Acción de gracias – 14 Camino de la muerte
Entre vítores y condenas
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Observemos de paso que es en este cruel trayecto de vaciamiento propio, siendo Dios, donde Jesús se constituye en Señor y recibe un nombre sobre todo nombre ante el que toda criatura dobla la rodilla. Seguirlo supone renacer, iniciar una nueva andadura y ajustar los propios pasos a los suyos para terminar, de una u otra manera, muriendo en una cruz. Tal es la consumación que nos espera a cada ser humano. Mi maestro, fray Eladio Chávarri, hablando del ser humano originario que es Jesús y que nos procura un modelo de humanidad que incluye nuestra condición creatural, expresa con gran profundidad el devenir de nuestro propio acontecer biográfico e histórico, durante el que se va espesando o enriqueciendo nuestra propia sustancia humana, pero que solo alcanzará su propio señorío tras una muerte sacrificial: “… a pesar de constituirse la Historia en Historia de la liberación desde la propia biografía, es decir, desde la espesura de ser adscrita a la filiación divina y a la fraternidad humana, el hombre seguirá inacabado, abierto, solicitando nuevos originarios para saciar su receptividad. Es más, la muerte nos sorprende con casi todo sin hacer. Eso, en el mejor de los casos, pues mucha gente inocente acaba machacada por las relaciones de poder. Diríamos que, de un modo o de otro, se muere en la Cruz” (Perfiles de nueva humanidad, pág. 280).
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La primera lectura de la liturgia de hoy, tomada del Libro de Isaías, no tiene desperdicio a la hora de emplazar la figura y el recorrido del Siervo de Yahvé en lo que tiene de modelo axiológico humano: “mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados. El Señor me abrió el oído; y yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado”. La cuantía de la factura de la humanización es realmente astronómica, aunque mucho menos que su beneficio.
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En la segunda lectura, Pablo, dirigiéndose a los filipenses, reproduce el himno que expresa la confesión de fe de la más primitiva comunidad cristiana, confesión que está en total armonía con la entrega del Siervo de Yahvé de Isaías a que acabamos de referirnos. Pronunciada con recogimiento, es una confesión que estremece al mismo tiempo que delinea y alumbra el camino: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”.
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La muerte en cruz, como remate de la condena de un hombre que muere atrozmente en lugar de todo un pueblo y cuyo relato todavía nos estremece hoy, nos fuerza a oír el “fuerte grito” con que Jesús exhala su vida. El suyo fue un agudo grito de dolor que condensa el dolor de la humanidad a través de los siglos como expresión del despojo total a que la muerte somete a todo viviente. Dolor y muerte son conceptos clave para entender como es debido un cristianismo que, sin embargo, es todo positividad y gracia. El dolor es vaciamiento para albergar un nuevo ser y la muerte, germen de consumación de cuanto ha quedado inacabado durante la vida. El dolor nos recuerda nuestra limitación y la muerte nos desnuda por completo para revestirnos de la densidad entitativa definitiva que nos corresponde como hechura de Dios. En un pensamiento rigurosamente racional no hay saliente al que pueda agarrarse la hipótesis de que una criatura pueda, a la postre, resultar fea, quedar inacabada o ser condenada. Es del todo imposible que de las manos de Dios salga algo “malo” o que, siendo bueno, se vuelva definitivamente malo, como piensan y hasta confiesan cuantos se aprovechan de la esperpéntica existencia de un Infierno que pueda perdurar en el más allá fuera de la órbita divina. Quienes así piensan conciben la creación como una simple artesanía, más o menos lograda, en vez de como un don permanente que no tiene vuelta atrás.
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El dolor y la muerte son tan incisivos y corrosivos que no solo laminan nuestras fuerzas, sino también minan la solidez de nuestros pensamientos hasta cuestionarnos, furiosos y desesperados, la existencia de un Dios apagado y cobarde frente al todopoderoso benefactor que confesamos. ¿Qué padre puede aceptar impasible que un hijo suyo sufra atrozmente y muera salvajemente? ¿Por qué, entonces, el Dios impoluto de nuestra fe no solo permitió que su Hijo amado sufriera el tormento de cruz a que lo condenaron sus coetáneos, sino también sigue permitiendo las atrocidades a que muchos de nosotros, que también somos sus hijos, nos vemos sometidos a lo largo de la vida? No es esta una pregunta difícil de responder, sino una pregunta mal hecha si partimos del hecho de que la vida humana es un proceso azaroso de crecimiento. Durante el tiempo que vivimos no podemos esperar que Dios nos mime y nos preserve entre algodones, sino que nos ayude a afrontar los vaivenes del proceso permanente de crecimiento que dura toda la vida (creación continua), hasta que alcancemos nuestra propia consumación en la muerte. De hecho, si fuera la nuestra una vida acabada y beatífica desde el nacimiento, sería sumamente tediosa y aburrida, tal como algunos, tan atrevidos como ignorantes, imaginan que es la vida de los bienaventurados. Jesús gritó en la cruz al expirar. El suyo fue un grito que también brotó de la garganta de Dios, su Padre, y de la de todo viviente, grito expansivo que, más que desgajamiento de un cuerpo crucificado, fue implosión de la resurrección que se iniciaba en ese mismo instante.
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Jesús, seducido por la fuerza que continuamente le procura la comunicación permanente con su Padre y por la empatía de un pueblo sin dobleces, que se pliega a la sabiduría de su maestría, se enfrenta hoy litúrgicamente a los poderosos de su tiempo y logra, en su humildad sacrificial, que sus verdugos queden en evidencia. La muerte es una verdad insobornable que nos pone a cada uno en nuestro lugar. El grito de la muerte de Jesús, reproducido en el evangelio de hoy, se convierte en lanzadera de resurrección no solo para los cristianos que de verdad se fían de él, sino también para cuantos, siguiendo su ejemplo, se sacrifican luchando por una forma de vida humana mejor y, por ello, por una forma de vida cristiana.
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