José de Segovia Stott y el fundamentalismo (10)
Si entendemos con Stott que “la fe evangélica no es nada más que la fe cristiana histórica”, el movimiento evangélico es un lugar de encuentro y no de separación.
| José de Segovia José de Segovia
El lenguaje es también un instrumento de combate. Las palabras pueden ser un arma de guerra arrojadiza, que actúe tan devastadoramente contra el enemigo, que ya nadie se pare a escuchar lo que diga. La religión no es ninguna excepción en ese sentido. Si lo peor que se puede decir de una iglesia es que es una “secta”, lo más ofensivo que algunos pueden decir de un predicador, pastor o teólogo, es que es un “fundamentalista”. Para muchos, es un término tan amplío que se puede emplear para describir todo el movimiento evangélico.
La segunda visita a Inglaterra de Billy Graham en 1955, para una campaña de evangelización en la Universidad de Oxford, provocó una controversia tal en la prensa, que el propio John Stott tuvo que intervenir. Sobre su posición respecto al “fundamentalismo” habla este décimo artículo de esta serie por su centenario. Hacemos con él una pausa, para continuar dentro de unas semanas, hablando ya de la influencia que tuvo en todo el mundo con sus viajes y libros, a partir de los años 60.
Stott esperó diez días para intervenir en el debate que se publicó en el diario The Times con varios clérigos anglicanos –incluidos varios obispos– sobre “el peligro fundamentalista” que traía la creciente influencia del movimiento evangélico en Gran Bretaña. La discusión se inició en la sección de cartas al director, pero no tardó en extenderse a las páginas de opinión que llevaba, anónimamente, un redactor llamado Utley, que dejó el diario ese año.
La postura de Utley era de simpatía a “la tendencia contemporánea de la erudición bíblica que se opone al liberalismo teológico del siglo XIX, que tiene todavía sus defensores, pero está casi tan muerto como el anterior fundamentalismo”. Pará él, “el Dr. Graham no era fundamentalista en el antiguo sentido de la palabra”. Según el editor del The Times, el evangelista estadounidense “predicaba el cristianismo como una religión sobrenatural, no como una forma de filosofía moral”. En ese sentido, Utley creía que Graham tenía “el apoyo de la erudición bíblica contemporánea”.
Para entender la repercusión que tuvo este debate, hay que darse cuenta de la importancia que tenía el diario The Times, no sólo en la sociedad británica, sino en todo el mundo. Era el modelo de periodismo por antonomasia. Stott mismo lo leía cada mañana a la hora del desayuno, desde sus días de estudiante en Cambridge. Había otros periódicos, ¡claro! “El tío John” no era fanático en esto, como en ninguna otra cosa, pero en aquellos días, obviamente, la gente no amanecía con noticias falsas en las redes sociales de cualquier página conspiratoria. La información era otra cosa.
Lo que me recuerda la anécdota de un canadiense que se quedó un tiempo en la residencia de All Souls, donde vivía Stott. Un día le preguntó por qué no leía The Guardian –un diario minoritario, pero políticamente cercano al laborismo–, que era “mucho mejor periódico”. Para convencerle, el canadiense le dijo: “¡Si tiene hasta el dibujo de una gaviota de cabeza negra volando tras un faro!”. La reacción de Stott le retrata perfectamente. Se acercó al ejemplar que leía el canadiense y miró de cerca la imagen de la cabecera del periódico, para exclamar a continuación: “De hecho, es una cría de kittiwake (un pájaro blanco de patas negras, como una gaviota oceánica)”.
El nuevo fundamentalismo
Stott comienza su escrito en el The Times observando como ninguno de los que había intervenido hasta ahora en el debate, definía el “fundamentalismo”. Y afirmaba ya en el primer párrafo que “el Dr. Graham ha negado públicamente en más de una ocasión, que sea fundamentalista”. A continuación explica el origen histórico del término, en la Convención Bautista del Norte de Estados Unidos en la década de 1920, para describir a los delegados conservadores que deseaban “reafirmar e insistir en los fundamentos de la fe del Nuevo Testamento”. En el contexto británico, Stott cita al Diccionario de Oxford que define fundamentalismo como “una adhesión estricta a las afirmaciones ortodoxas tradicionales que se consideran fundamentales para la fe cristiana”.
