«Este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida»
Las «parábolas de la misericordia» del capítulo 15 de san Lucas son tres. La liturgia de este IV Domingo de Cuaresma Ciclo-C destaca, sin embargo, sólo la tercera: o sea la del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza conmovido y, lleno de alegría, hace preparar una fiesta. Página ésta, por cierto, de las más bellas y enternecedoras de la literatura universal.
En realidad, no podría ser de otro modo si, a pesar de ser pecadores, Dios nos ama. Y es que Dios, he aquí lo divinamente grandioso, nunca se cansa de salir a nuestro encuentro, nos perdona sin tregua y siempre es el primero en recorrer el camino que de Él nos separa. «Encontré misericordia –explica san Pablo- porque obré por ignorancia en mi infidelidad» (1 Tm 1,13).
Ante la renuencia, frialdad cabría decir incluso, del hijo mayor, es de nuevo el padre quien sale a su encuentro para suplicarle: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31), pero «convenía celebrar una fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo… estaba perdido, y ha sido hallado» (Lc 15,32). ¡Cuán dulces y hermosas se intuyen las razones de conveniencia en labios del Padre; y qué duro, en cambio, se le hacía al hermano mayor el verbo convenía!
La parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32), de suyo bella y conmovedora, no sólo merece figurar con letras de oro en la literatura de todos los tiempos, sino que por sí misma constituye una de las más altas cumbres de la espiritualidad cristiana. ¿Qué serían nuestra cultura, el arte y, más en general, nuestra civilización sin esta revelación de un Dios Padre lleno de misericordia? Cada vez que la escuchamos o meditamos nunca deja de conmovernos, siempre vuelve a estimularnos.
Desde que Jesús nos habló del Padre misericordioso, conocemos a Dios de otra manera: es nuestro Padre, que por amor nos ha creado libres, que sufre si nos perdemos y que hace fiesta si regresamos. ¿Dónde quedan los fucilazos aquellos del Sinaí con que respondía desde la tormenta a su siervo Moisés? Ahora es distinto. Nuestra relación con Él se construye a través de una historia, como a todo hijo con sus padres: al inicio depende de ellos; después reivindica su propia autonomía; y por último —si se da un desarrollo positivo— llega a una relación madura, basada en la gratitud y en el amor auténtico.
Por suerte para nosotros, Dios siempre es fiel y, aunque nos alejemos y perdamos, nunca deja de seguirnos con su amor, perdonando nuestros errores y hablando interiormente a nuestra conciencia para volvernos junto a sí. Los dos hijos se comportan en la parábola de manera opuesta: el menor se va de rositas llevándose consigo su herencia in regionem longinquam. Una lejanía la suya que da con uno, como san Agustín certeramente escribe en las Confesiones, en la región de la desemejanza (in regione disimilitudinis).
El mayor, en cambio, se queda tan ancho en casa, como el aparentemente tranquilo y cumplidor. ¡Pero qué va! También él tiene una relación inmadura con el Padre. De hecho, cuando su hermano regresa, lejos de sentirse feliz como el Padre, se irrita y se niega a entrar en casa. Los dos hijos, pues, representan dos modos inmaduros de relacionarse con Dios: la rebelión y una obediencia infantil. Ambas formas se superan a través de la experiencia de la misericordia.
Sólo experimentando el perdón, reconociendo que somos amados con un amor gratuito, mayor que nuestra miseria, pero también que nuestra justicia, entramos por fin en una relación verdaderamente filial y libre con Dios. Identifiquémonos, pues, con los dos hijos; y, sobre todo, contemplemos el corazón del Padre. Arrojémonos en sus brazos y dejémonos regenerar por su amor misericordioso. Que nos ayude en esto la Virgen María, Mater misericordiae.
En cierto sentido, el hijo mayor no es menos importante que el menor. Tan es así, que se podría, y no sin razón, llamarla la parábola de los dos hermanos. Con las figuras de ambos el texto se sitúa en el mismo corazón de una larga historia bíblica, iniciada con Caín y Abel, seguida luego por tantas parejas de hermanos, v.gr., Isaac e Ismael, Esaú y Jacob, e interpretada en diferentes parábolas de Jesús.
En la predicación de Jesús, las figuras de los dos hermanos reflejan, sobre todo, el problema Israel-paganos... Al descubrir que los paganos son llamados sin someterlos a las obligaciones de la Ley, Israel expresa su disgusto: «En tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya». Con las palabras: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo» la misericordia de Dios invita a Israel a entrar.
Pero notemos que el significado de este hermano mayor es aún más amplio. De alguna manera representa al hombre devoto, esto es, a todos los que se han quedado con el Padre sin desobedecer nunca sus mandamientos. En el momento en que el pecador regresa, se despierta la envidia, este veneno escondido hasta entonces en el fondo de su alma. ¿Por qué esta envidia? Demuestra que muchos de los «devotos» tienen también ellos escondido en su corazón el deseo de un país lejano y sus alicientes.
