Que la deshumanización de la asistencia sanitaria es una realidad, es indiscutible. No porque la tecnología sea mala y deshumanice. Lejos de nosotros el castigo a Prometeo por robar la semilla del fuego, símbolo de la capacidad de transformar la naturaleza. Bienvenido el potencial humanizador de la tecnología.
Pero qué bien nos ayudan los enfermos que tienen arte para describir su mirada a la deshumanización. Baste recordar a Tolstoi en “La muerte a Iván Ilich”, para darnos cuenta de la deficiencia en la comunicación con las personas, particularmente cuando la muerte pisa los talones.
Pero tiremos de nuestros contemporáneos.
Albert Jovell nos regaló su obra “Cáncer” para recordarnos el peligro de la soberbia del sano como oncólogo enfermo. Anatole Broyard, que escribió uno de esos libros que duelen: “Ebrio de enfermedad” como análisis del enfermo al médico y el riesgo de la cosificación. O leamos a Leonor Silvestrini que, desde Buenos Aires, nos regala su “Diario de una internación” hablándonos del cuerpo paciente, siempre a disposición. O leamos a Anne Boyer en “Desmorir”, una reflexión sobre la enfermedad en un mundo capitalista y el riesgo de caer en manos de la ciencia.
A veces, dice Anne Boyer, “dar al enfermo una palabra con la que nombrar su sufrimiento es el único tratamiento disponible”. Casi nada para la retórica circulante, que más bien es analfabetismo relacional en no pocos profesionales de la salud.