Dejad que los niños se acerquen a mí o el rábano por las hojas.

Ser santo por la manifestación de lo santo.


Conseguimos una invitación para asistir, en la "Sala Pablo VI" del Vaticano, un miércoles cualquiera del mes de agosto, a la "recepción" o "audiencia general" del otrora famoso Juan Pablo II y ahora "santo súbito".

Habló, dijo algo que solamente entendieron los italianos y algún que otro no despistado, dado el poco interés que tenían sus palabras, bendijo a las distintas nacionalidades asistentes, saludó y se dispuso a iniciar el paseíllo, que era lo importante para los asistentes.

Llevábamos con nosotros a la prole, que ya con sus años algo pudieron comprender del guiso que allí se cocía; y quisimos que fueran al evento, porque no todos los días se puede ver en directo a una santidad.

Sabedor de cómo eran estas cosas del paseíllo, el guardia de seguridad que estaba a nuestro lado nos dijo: "Metti i bambini di fronte..." y algo más que no recuerdo, o sea, que pusiéramos a los niños delante, que el papa se detendría, los bendeciría e incluso les estamparía un beso en la frente. Y así fue. Violos, detúvose ante los "pueri non cantores", bendíjolos y atusolos. Y fue tal la cosa que aquello tuvo todos los ingredientes de un sacrosanto teatro: la madre lloraba de emoción, el padre no dejaba de hacer fotos en tanto que los oficiales de la fotografía también hacían lo suyo, que luego cobrarían, los concurrentes cercanos extasiados y ojipláticos...

Días después, tras pasar por la secretaría de ventas, lo vimos en las fotos: allí estaba el joven sacerdote (por el alzacuellos) en éxtasis de gozo; los adláteres radiando emoción, con los ojos suspirando de alegría; las manos extendidas por ver si tocaban la orla de su vestimenta y se curaban (como en el Evangelio). Y todo gracias al "dejad que los niños se acerquen a mí".

Recuerdo haber visto una fotografía del cardenal Antonio María Rouco vestido de la guisa que a su cargo correspondía, en una celebración en la Plaza Mayor de Madrid. Erguido y sin inclinarse hacia él, atusaba la cabeza de un niño. El gesto de la cara, sin embargo, lo delataba: "Anda, quitadme a estos mocosos de medio, que no estoy para niñerías". Aquello no iba con él... pero había que hacerlo, porque los niños debían ser recibidos por quien, vestido con las vestiduras apropiadas, representaba en ese momento a Jesús en la tierra: "Venga, dejad que los niños... ¡pero uno solo, eh!". Genio y figura de alguien que quiso ser algo y se quedó con las hojas del rábano. En todo. 

Y un tercer motivo de reflexión, mía por supuesto. Por concursar en el año 2002 en un evento poético cual era la celebración de los 150 años de la muerte de Santa Emilia de Rodat (1787-1852), quise conocer algo de esta buena señora, fundadora de las Hermanas de la Sagrada Familia, cuyo carisma era la enseñanza, conocidas en Miranda de Ebro por "las francesas". Amable y solícita, la superiora del convento me regaló cuatro libritos de y sobre ella.

Dispuesto a loar en verso tan excelsa labor, la enseñanza, me encerré durante tres días en mi cubículo, apartado del mundanal ruido. Emilia, es cierto, es digna de encomio por haber puesto su granito de arena en procurar instrucción y cultura a los niños pobres en aquella Francia quebrada, salida de la Revolución. Pero lo que desgarró mis carnes intelectuales fue la lectura de su autobiografía. No pude. Me rebelaba. Allí no había santidad alguna, nada más "signos" de santidad: lo que ella había leído en las vidas de santos, lo imitaba y reproducía. Éxtasis (provocados), visiones, apariciones, conversaciones con la Virgen... y, lógicamente, penitencias "sugeridas", humillaciones a las que se sometía, etc. etc.

Harto salí de tal engaño, de ver cómo las hojas eran más importantes que el rábano; en otras palabras, viendo cómo Emilia de Rodat presuponía que la santidad era la realización de toda aquella parafernalia monjil que contaban de los santos. Por cierto, mi composición poética recibió el 1er premio... con un mensaje en acróstico que provocó la risa de quienes fueron advertidos. ¿Recuerdas, Vidal?

¿Y por qué digo todo esto, trayendo a colación a Juan Pablo II, a Rouco Varela y Emilia de Rodat? Por la engañifa que delata a aquellos que quieren hacerse pasar por santos o por buenos, levantando los brazos al cielo, entornando los ojos, elevando y ladeando la cabeza como en éxtasis teresiano y cosas así.

La gente buena --pensemos que Jesús era "bueno"-- hace las cosas porque le salen de dentro. No al revés, pensar que se quiere a los niños por detenerse ante ellos y bendecirles; que se imita a Jesucristo atusando a un niño y revolviéndole el pelo; que Jesús o María están con una porque "parece" que, postrada en el suelo ante su imagen, se le han aparecido y revelado...

Volver arriba