A propósito del documento para el año de la oración Un año para orar en silencio escuchando la Palabra
"En el año de la oración, palabra, silencio y oración, han de considerarse como una trinidad integrativa de la espiritualidad: 'En el principio existía la Palabra', pero no se ha dicho que la Palabra fuese el principio"
El principio es el silencio del Padre, de Quien emerge la Palabra. 'La Palabra estaba junto a Dios', porque Palabra y silencio van juntos; Palabra y silencio son las dos caras del Misterio
Oración, Palabra y Silencio, para superar las palabras humanas que el Maestro pidió omitir: 'Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados'. Un año para orar en silencio escuchando la Palabra
Oración, Palabra y Silencio, para superar las palabras humanas que el Maestro pidió omitir: 'Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados'. Un año para orar en silencio escuchando la Palabra
En el año de la oración, palabra, silencio y oración, han de considerarse como una trinidad integrativa de la espiritualidad: “En el principio existía la Palabra”, pero no se ha dicho que la Palabra fuese el principio. El principio es el silencio del Padre, de Quien emerge la Palabra. “La Palabra estaba junto a Dios”, porque Palabra y silencio van juntos; Palabra y silencio son las dos caras del Misterio. “Y la Palabra era Dios” y la encontramos en la sagrada escritura, pero no queda atrapada en ella.
“Ella estaba en el principio con Dios”: la Palabra es propia del Silencio divino; un silencio que supera los silencios del hombre. La Palabra tiene su cuna en el silencio de Dios, a ese silencio aspira todo verdadero orante. “Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe”: la Palabra emerge del Silencio divino, allí es engendrada y por eso de ella emergen todas las cosas. Todo cuanto existe es propio de la Palabra. Toda oración auténtica tiene como atmósfera el silencio del que emerge la Palabra en la que todas las cosas existen.
La Palabra une al hombre con Dios en la oración, porque la Palabra es la presencia de Dios entre los hombres, y al final, la oración plena y más sublime es el silencio, porque el principio es el silencio del Padre. Nadie puede orar si no se adentra en el silencio; en todo aquel que conoce el silencio resuena la Palabra divina; y todo aquel que ora gusta la Palabra en silencio, superando el discurso de las palabras.
Quien habla en la experiencia orante es Dios mismo, haciendo de este diálogo experiencia mística. Mística porque es propia del Misterio, en el que se calla, no se ve ni se actúa. Más Palabra, menos palabras. Dios habla con Su silencio que todo lo trasfigura, mientras que el hombre aporta su silencio pasivo, abierto, confiado. Esa es la gran obra del orante: no hacer, no decir, no pretender, para que la Palabra silente sea en él; porque orar no es atrapar nada, sino dejarse sumergir en Dios; esa es la experiencia orante en Dios.
“En ella estaba la Vida y la Vida era la luz de los hombres”, así, en el encuentro orante, el silencio del hombre se encuentra con la Palabra divina, y ella colma de vida al orante, porque la Vida viene de la Palabra de Vida. La oración se hace plena cuando se hace vida, cuando retoma la vida y cuando emerge en la vida del hombre.
Un orante se adentra en el silencio contemplativo y en él es iluminado por la Luz de la vida. Así se descubre que la Palabra es la luz de los hombres. No hay quien fuese iluminado, que no haya tenido experiencia de la Palabra. Solo el orante que se encuentra con la Palabra experimenta la Vida en Plenitud como iluminación.
“y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron”, porque la mente confusa del orante permanece en tinieblas, llena de palabras, asfixiada por discursos, saturada de sentencias; pero aun así es llamada al silencio que es el origen de la Palabra. Para abandonar las palabras y quedarse con la Palabra que ha emergido del silencio, es necesario hacerse silencio. Las tinieblas de confusión, desaparecen ante la luz de la Palabra, porque todo pensamiento, todo sentimiento, toda voluntad humana se somete a la Palabra divina que habla en el silencio. Las tinieblas humanas no la vencen, por el contrario, se doblegan ante Su presencia, gracias al abandono humilde del orante.
“Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamabaJuan. Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz”: como la estela de orantes, contemplativos y místicos, que al igual que Juan, vivieron el desierto, subieron a la montaña, se adentraron en el Misterio de la oración, para escuchar la Palabra silente de Dios, que iluminó sus existencias, el orante está llamado a ser testigo de esta Luz, que ilumina en la experiencia orante.
Siguiendo los pasos de los grandes maestros, los padres del desierto, san Agustín, san Benito, san Francisco de Asís, Maestro Eckhart, santa Teresa, san Juan de la Cruz, Thomas Merton, Hugo Lassalle, Raimon Panikkar, y los actuales, que no son la luz, pero dan testimonio de la Luz de la vida que viene de la Palabra reconocida en el silencio orante, así buscamos nosotros, guiados por la sed.
“La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”. Porque a ninguno se le ha negado esta luz, como dice san Juan de la Cruz. Todo hombre está llamado a este encuentro con el Misterio, todos pueden conocer la atmósfera de los místicos, en el que el alma sigue los pasos de la Palabra de Dios que acompaña silente el caminar de los hombres. Como en el camino de Emaús, acompañando silente en el anochecer, haciendo arder el corazón con el fuego de la Luz, mientras las tinieblas de la confusión, de la tristeza y del desconsuelo van siendo poco a poco vencidas por la presencia de la Palabra-Silencio, en la oración.
“En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció”. Angustia, soledad y sinsentido están despertado a muchos, para buscar afanosamente caminos de encuentro con la plenitud divina. Una plenitud que está entre nosotros, pero enceguecida por las tinieblas de la distracción discursiva, porque la Luz está en medio de nosotros. Somos fruto de la Palabra que Ilumina, ella no nos es extraña, hemos sido hechos por ella, con ella y en ella, como sentencia san Pablo: “En Él vivimos nos movemos y existimos”. Aún estamos a tiempo para conocer esta plenitud, esta luz, este silencio en el que emerge la Palabra que todo lo vivifica, para que no nos digan que “vino a su casa, y los suyos no la recibieron”.
“Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Diosa los que creen en su nombre”, porque es en la oración en donde se tiene experiencia de Hijo. “¡Abbá!”, clama el Espíritu en el orante; “Padre Nuestro”, dice la comunidad orante; “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, clama el alma humana en agonía. Es en la experiencia orante en la que la Palabra, de Vida y de Luz, da ese poder de descubrirse nacido del Padre. Por esto el orante ora con amor filial, porque es engendrado en la Palabra, no en la limitación humana, pues la Palabra “no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios”.
“Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad”. Y así podemos concluir parafraseando: Y la Palabra se hace carne en el orante; el orante es la Morada de la Palabra, hasta elevarse a la contemplación de la Gloria del Padre, como el Hijo único, experimentado por tantos místicos, primereados por María, mujer que meditaba en el Silencio de su corazón, llenos de gracia y de verdad.
Oración, Palabra y Silencio, para superar las palabras humanas que el Maestro pidió omitir: “Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados”. Un año para orar en silencio escuchando la Palabra.
Con ocasión del Año de la Oración, el Dicasterio para la Evangelización ha elaborado un subsidio titulado "Enséñanos a orar" (enlace para el subsidio), cuyo título está tomado del capítulo undécimo del Evangelio de Lucas (Lc 11,1). Ya se encuentra disponible en línea y se puede descargar gratuitamente desde la página web. Este material, inspirado en el Magisterio del Papa Francisco.
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