Reflexión sobre actitudes de sumisión.
Felix qui potuit rerum cognoscere causas. Dichoso aquel que puede conocer las causas de las cosas. (Virgilio, Geórgicas)
| Pablo Heras Alonso.
Tanto para creer como para no creer cualquiera es capaz de verbalizar “sus” motivos, defenderlos y hasta propagarlos. De acuerdo. Motivos de índole muy diversa: vitales (relacionados con el sustento personal o familiar), existenciales (que se refieren a la realización personal de cada uno), racionales, sentimentales, de afinidad social, incluso materiales... Y de acuerdo también en que tales motivos tienen una justificación. Y de acuerdo, asimismo, en que, al considerar tales motivos y obrar en consecuencia, unos y otros reciben la congrua gratificación vital.
Pero ¿quién o qué pone cordura, orden, prelación o valoración en los motivos? Los demás poco pueden influir y es presuponer demasiado decir que la propia razón o la propia conciencia pueden, porque es aquí donde está la frontera entre personas capaces de reflexionar, de hacer crítica de sus convicciones, de generar pensamientos… y las que no.
En el caso de las creencias políticas las razones --motivos-- que inducen a comportarse como un borrego no pasan por la razón. Son de otra índole: el sentimiento de pertenecer al clan, el poder gritar sin temor al ridículo, el portar una bandera o una pancarta bien visible, el agrado de los superiores en rango y decisión... cuando no el dar rienda suelta a los instintos más serviles. Y son muchos, muchísimos. Son la masa vocinglera.
Respecto a esas creencias políticas rara vez encontramos convicciones que hayan madurado en la intimidad, en el sosiego de la lectura, en la crítica adulta y sensata.
Y cuando esto se da, caen los modelos vocingleros y se desvinculan de líderes por lo general mentirosos. Utilizan los cauces oportunos para expresar y hacer oír sus deseos. No mezclan su vocerío con la masa, porque la masa, por definición, carece de cerebro. El individuo “amasado”, integrado en la masa, ha prestado su razón a los líderes y vive por ello de prestado.
¿Sucede otro tanto en el caso de las creencias religiosas? Parecería que no, porque precisamente las mismas fomentan la reflexión personal, la meditación en las verdades que se creen, la serena aquiescencia reflexiva a lo que aprendieron.
Suposición engañosa. Esa reflexión meditativa sobre las propias creencias que propugnan no es ni objetiva ni imparcial. Se nutre por lo general de los propios conocimientos. Encuentra razones en sus mismas razones. Medita una y otra vez los mismos misterios sin salir del círculo vicioso (gracioso, más bien, porque les ayuda la gracia). Dirán que así sucede en cualquier campo del saber: el científico, incluso el filósofo especulativo, dan vueltas y vueltas sobre las mismas ideas hasta que surge la inspiración.
Miremos las cosas bajo otro punto de vista. La verdad de las cosas está ahí, es necesario encontrarla o encontrarse con ella: para ello es preciso barajar muchos supuestos y atender a muchas fuentes. Un proceso judicial podría ser imagen de lo que decimos: pros y contras; argumentos y contra-argumentos; razones y datos...
¿Es lo mismo con la verdad religiosa? En modo alguno. Las verdades religiosas se ofrecen a la mente como verdades constituidas, objetivas y, sobre todo, reales y ciertas. El proceso de aceptación de una verdad dogmática religiosa –también las “otras”, por supuesto-- se inicia en la niñez, cuando no hay bagaje mental necesario para discernir el trigo de la paja. Y pasa el tiempo y dichos axiomas se van nutriendo con otros, van “engordando”, se auto alimentan… Rara vez se evaporan o caen por tierra.
Consideremos este posible caso de “evaporación”. ¿Por qué aquello que en la niñez y juventud se presentaba y aparecía como pletórico de vida, se agosta, queda arrumbado, se desprecia o se impugna? Las razones son variadas y el proceso parsimonioso. No suele ser un proceso “fulminante”, como, al contrario, dicen que fue el caso de Pablo de Tarso. En la gran mayoría, en la gran masa que antes creyó y ahora dice que cree pero no practica, es gradual, progresivo e imperceptible. Comienza por lo general por un alejamiento de los ritos, ésos que remachan tales “postulados” de credulidad para olvidarse totalmente de la doctrina y de la ortodoxia.
Sin embargo, también suelen ser subsecuentes a un proceso de reflexión, imposible en determinadas etapas vitales. Las verdades religiosas, por su profundidad cognoscitiva, no pueden cobrar valor hasta quizá el inicio de la madurez. La infancia vive el aspecto mágico de las mismas; la juventud se enardece con los ejemplos y se entrega a ellas con ilusión y ardor; la madurez ejerce la crítica.
La infancia se entrega al rito piadoso por un efecto de mímesis que extrae de los adultos, pero sin tener "consciencia" de lo que eso representa. Hace una traslación de sus vivencias materno-paternas a aquello que se le presenta más como símbolo que como supuesta realidad. De ello bien se dan cuenta los que propugnan la enseñanza religiosa en la infancia, que es la esponja que todo lo embebe.
Es la madurez la que pone las cosas en su sitio. Y precisamente uno es maduro porque es capaz de hacer valer criterios sobre vivencias. También porque se da cuenta de cómo han de ser las cosas y tiene voluntad para obrar en consecuencia. Y es en este momento cuando se evapora todo el tinglado cognoscitivo y organizativo que sustenta la sociedad de la fe, bien que a veces no del todo, como cuando afirman aquel “yo sí creo en Dios pero no en los curas”. Dicen creer en algo pero, paradójicamente, dan de lado lo que sustenta tal credo, la homilía y el rito.