FELICES CAMBIOS FELICES

También la Iglesia está, y estará, sempiternamente necesitada de revisión y reforma, por imperativo de su vocación y capacidad de servicio a la colectividad, que llevará implícita su viva e inmanente puesta a punto. Si hasta el presente, y por diversidad de razones y de sinrazones, la insistencia en la inmutabilidad de la Iglesia, y aún en detalles y tiempos puramente circunstanciales, aparecía y se destacaba como logro perfecto y soberano, llegó ya la hora de que se rebaje el nivel de la peana para aproximarla lo más posible al del resto de la colectividad.

Ideas y personas que las encarnan y las misionan a la perfección, desde las más altas jerarquías eclesiásticas, precisan de todo un proceso de acondicionamiento – conversión –reconversión-, que las capacite para ser de respuestas de salvación y de vida, encarnadas en unos tiempos que se caracterizan sagradamente por el imperativo de los cambios. La devoción a estos cambios da paso en la actualidad al fervor desmesurado a lo que antes se consideraba inmutable e irreformable por naturaleza, con desatención y desprecio, como elemento religioso, a lo contingente, inseguro y variable.

La Iglesia como institución, de modo aproximadamente similar a como acontece en tantas otras esferas de la convivencia, como la misma política, está necesitada de transformaciones, ajustes y acomodaciones. Pordiosea con humildad y porfiadamente que jerarquía y laicos extiendan su mano para recabar de lo Alto las mudanzas demandadas por el pueblo –Pueblo de Dios – y que en su redacción y presentación de alguna manera y democráticamente este se haga presente.

Aceptar los hechos, y aún más, adelantarse al planteamiento de los mismos, entraña unas posibilidades de ejemplaridad ciertamente constructivas y evangelizadoras. Resulta extraordinariamente difícil e incompatible la tarea adoctrinadora de la Iglesia en el hipotético intento de interpretar a la luz de la fe - de Dios – los acontecimientos que ocurren, y ocurrirán, en tantos países, como signos infalibles de los tiempos, mientras que en la institución eclesiástica se siga dando la impresión veraz de vivir fuera de los mismos, con irrefutable aceptación de sus principios y en un sistema de inmovilismo que además se tipifica como parte esencial de la voluntad divina y de la idea sacramental irrenunciable, de lo que en realidad y felizmente es y representa Nuestra Santa Madre la Iglesia.

En la Iglesia, y hasta el presente, apenas si todavía es posible pronunciar y, por tanto, escuchar, una voz de profunda reforma, aunque esta –la voz-, sea tan santa como necesaria. Y además, tan urgente como está demostrado que lo es en organizaciones, entidades y países al servicio de la colectividad, y sin tener que hacer uso de argumentos inhibidores, pero faltos de seriedad, que ficticiamente intentan basar algunos en el dogma y sus aledaños, cuando su autentico fundamento no rebasa lo estrictamente disciplinar o canónico.

Un buen territorio para ejercicios ascéticos de ejemplaridad, con la confianza de que el “dies irae” litúrgico, que no pocos presienten y anuncian como cercano, se posponga y cancele a perpetuidad. El Papa Francisco es paladín y campeador en estos menesteres ascéticos pastorales.
Volver arriba