por eso, a pesar del hastío, me avengo a darle paso.
El terreno –he de prevenirlo- es de arenas movedizas. Nadie lo duda, creo yo. Como son así bastantes de los caminos que ha de pisar la Iglesia en su peregrinar terrenal. Pero –como apunto al comenzar- es justo en estos terrenos donde la Iglesia ha de esforzarse por ser clara y concreta. Es en ellos donde está llamada –y obligada- a moverse con verdad, con lógica, con fidelidad estricta al mensaje de Jesús (“Mi reino no es de este mundo…. Yo he venido al mundo para dar testimonio de la verdad” -Jo. 18, 37).
El testimonio de la verdad Jesús lo dio en forma de “principios” básicos de su “reino”. Por ejemplo: Se ha de “dar a Dios lo que es de Dios y al Cesar lo que es del Cesar; o el de la obligación de aspirar a “ser perfectos” como Dios es perfecto, o el de que no sólo de pan vive el hombre, o que quien a hierro mata a -hierro muere. Tiene que haber teoría y principios para que las bases del mensaje no queden a merced de todos los vientos. Es necesaria la teoría para que la “praxis” sea posible y no se quede en plumas al viento. Pero Jesús en su Evangelio no fue un mero teorizante…
Jesús dió el testimonio de la Verdad de Dios pisando el terreno y poniendo la mano en lo concreto de la deteriorada condición humana. Hasta con violencia lo hizo una vez –quizás la única en que Jesús perdió un tanto la compostura y fue al expulsar, látigo en mano, que él mismo se habilitó con cuerdas entrelazadas, a los mercaderes del templo de Dios en Jerusalén. Siempre –porque un vencejo no hace verano- con la sola fuerza de la palabra clara y las actitudes inequívocas y, por supuesto, “a pie de obra”, como se dice: la mujer adúltera, el samaritano, el tullido de la piscina, alternando con publicanos y pecadores y un largo etcétera que cubre la mayor parte del evangelio.
Era plenamente consciente de que asumía riesgos -quién lo duda!- llamar a las cosas por su nombre verdadero y además concreto; que eso le llevaría directamente a la insidia de sus enemigos y a la cruz. Y no era masoquista Jesús, ni un inconsciente que buscase notoriedad o publicidad alardeando de revolucionario o anti-sistema. Era el Hombre-Dios, llamado a ser –por designio divino- “evangelizador de Dios”, enviado al mundo para revelar a los hombres lo que, de la infinita plenitud de la divinidad era necesario y suficiente para poder elevarse de sus miserias de hombre. Quiere decirse con ello que no hay otro camino hacia Dios que el de la verdad de Dios y que esa verdad está patente en el Evangelio de Jesús.
Cualquiera que piense un poco ha de saber que la verdad se alimenta de teorías y principios, pero que. si se quedara en eso, corre un riesgo casi seguro de quedarse en la media verdad y la “media verdad” no es la verdad, como apostrofa el poeta A. Machado en una de sus sugerentes romas: “Dijiste media verdad? Dirán que mientes dos veces si dices la otra mitad”; o el de no contentar a nadie y defraudar a todos.
Una Nota con el posicionamiento de la conferencia episcopal sobre el complicado “affaire” levantado en torno al referéndum de independencia era esperada por los católicos españoles, tal vez por todos los que, aún sin ser católicos, conceden a la Iglesia un cierto nivel de independencia frente a la política y la libertad suficiente para no quedarse en medias tintas ni en equidistancias calculadas ni en vaguedades. Era esperada desde hace tiempo y el silencio era sorprendente para muchos. Ya lo he reflejado antes. Es normal que los creyentes, especialmente en situaciones-límite (y ésta lo es, creo yo), orienten al “pueblo” fiel a sus creencias cristianas; y es derecho del mismo recibir en tales situaciones una “palabra” que ilumine, conforte y tranquilice, porque la mayoría del catolicismo español está seriamente preocupado.