En el sentido original del término, Stott se considera fundamentalista. Es el fundamentalismo histórico tal y como se expresa en la docena de libros titulados Los Fundamentos –publicados entre 1909 y 1912 por unos acaudalados cristianos californianos, los hermanos Lyman y Milton Stewart, para regalar a todos los ministros de culto y estudiantes de teología de Estados Unidos–. Esta obra muestra “la absoluta necesidad de la revelación divina, la doctrina bíblica de la Escritura, la visión de nuestro Señor del Antiguo Testamento y el propósito práctico de la Biblia”.
Otra cosa es el nuevo fundamentalismo, que ya en los años 50 Stott asocia a un movimiento “extremo y extravagante, casi sinónimo de oscurantismo”. Lo describe como “el rechazo fanático de toda crítica bíblica en una visión mecánica de la inspiración de la Escritura con una interpretación excesivamente literalista de la Escritura”. Si es así como se entiende el término, “no es cierto ni justo etiquetar a todos los evangélicos conservadores como fundamentalistas”. La única diferencia que ve Stott entre él y Billy Graham no está en su visión de la Escritura, sino en sus métodos de evangelismo.
¿Evangelización o manipulación?
Lo único que era discutible para Stott de Billy Graham es “si el mecanismo de la publicidad moderna es adecuado para llevar a la conversión religiosa”. De hecho, para él, todo esto tiene que ver con un problema mucho más antiguo: “Si el llamado del cristianismo se ha de dirigir a toda la personalidad, o principalmente a las emociones, con el riesgo de distorsionar todo su carácter y producir un efecto, en el mejor de los casos, efímero, pero en el peor de auténtico peligro”.
La predicación de Stott era muy evangelística, pero era “una exposición bíblica, clara y sin prisas, casi sin ilustraciones y carente de cualquier intento de forzar decisiones”. Es así como lo describe el prestigioso historiador John Pollock. Hacía un llamamiento con frecuencia basado en Apocalipsis 3:20, para “abrir la puerta a Cristo”, pero la respuesta no consistía en pasar al frente, levantar la mano o hacer un gesto visible que se pudiera considerar una profesión de fe. Los interesados se quedaban en la sala, o en torno al púlpito, para que él les explicara después, con más detalle, en qué consiste la fe. Entonces hablaban con las personas comisionadas como consejeros, pero no para hacer “la oración del penitente” y para ser ya parte de las estadísticas de “conversiones” de la campaña, sino para dirigirles a una iglesia donde ser introducidos en la fe cristiana.
La práctica del “llamado al altar” no viene de los Avivamientos en Inglaterra y las colonias americanas del siglo XVIII, sino de Finney en la década de 1830 en Estados Unidos. Graham acepta adaptarse a la práctica europea y en Oxford predica unos 35 minutos, para acabar invitando a “recibir a Cristo”, allí o durante la semana, quedándose en la sala cuando el local se vacía. Entonces hablaba otros diez minutos, para explicar “el camino a Cristo”. Stott presidió las reuniones de la campaña de Graham en la iglesia de la universidad, donde el vicario (Mervin Stockwood) insistió en dar él mismo “la bendición” al final, para que sirviera de anticlímax, dejando Graham el púlpito.
La controversia literaria
El debate de prensa que provocó la visita de Graham a la Universidad de Oxford llevó a la publicación del libro de Gabriel Hebert El fundamentalismo y la Iglesia de Dios. Curiosamente, no es la crítica de un liberal, sino de un anglo-católico. Respondió a él, Packer con otro volumen, editado un año después: El fundamentalismo y la Palabra de Dios. El sentido que le da Packer a la palabra es todavía el histórico original de los años 20 del pasado siglo, aunque constata que la terminología está cambiando.
El problema para los evangélicos anglicanos es que algunas de las críticas venían del arzobispo Ramsey, que según la autobiografía de Graham, estuvo sentado con él en las escalinatas de la Tercera Asamblea del Concilio Mundial de Iglesias en Nueva Delhi en 1960. Ramsey no tenía ninguna simpatía por los evangélicos. Cuando en una ocasión le preguntaron en la Cámara de los Lores si era protestante, el arzobispo respondió al bautista que le interrogó, que “no en el sentido precisamente del Libro de Oración”. Lo que a Stott le extrañó, ya que el Libro de Oración no utiliza esa expresión, que era entonces habitual de los enemigos de la Reforma.