Pero la envida, claro, tiene su anverso: revela que estas personas no han comprendido realmente la belleza de la patria, la felicidad del «todo lo mío es tuyo», la libertad de ser hijos y propietarios y bienquistos. Y así aparece que también ellos desean secretamente la felicidad del país lejano. Y, al fin, no entran a la fiesta; al final se quedan fuera. ¡Cuánto mal hace la envidia!
La respuesta del padre viene en dos tiempos: Pone primero en su sitio la verdad de las relaciones entre padre e hijo: estar-con, en la comunión de bienes. Sobre la base de esta reconciliación, no menos necesaria del hijo mayor con su padre, como la del hijo menor, es propuesta luego la reconciliación complementaria con «tu hermano», y la invitación a compartir la alegría radiante de Dios, temática de este capítulo, ofrecida no solamente al hijo mayor, sino a todos los familiares (v. 23-24), amigos y vecinos (v. 9), conciudadanos (Tb 11,18), incluso a los ángeles del cielo (v. 7 y 10).
Autores hay que han hecho pertinentes aplicaciones de la parábola a la historia –cisma de Israel y de Judá, judeocristianos y paganos, católicos y protestantes en perspectiva de ecumenismo, incluso de formas de vivir la fe dentro de la misma Iglesia…, que también este último punto cabe dentro de la comparanza–, pero más generalmente aún a la condición del hombre, de entrada tentado por una ilusión de independencia en la que éste ha perdido su padre y su casa, su causa y su fin; si, por el valor pedagógico de la prueba hemos retornado, cuidado de no pasar de hijos pródigos a hijos mayores de la parábola, que entonces sí que la situación postrera acabaría siendo peor que la primera.
La parábola en este punto pasa directamente a la situación real que hay a la vista. Y es que mediante las palabras del padre, Jesús habla al corazón de los fariseos y de los letrados que murmuraban y se indignaban de su bondad con los pecadores (cf. Lc 15,2). La parábola no narra algo remoto, no. Pretende, más bien, conquistar el corazón de sus adversarios. Les pide entrar y participar en el júbilo de este momento de vuelta a casa y de reconciliación.
Así, la parábola se sitúa, por un lado, de un modo muy realista en el punto histórico en que Jesús la relata; pero a la vez va más allá, pues la invitación suplicante de Dios continúa. Pero, ¿a quién se dirige ahora? La teología patrística, muy en general, ha vinculado el tema de los dos hermanos con la relación entre judíos y paganos. No les ha resultado muy difícil ver en el hijo disoluto, alejado de Dios y de sí mismo, un reflejo del mundo del paganismo, al que Jesús abre las puertas a la comunión de Dios en la gracia y para el que celebra ahora la fiesta de su amor…Esta aplicación a los judíos no es injustificada si se la considera tal como la encontramos en el texto: como un delicado intento divino de persuadir a Israel, tentativa que está totalmente en las manos de Dios.
Ciertamente, el padre de la parábola no sólo no pone en duda la fidelidad del hijo mayor, sino que confirma expresamente su posición como hijo suyo: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo». Sería más bien una interpretación errónea si se quisiera transformar esto en una condena de los judíos, algo de lo que no se habla para nada en el texto, y menos cuando quedan todavía otras dimensiones. Las palabras de Jesús sobre el hermano mayor no aluden sólo a Israel (también los pecadores que se acercaban a Él eran judíos), sino al peligro específico de los piadosos, de los que estaban limpios, «en regla». Para ellos, Dios es sobre todo Ley; se ven en relación jurídica con Dios y, bajo este aspecto, a la par con Él. Pero Dios es algo más que Ley: han de convertirse del Dios-Ley al Dios más grande, al Dios del amor. Entonces no abandonarán su obediencia, pero ésta, como contrapartida, brotará de fuentes más profundas y será, por ello, mayor, más sincera y pura, pero sobre todo también más humilde.
Añadamos ahora otro punto de vista que ya antes fue mencionado: en la amargura frente a la bondad de Dios se aprecia una amargura interior por la obediencia prestada que muestra los límites de esa sumisión: en su interior, también les habría gustado escapar hacia la gran libertad. Se aprecia una envidia solapada de lo que el otro se ha podido permitir.
No han recorrido el camino que ha purificado al hermano menor y le ha hecho comprender lo que significa realmente la libertad, lo que implica el ser hijo. Ven su libertad como una servidumbre. Tampoco están, por tanto, maduros para ser verdaderamente hijos. Ellos también, pues, necesitan todavía un camino. Lo encontrarán si le dan la razón a Dios, si aceptan la fiesta de Dios como si fuera también la suya. Así, pues, en la parábola, el Padre nos habla a través de Cristo a los que nos hemos quedado en casa, para que también nosotros nos convirtamos verdaderamente y estemos contentos de nuestra fe.