MIRARSE AL ESPEJO
Aunque con sus lógicas, naturales y, a veces, interesadas limitaciones, la democracia no deja de ser el sistema de convivencia ideal al servicio del bien común o, con la más pesimista de las valoraciones, el menos malo del que hacer uso en las relaciones humanas. En una de las penúltimas “confrontaciones electorales”, el eslogan con el que se obsequiaron con asiduidad y aplicación partidistas unos y otros, fue el de “mírese al espejo” antes y después de hablar y, por supuesto, actuar.
Como miembros activos de la Iglesia, lamentando los recortes antidemocráticos que todavía la definen como institución, creo provechosas, a partes iguales para la jerarquía y los laicos, estas reflexiones, superado el ingenuo trauma ético-moral de que mirarse al espejo era pecado, al menos, leve, por aquel lo de la vanidad, presunción y arrogancia monjiles.
. En la ascética primaria cristiana, mirarse al espejo, con humildad, humanidad y fervor, es sana terapia para el alma y para el cuerpo, tanto si se hace y ejecuta tal actividad con afeites y barnices, como sin ellos. El mismo dato de creerlos ya personalmente convenientes o necesarios, es argumento decisivo para la valoración ulterior. Mirarse al espejo es una gracia de Dio, pero siempre y cuando tal maniobra se ejecute con ojos limpios, sin las feas y distorsionadoras legañas producidas por las glándulas sebáceas de la enfermedad o de la desidia ético-morales. Los ojos limpios garantizan la visión que se puede y se debe tener de sí mismos.
. Pero a la vez, y en similar proporción, tal ejercicio y el empeño en su práctica, facilita la veracidad del conocimiento que los demás poseen sobre quién o quienes miran y remiran a cuantos, por su profesión, ministerio, elección, proclamación u oficio, son sus referencias, y más en el caso de que estas sean, o se digan ser, “religiosas” de alguna manera.
. Sin espejos en los que mirarse uno a sí mismo, al menos una vez al día, y en los que no se piense simultáneamente que la imagen en ellos reflejada es la que los demás tienen de los circunscritos en tan diáfano marco, el ejercicio de la autoridad al servicio del pueblo, es impracticable, por deformidad de los protagonistas –benefactores y beneficiados- de una y otra parte.
. ¿Cuáles habrán sido, son y serán las impresiones que perciban , por ejemplo, los señores obispos, al mirarse a sí mismos en los espejos, tanto en los domésticos como en los “litúrgicos”, y en las correspondientes informaciones y reportajes fotográficos con los que los medios de comunicación completen las noticias religiosas, sociales o políticas en las que se hallaron presentes, o como protagonistas? ¿Encontraron en los susodichos espejos algún signo, huella o representación de piedad, de evangelio y de religión verdadera? ¿Llegará a tanto su imaginación como para, a pesar de todo, rozar el convencimiento de que la imagen, y el espectáculo que ofrecen, resulten ser edificadores de Iglesia, evangelizadoras y ejemplares para el pueblo de Dios? ¿No les habrá asaltado ya a algunos la tentación de prescindir, o recortar, tales signos y aditamentos, por muy “litúrgicos” que sean, con el fin benéfico de no acrecentar aún más las distancias existentes entre el pueblo y el altar, sino recortarlas, hasta hacer posible el diálogo y el entendimiento entre jerarquía y laicos?
. Por poca sensibilidad que se tenga, por mucho que algunos se empeñen en cerrar herméticamente los ojos al sentir del pueblo, resulta increíble que a estas alturas de la formación religiosa y de la idea de Iglesia que desvela de modo tan sensato, pastoral y prudente el Papa Francisco, el concepto de “función sagrada” prime sobre el del verdadero culto a Dios, que incluye el del trato con la comunidad, vistiendo tan de “raro” a sus ejecutores, en momentos tan evangelizadores y, por tanto, en el ejercicio cotidiano de la relación personal y del ministerio.
. Antes, durante y después del rezo, de la oración y de la meditación cotidianas, es “deber de todo cristiano –jerarquía y laicos- mirarse al espejo y contemplar con honestidad y decencia su imagen, con la comprometida convicción de que ella –la imagen- será garantía y aval de su actividad y ministerio a favor de la comunidad a la que sirve “en el nombre de Dios”, con imposición de manos, o sin ella. Mirarse al espejo es tarea cristiana y social. Es sacramento o, al menos, es sacramental, por lo que rondaría lo blasfemo que el culto a la personalidad, con báculo y mitra, se haga de alguna manera, y más o menos sutilmente, presente. Los capitulares, el resto de la clerecía y no pocos seglares, los palacios, recepciones, audiencias, títulos y tratamientos cortesanos ayudan a resaltar escenas y escenarios de tan ignominiosa e ignorante culto a la personalidad.
