Laicidad para todos
Mi frase del día.
Laicidad, para todos
El papa Francisco –en su primer discurso en Egipto, el 28 de abril pasado, en la universidad musulmana de Al Azhar, se asomó a otra vertiente de la presencia de la religión en la sociedad, la que se expresa con los binomios laicidad/laicismo y secularidad/sacralidad/teocracia. Apoyado en ideas de su predecesor Benedicto XVI sobre la actual incondicional adhesión de la Iglesia al estatuto de “sana laicidad”, sólo él capaz de liberar, en este tiempo, a las “fuerzas sociales” –Sociedad/Estado-Religión/Iglesia- de extremismos que, a parte de falsarios, son negativos para “el bien común”, Francisco censuró un doble vicio ideológico-religioso: el de los que “intentan relegar la religión a la esfera privada”; y el de los que “pretenden borrar la distinción entre la esfera religiosa y la política”. Es decir, el de los que sueñan teocracias o piden que la sociedad civil se gobierne con leyes religiosas o de cuño religioso; y, por el lado contrario, el de los fundadores de “religiones políticas” o aspiran a que, de la esfera pública, desaparezca toda huella o vestigio religioso. En resumen, el de “religión pero sin sociedad” y el de “sociedad pero sin religión”.
Esta dialéctica de “laicidad/laicismo” se entrevera y conecta, en su raíz histórico-historiográfica, con el binomio “secularidad/sacralidad”.
Este fenómeno y “movimiento de ideas”, nutrido por la Ilustración, llevaba –en la solapa- la medalla de un sano intento del “deslinde” de fronteras entre “lo secular” y “lo religioso”, de forma que, sin interferirse ni mezclarse, cada potestad ejerciera en sus terrenos propios, y “lo secular” y “lo sagrado” coexistieran o, mejor aún, convivieran de manera saludable para los “intereses” cívicos y religiosos de la ciudadanía. Sin embargo, lo que en la medalla pasaba por ser un loable intento de catarsis y deslindes, en la práctica venía trufado de reservas –por enunciarlo suavemente- contra la Religión y especialmente contra la Iglesia católica.
En su verdad histórica, el movimiento cultural secularizador distó mucho de ser leal a sus principios y devino un arma civil de pugna contra la Iglesia. O para discriminar y negar “el pan y la sal” a la religión e incluso perseguirla, o para hacer de la Religión y de la Iglesia “siervas” incondicionales del Estado, elaborando totalitarismos o echando la religión a los pies de todos los caballos.
Pues bien, este campo de Marte, de dialécticas implacables y extremosas por ambos lados, ha sido y copado la escena de las relaciones entre los dos Poderes, desde el s. XV hasta el momento actual. Porque, aunque desde –sobre todo- el final de la IIª Guerra Mundial los dos campos encontrados tomaran conciencia práctica –cada uno por su lado- de la necesidad imperiosa de respetarse sus respectivos derechos, de dialogar por razones de “bien común”, de racionalidad y de conveniencia de no encrespar las relaciones mutuas con la saña y visceralidad habituales, la ruda verdad es que aún quedan “restos” de “antiguallas anacrónicas” en personas que el clásico latino calificaba de “ciegas”, o porque no ven lo que hay en la realidad o ven lo que no hay en ella; sin contar los ciegos perseverantemente aguerridos, maliciosos y fanáticos.
La censura del papa Francisco en El Cairo a todos los extremismos religiosos no se dirige tan sólo a las ideologías teocráticas, al Islám especialmente. Se dirige también a los países cristianos en que todavía “colean” nostalgias imperiales de tiempos pasados, tan inveteradas como anacrónicas, que no han aprendido aún esa elemental lección de mirar lo mal hecho para corregir y no repetir. Me parece elemental idea la de una Iglesia en su sitio, al servicio y defensa de la dignidad del hombre de acuerdo con su evangélico estatuto, y unos instrumentos terrenales legitimándose sólo y en cuanto necesarios para el cumplimiento de su fin supremo: la “salus animarum”.
Pero los atentados contra la laicidad y la secularidad pueden venir también del ámbito civil. Los avisos del papa Francisco se dirigen también a los detentores del Poder secular, los que lo ejercen o los que aspiran a ejercerlo. Si el “laicismo” de recluir la religión en el ámbito estricto de la conciencia o entre las cuatro paredes de las sacristías es realmente una aberración antropológica, el otro “laicismo” del acoso a la religión no deja de ser o una expresión totalitaria, o un síntoma de “matonismo”, o –en el mejor de los casos- otra nostalgia, así mismo, de tiempos pasados que –para todos y en lo que esto se refiere- “mejor es que no vuelvan”. Y en cuanto a esa otra –también frecuente- modalidad de “laicismo”, la de “tirar la piedra y esconder la mano”, tan sintónico con la psicología de las farsas, así mismo debiera vislumbrarse entre esos extremos que el Papa censuraba en la Universidad de Al Azhar.