He visto la Nota. La he escuchado de labios del Presidente de la conferencia. Me he tomado tiempo para reflexionarla. Incluso he oído las glosas de varios obispos a la misma. Sobre todo, me propuse desde el primer momento no quedarme en la superficie sino pasar de ella para nutrirme de sustancia. Tal vez de tanto esperarla y de haber visto ya otras actitudes de gente de Iglesia que me han parecido anti-evangélicas (por más que se empeñen sus autores en decir lo contrario), y hasta atentados solemnes y concretos a la dignidad del hombre (niños y jóvenes escolares manipulados por maestros y hasta por padres para enaltecer la ilegalidad, la falta de respeto a la Justicia y hasta el odio a los “otros”), habré de confesar que me sentí profundamente decepcionado. Como lo digo y sin quitar aire alguno a la palabra: decepcionado a pesar de las “buenas palabras”. Es algo. Es algo más que nada, y en esto merece loa. Pero eso ya era -casi todo- conocido y recomendado Los obispos catalanes, hace unos días, ya había salido del paso pidiendo sensatez, diálogo, proporcionalidad. Y lo mismo Pedro Sánchez, y hasta Pablo Iglesias, no han cesado de hostigar al gobierno con el diálogo, como si un diálogo fuera posible cuando uno de los dialogantes pone sobre la mesa la “pistola” del referéndum a toda costa y sin alternativa. Ni de sordos puede llamarse tal diálogo.
La Nota del episcopado –a mí me lo parece- va de teorías y moralinas que, en este momento crucial de nuestra historia, suenan a cataplasma cuando de curar una tuberculosis se trata. Los complementos que ofrece ahora el episcopado me dan la impresión de sobrevolar la concreta realidad sin fijarse bien en ella.
Me siento decepcionado. Eso es todo, en lo que a mí respecta.
En lo que a otros respecta…. Seguramente habrá de todo, desde los que aplauden a rabiar porque la Iglesia no ha de “meterse en política”, hasta los que –estando de acuerdo en que la Iglesia “no ha de meterse en política”- saben de sobra que una cosa es “hacer política” (eso es para mí “meterse en política”) y otra muy diferente asomarse juiciosamente a lo que va por debajo de la política y que hace que la política sea buena o mala política, sea la del Estado o la de cualquier otro gobernante a la sombra del Estado.
Habré de insistir. El “boom” real en este caso de los escolares, por ejemplo, adoctrinados para el odio, la ruptura social consiguiente, los derechos humanos periclitados, la convivencia trampeada, los acosos, los insultos, las falseadas razones de la falta de diálogo y un largo etcétera que todos podrían rellenar con solo tomar un boli y escribir, no es cuestión de “hacer política”, sino de sus bases y principios. Ni Maquiavelo hubiera sacado tal cosa de su idea, o creencia mejor, de que, en política, el fin puede justificar los medios.
Ayer tarde, conversé un largo rato, por teléfono, con la esposa de un catedrático de una selecta universidad madrileña. El y ella son católicos practicantes y no lo ocultan; por su mutua formación jurídica sobre todo, a parte de la religiosa, además de saber separar el bien del mal en las cosas que les afectan, tienen capacidad crítica para discernir con lucidez y buen juicio en las cosas que pasan o nos pasan. Son, por supuesto, de los que se responsabilizan de su fe católica y les duele la Iglesia, como les duele España, siempre que o los representantes de la Iglesia o los gobernantes de España no están, a su ver, a la altura de las circunstancias. En el curso de la conversación, salió a colación la Nota episcopal. Esta mujer –sensible a la realidad de los hechos y, como jurista, avezada a ver los hechos en la perspectiva existencial de la ley- lamentaba el largo silencio del colectivo episcopal y la actual inanidad o vaporosidad de la Nota. Demasiada teorización y postureo para tan poca “chicha” vino a decir. Y no sólo se sentía defraudada como mujer que es de acendrada fe católica, sino seriamente preocupada por el perjuicio enorme que estas actitudes producen a la religión católica, tan baqueteada ya y tan irrelevante -como nunca lo había estado hasta estos tiempos- en la vida social.