. “Mirarse al espejo” –nosce te ipsum”, o “conócete a ti mismo”- es principio de convivencia y de sabiduría, por lo que su prescripción es esencial en el ordenamiento y decálogo divinos.
Como miembros activos de la Iglesia, lamentando los recortes antidemocráticos que todavía la definen como institución, creo provechosas, a partes iguales para la jerarquía y los laicos, estas reflexiones, superado el ingenuo trauma ético-moral de que mirarse al espejo era pecado, al menos, leve, por aquel lo de la vanidad, presunción y arrogancia monjiles.
. En la ascética primaria cristiana, mirarse al espejo, con humildad, humanidad y fervor, es sana terapia para el alma y para el cuerpo, tanto si se hace y ejecuta tal actividad con afeites y barnices, como sin ellos. El mismo dato de creerlos ya personalmente convenientes o necesarios, es argumento decisivo para la valoración ulterior. Mirarse al espejo es una gracia de Dio, pero siempre y cuando tal maniobra se ejecute con ojos limpios, sin las feas y distorsionadoras legañas producidas por las glándulas sebáceas de la enfermedad o de la desidia ético-morales. Los ojos limpios garantizan la visión que se puede y se debe tener de sí mismos.
. Pero a la vez, y en similar proporción, tal ejercicio y el empeño en su práctica, facilita la veracidad del conocimiento que los demás poseen sobre quién o quienes miran y remiran a cuantos, por su profesión, ministerio, elección, proclamación u oficio, son sus referencias, y más en el caso de que estas sean, o se digan ser, “religiosas” de alguna manera.
. Sin espejos en los que mirarse uno a sí mismo, al menos una vez al día, y en los que no se piense simultáneamente que la imagen en ellos reflejada es la que los demás tienen de los circunscritos en tan diáfano marco, el ejercicio de la autoridad al servicio del pueblo, es impracticable, por deformidad de los protagonistas –benefactores y beneficiados- de una y otra parte.
. ¿Cuáles habrán sido, son y serán las impresiones que perciban , por ejemplo, los señores obispos, al mirarse a sí mismos en los espejos, tanto en los domésticos como en los “litúrgicos”, y en las correspondientes informaciones y reportajes fotográficos con los que los medios de comunicación completen las noticias religiosas, sociales o políticas en las que se hallaron presentes, o como protagonistas? ¿Encontraron en los susodichos espejos algún signo, huella o representación de piedad, de evangelio y de religión verdadera? ¿Llegará a tanto su imaginación como para, a pesar de todo, rozar el convencimiento de que la imagen, y el espectáculo que ofrecen, resulten ser edificadores de Iglesia, evangelizadoras y ejemplares para el pueblo de Dios? ¿No les habrá asaltado ya a algunos la tentación de prescindir, o recortar, tales signos y aditamentos, por muy “litúrgicos” que sean, con el fin benéfico de no acrecentar aún más las distancias existentes entre el pueblo y el altar, sino recortarlas, hasta hacer posible el diálogo y el entendimiento entre jerarquía y laicos?
. Por poca sensibilidad que se tenga, por mucho que algunos se empeñen en cerrar herméticamente los ojos al sentir del pueblo, resulta increíble que a estas alturas de la formación religiosa y de la idea de Iglesia que desvela de modo tan sensato, pastoral y prudente el Papa Francisco, el concepto de “función sagrada” prime sobre el del verdadero culto a Dios, que incluye el del trato con la comunidad, vistiendo tan de “raro” a sus ejecutores, en momentos tan evangelizadores y, por tanto, en el ejercicio cotidiano de la relación personal y del ministerio.
. Antes, durante y después del rezo, de la oración y de la meditación cotidianas, es “deber de todo cristiano –jerarquía y laicos- mirarse al espejo y contemplar con honestidad y decencia su imagen, con la comprometida convicción de que ella –la imagen- será garantía y aval de su actividad y ministerio a favor de la comunidad a la que sirve “en el nombre de Dios”, con imposición de manos, o sin ella. Mirarse al espejo es tarea cristiana y social. Es sacramento o, al menos, es sacramental, por lo que rondaría lo blasfemo que el culto a la personalidad, con báculo y mitra, se haga de alguna manera, y más o menos sutilmente, presente. Los capitulares, el resto de la clerecía y no pocos seglares, los palacios, recepciones, audiencias, títulos y tratamientos cortesanos ayudan a resaltar escenas y escenarios de tan ignominiosa e ignorante culto a la personalidad.
. “Mirarse al espejo” –nosce te ipsum”, o “conócete a ti mismo”- es principio de convivencia y de sabiduría, por lo que su prescripción es esencial en el ordenamiento y decálogo divinos.