La secularización y la laicidad -”sanas” y no “amañadas” ni sectarias- se apoyan sin duda en bases y fondos religiosos. En el cristianismo concretamente, la laicidad es un principio evangélico, que pertenece a la constitucionalidad eclesial. Y aunque la palabra “laicidad” sea en verdad un plagio secular de una realidad cristiana (lo “laico” en la Iglesia es una estructura eclesial desde los primeros tiempos cristianos y ha servido en ella para designar el componente personal que no es “clero”), para nada obsta ese plagio –de remetida intencionalidad anticlerical- al “dictum” del Evangelio sobre la obligación cristiana fundamental de “dar a Dios lo que es de Dios y al Cesar lo que sea del César”. En ello van implicados deberes, no solo de separación neta entre los poderes religioso y secular, sino del deber de respeto que mutuamente se han de dispensar y que San Pablo interpreta magistralmente cuando manda a los cristianos obedecer a las autoridades civiles en lo que a ellas compete por oficio.
Una secularidad correcta y una laicidad sana –que no sean ni secularismo ni laicismo- son ahora mismo supuestos irrecusables de respeto a la dignidad del hombre, de la paz social y de legitimidad política.
El Papa –en la coherencia de su discurso- defiende la “sana laicidad” como un actual componente necesario de la “educación” para la Paz mundial, y doméstica incluso, mucho más eficaz y mucho menos contaminante de la dignidad humana que las bombas o los irracionales impulsos de todos los fanáticos de la tierra: de las ideas, de la política y también de la religión. Para eso, claro es, “laicidad” y “secularidad” han de mirarse, y sobre todo verse, evitando –lo más y mejor posible- esas cegueras de que ya hablaban los clásicos romanos.
Otro día cualquiera prometo hilar unas reflexiones sobre una obrita del profesor judío de Historia del Occidente moderno en la universidad de Tel-Aviv, Elías Barnavi, que releo en este momento y se titula “Les religions meurtrières”. Creo que esta lectura encaja bien en la doctrina del papa Francisco en El Cairo, y da las mismas pistas para entender por qué –ahora mismo y a la distancia de otros tiempos- una “sana laicidad” es una de las condiciones “sine qua non” de la paz cívica e internacional. No se olvide que el Papa en El Cairo pronunciaba su discurso dentro de la Conferencia Internacional de la Paz que allí se celebró aquellos días.
Laicidad, para todos
El papa Francisco –en su primer discurso en Egipto, el 28 de abril pasado, en la universidad musulmana de Al Azhar, se asomó a otra vertiente de la presencia de la religión en la sociedad, la que se expresa con los binomios laicidad/laicismo y secularidad/sacralidad/teocracia. Apoyado en ideas de su predecesor Benedicto XVI sobre la actual incondicional adhesión de la Iglesia al estatuto de “sana laicidad”, sólo él capaz de liberar, en este tiempo, a las “fuerzas sociales” –Sociedad/Estado-Religión/Iglesia- de extremismos que, a parte de falsarios, son negativos para “el bien común”, Francisco censuró un doble vicio ideológico-religioso: el de los que “intentan relegar la religión a la esfera privada”; y el de los que “pretenden borrar la distinción entre la esfera religiosa y la política”. Es decir, el de los que sueñan teocracias o piden que la sociedad civil se gobierne con leyes religiosas o de cuño religioso; y, por el lado contrario, el de los fundadores de “religiones políticas” o aspiran a que, de la esfera pública, desaparezca toda huella o vestigio religioso. En resumen, el de “religión pero sin sociedad” y el de “sociedad pero sin religión”.
Esta dialéctica de “laicidad/laicismo” se entrevera y conecta, en su raíz histórico-historiográfica, con el binomio “secularidad/sacralidad”.
Este fenómeno y “movimiento de ideas”, nutrido por la Ilustración, llevaba –en la solapa- la medalla de un sano intento del “deslinde” de fronteras entre “lo secular” y “lo religioso”, de forma que, sin interferirse ni mezclarse, cada potestad ejerciera en sus terrenos propios, y “lo secular” y “lo sagrado” coexistieran o, mejor aún, convivieran de manera saludable para los “intereses” cívicos y religiosos de la ciudadanía. Sin embargo, lo que en la medalla pasaba por ser un loable intento de catarsis y deslindes, en la práctica venía trufado de reservas –por enunciarlo suavemente- contra la Religión y especialmente contra la Iglesia católica.
En su verdad histórica, el movimiento cultural secularizador distó mucho de ser leal a sus principios y devino un arma civil de pugna contra la Iglesia. O para discriminar y negar “el pan y la sal” a la religión e incluso perseguirla, o para hacer de la Religión y de la Iglesia “siervas” incondicionales del Estado, elaborando totalitarismos o echando la religión a los pies de todos los caballos.