La prudencia es una virtud cardinal que el Cristianismo asume, le dije, para mitigar su pesar. Es verdad, me replicó, pero hasta en la virtud pueden darse demasías; y de este modo, cuando , por exceso de prudencia, se deja de lado el deber, ya no es prudencia sino imprudencia. Nos despedimos y nos deseamos buena suerte para el resto del día.
El tema era martilleante y cumplía conmigo. Al final del día me puse a pensar en dos personajes modernos, cuya vida, inquietudes e ideas me sirven con frecuencia para recrearme mentalmente, porque los dos me parecen serios y comprometidos –ambos- con la busca y encuentro con la verdad en todo. Los dos me salen otra vez al paso con ocasión de esta Nota. Albert Camus y Julián Marías. Uno era existencialista y además ateo y el otro, además de un gran y fino pensador, era católico sin fisuras. Los dos con frecuencia me sirven de mentores en cosas como la actual.
Albert Camus, en el verano de 1946, tuvo presencia en unas conversaciones habidas en el convento de los Dominicos de Latour-, cuyo tema central era “lo que esperan los incrédulos de los cristianos”. Después de alabar la “generosidad” de quienes –no compartiendo sus ideas- le habían invitado sin embargo a departir con ellos sobre esas mismas ideas, y sentar previamente algunos puntos de “partida” –su censura, por ejemplo, del que llama “fariseísmo laico” y -puesto que no se considera en posesión de la verdad total- su respeto a las caras de la verdad que puedan venirle de fuera de si mismo, Camus pasa a decir que “le monde d’aujourd’hui réclame des chrétiens qu’ils restent des chrétiens”, que no falseen de ningún modo su cristianismo. Lo dice como conclusión a sus ideas inmediatamente anteriores: con la verdad por delante en todo.
Julián Marías –un pensador católico y comprometido con la religión- habla del papel del sacerdote y de los deberes de todo cristiano ante la verdad, la verdad de las exigencias fundamentales de su fe cristiana (Ver Obras, vol. III, pp. 132-137). En lo que a los sacerdotes se refiere (Ver f vol. VII, pp. 254-259), sus anotaciones vienen como anillo al dedo de estas reflexiones sobre la Nota del episcopado. He de limitarme a reproducir sólo algunas frases, aunque por gusto lo reproduciría todo: “El sacerdote, para tener cura o cuidado de las almas, tiene que estar entre los hombres, en su mundo, en su tiempo, tiene que medir lo que significan las cosas en las circunstancias reales en que se encuentra. Sus respuestas, si han de ser eficaces, tienen que serlo a las circunstancias de los hombres a quienes tiene que cuidar, atender, iluminar. ¿De qué sirve la verdad objetiva de una enseñanza si no responde a la angustia, la duda o la dificultad de aquel a quien se enseña?... A veces inquiera, y hasta acongoja, que, en una época en que los grandes pecados que amenazan a la sociedad y a los individuos son el odio, la mentira y la injusticia, los sacerdotes insistan casi exclusivamente en el tema “playas y piscinas•… sin que casi nunca se diga una palabra sobre las cuestiones verdaderamente graves, sobre las que deberían dejar sentir el peso de su autoridad y no deslizarse hacia la complicidad del silencio”. Ante estas frases y otras más que se pudieran transcribir, cualquiera se pregunta por qué un pensador católico, al que Pablo VI nombró observador oficial del Concilio Vaticano II por su inteligencia, seriedad y auténtico compromiso cristiano es tan poco citado y tan poco tenido en cuenta por el catolicismo español… Da que pensar.
Como más de una vez hago ante posturas de medias tintas o de verdades a medias en la Iglesia (por ejemplo, ante la última reforma del proceso matrimonial canónico), cierro estas reflexiones con un veredicto sintético y personal: un algo de ilusión y bastante más de escepticismo. Por supuesto, decepción intensa, como la de bastantes católicos.
Ah!!!. Y me voy a seguir leyendo ese otro libro de J. Marías –España inteligible. Razón histórica de las Españas, un libro serio, documentado, científico, razonable- para no embutirme sin remedio en los mismos riesgos que he querido realzar.