La forma en que Stott se refería a su doctrina era siempre como “reformada”. Como yo vengo de esa tradición, usaba la expresión con frecuencia, a lo que “el tío John” siempre añadía que él también se consideraba “reformado”. Lo que pasa es que él se consideraba, en primer lugar, “cristiano” en el sentido “histórico” del término, que prefería a “conservador”; luego “evangélico”; y en tercer lugar, yo creo que “anglicano”. Su teología es la evangélica clásica en su elevado sentido de la Escritura y énfasis en la doctrina sustitutoria de la Cruz. Defendía la “infalibilidad” de la Biblia, pero no utilizaba el termino americano actual de “inerrancia”, que no aparece en los documentos históricos de la Reforma y ni siquiera existe en castellano. No admitía tampoco concesiones a la doctrina de la expiación y propiciación de la Cruz, que él consideraba fundamental.
Cuestión de identidad
A nadie le gustan las etiquetas. Es una forma de encasillarte, pero sirven a veces para hacer distinciones honestas, que pueden ser útiles, cuando son escogidas por la propia persona. El problema es que muchos usan los términos con distintos sentidos. Otros ni siquiera entienden lo que quieren decir, o peor aún, los asocian con sus propios prejuicios. Se utilizan además, como armas de combate, para aislarse de los demás y mostrar su rechazo hacia quienes no piensan como ellos. Sirven incluso de falsa seguridad para el converso, que no conoce bien su tradición y todavía se tiene que recordar todo el tiempo que ya no es lo que era. En ese sentido, no ayudan a la comprensión y el diálogo.
Es ya un lugar común, el comentario sobre la división de los cristianos en Corinto, por la que algunos se consideraban seguidores de Pablo, otros de Pedro e incluso de Apolos. Se suele decir que los peores son los que se creen sólo discípulos de Cristo (1 Co. 1:12). Son los cristianos sin Historia, que su fe viene directamente del siglo I, como si esa fuera una época libre de toda contaminación y confusión. Es la sancta simplicitas, que solía decir el señor Grau, citando a Huss. Somos cristianos a secas, pero tenemos que darnos cuenta de que el cristianismo se ha entendido de muchas diferentes maneras a lo largo de los siglos. En nuestro contexto latino, además, es deshonesto silenciar la distinción entre católicos y protestantes, cuando en países como España, “católico” es sinónimo de “cristiano”. Cuando evitamos identificarnos así, contribuimos a la confusión y no a la claridad.
Es evidente, por último, que el término “evangélico” significa algo diferente en cada idioma. En inglés apunta a un movimiento histórico de conversión, relacionado con avivamientos, pero también expresa la fe histórica de Padres Apostólicos y reformadores, aunque ahora sirva para describir cualquier excentricidad o grupo político de presión. Cuando lo traducimos del alemán tenemos también el problema de que la iglesia luterana se llama “evangélica” y se ha tenido que buscar un segundo término para aclarar en qué sentido los evangélicos son evangélicos. En España, además, los protestantes se han llamado siempre “evangélicos”. Si a todo esto le unimos las sensibilidades personales que asocian cada nombre con algo o alguien que han conocido, la confusión ya es total.
Los nombres, sin embargo, también pueden servir para unir, en vez de dividir. Si entendemos con Stott que “la fe evangélica no es nada más que la fe cristiana histórica”, el movimiento evangélico es un lugar de encuentro y no de separación. De cualquier forma, la identificación da confianza. Es lo que ocultamos, lo que produce sospechas. Y como Stott nos recuerda constantemente, la unidad bien entendida supone diversidad, no uniformidad. Y esa unidad, nos enseñó una y otra vez, está en su Palabra, no en una institución. Por esa Palabra verdadera, somos cambiados cada día. Esa fue la oración del Señor al Padre: “Santifícalos en tu verdad” (Juan 17:17). Y ¿dónde está esa verdad? “Tu palabra es verdad”, dice Jesús. Cuando escuchamos su Palabra, conocemos la Verdad. Y sólo por ella, podemos ser transformados.