Pues bien, este campo de Marte, de dialécticas implacables y extremosas por ambos lados, ha sido y copado la escena de las relaciones entre los dos Poderes, desde el s. XV hasta el momento actual. Porque, aunque desde –sobre todo- el final de la IIª Guerra Mundial los dos campos encontrados tomaran conciencia práctica –cada uno por su lado- de la necesidad imperiosa de respetarse sus respectivos derechos, de dialogar por razones de “bien común”, de racionalidad y de conveniencia de no encrespar las relaciones mutuas con la saña y visceralidad habituales, la ruda verdad es que aún quedan “restos” de “antiguallas anacrónicas” en personas que el clásico latino calificaba de “ciegas”, o porque no ven lo que hay en la realidad o ven lo que no hay en ella; sin contar los ciegos perseverantemente aguerridos, maliciosos y fanáticos.
La censura del papa Francisco en El Cairo a todos los extremismos religiosos no se dirige tan sólo a las ideologías teocráticas, al Islám especialmente. Se dirige también a los países cristianos en que todavía “colean” nostalgias imperiales de tiempos pasados, tan inveteradas como anacrónicas, que no han aprendido aún esa elemental lección de mirar lo mal hecho para corregir y no repetir. Me parece elemental idea la de una Iglesia en su sitio, al servicio y defensa de la dignidad del hombre de acuerdo con su evangélico estatuto, y unos instrumentos terrenales legitimándose sólo y en cuanto necesarios para el cumplimiento de su fin supremo: la “salus animarum”.
Pero los atentados contra la laicidad y la secularidad pueden venir también del ámbito civil. Los avisos del papa Francisco se dirigen también a los detentores del Poder secular, los que lo ejercen o los que aspiran a ejercerlo. Si el “laicismo” de recluir la religión en el ámbito estricto de la conciencia o entre las cuatro paredes de las sacristías es realmente una aberración antropológica, el otro “laicismo” del acoso a la religión no deja de ser o una expresión totalitaria, o un síntoma de “matonismo”, o –en el mejor de los casos- otra nostalgia, así mismo, de tiempos pasados que –para todos y en lo que esto se refiere- “mejor es que no vuelvan”. Y en cuanto a esa otra –también frecuente- modalidad de “laicismo”, la de “tirar la piedra y esconder la mano”, tan sintónico con la psicología de las farsas, así mismo debiera vislumbrarse entre esos extremos que el Papa censuraba en la Universidad de Al Azhar.
La secularización y la laicidad -”sanas” y no “amañadas” ni sectarias- se apoyan sin duda en bases y fondos religiosos. En el cristianismo concretamente, la laicidad es un principio evangélico, que pertenece a la constitucionalidad eclesial. Y aunque la palabra “laicidad” sea en verdad un plagio secular de una realidad cristiana (lo “laico” en la Iglesia es una estructura eclesial desde los primeros tiempos cristianos y ha servido en ella para designar el componente personal que no es “clero”), para nada obsta ese plagio –de remetida intencionalidad anticlerical- al “dictum” del Evangelio sobre la obligación cristiana fundamental de “dar a Dios lo que es de Dios y al Cesar lo que sea del César”. En ello van implicados deberes, no solo de separación neta entre los poderes religioso y secular, sino del deber de respeto que mutuamente se han de dispensar y que San Pablo interpreta magistralmente cuando manda a los cristianos obedecer a las autoridades civiles en lo que a ellas compete por oficio.
Una secularidad correcta y una laicidad sana –que no sean ni secularismo ni laicismo- son ahora mismo supuestos irrecusables de respeto a la dignidad del hombre, de la paz social y de legitimidad política.
El Papa –en la coherencia de su discurso- defiende la “sana laicidad” como un actual componente necesario de la “educación” para la Paz mundial, y doméstica incluso, mucho más eficaz y mucho menos contaminante de la dignidad humana que las bombas o los irracionales impulsos de todos los fanáticos de la tierra: de las ideas, de la política y también de la religión. Para eso, claro es, “laicidad” y “secularidad” han de mirarse, y sobre todo verse, evitando –lo más y mejor posible- esas cegueras de que ya hablaban los clásicos romanos.
Otro día cualquiera prometo hilar unas reflexiones sobre una obrita del profesor judío de Historia del Occidente moderno en la universidad de Tel-Aviv, Elías Barnavi, que releo en este momento y se titula “Les religions meurtrières”. Creo que esta lectura encaja bien en la doctrina del papa Francisco en El Cairo, y da las mismas pistas para entender por qué –ahora mismo y a la distancia de otros tiempos- una “sana laicidad” es una de las condiciones “sine qua non” de la paz cívica e internacional. No se olvide que el Papa en El Cairo pronunciaba su discurso dentro de la Conferencia Internacional de la Paz que allí se celebró aquellos días.