Teólogos-teólogas y obispos - obispas
En tiempos relativamente recientes del Nacional Catolicismo, la educación única y verdadera daba por supuesto que los niños y las niñas venían todos de París. En ocasiones, se incluía el dato de que las ilustres, ágiles, elegantes y benefactoras cigüeñas, antes o después de crotorar entre sí en lo más alto de las torres sagradas de los templos les ayudaban a padres y madres en la tarea-ministerio de la educación de la fe cristiana. El símbolo helenístico de estas aves coincidía, y coincide en parte, con la etimología del “obispo- epíscopo” – “guardián protector y vigilante” familiar.
El tiempo pasó, con demasiadas y excéntricas prisas para unos, y con perezosa y suicida lentitud para otros y, por fin, gracias sean dadas a Dios y al progreso inherente a su obra creada y re-creada, se comienza ya a saber en cristiano “de dónde vienen los niños” y hasta cual es -o debiera ser- la labor educadora de sus padres y de las instituciones financiadas por estos en los Estados y regímenes democráticos.
Y acontece que en la relación teólogos-obispos -como pontífices y supremos doctores e intérpretes de la doctrina que identifica su razón de ser en la institución eclesiástica, -“Camino, Verdad y Vida”- la renovación, cambio o reforma comienza a percibirse de manera patente. Los misterios jamás fueron sistemáticamente instrumentos y procedimientos de educación humana y divina. Más aún, de la fiel apertura de puertas y ventanas se encarga el mismo Espíritu Santo de su trinitaria misión, pese a las dificultades que se empeñen muchos en erigirlas, basándose para ello en argumentos hipócritamente sobrenaturales, con ocultación de la realidad de sus intenciones. Estas no suelen ser otras que las de los intereses propios o de sus allegados, aun cuando las presenten con ornamentos, fórmulas, formularios, preceptos y cánones que se llamen sagrados.
La teología es elemento clave en la aludida reforma. Por supuesto que lo son sus intérpretes, educadores y evangelizadores “oficiales”, siempre y por definición sacramental y canonizable, pertenecientes todos al género masculino. Una asignatura, ciencia, carrera, programa y testimonio de vida, cuyos administradores, legales y legítimos y de los que se dicen actuar “en el nombre de Dios”, tengan que ser, y sean, varones, no merece ser catalogada , estudiada y servida, y menos si a tal condición se le tenga que adscribir de por sí el añadido de “vocación”.
Teología, solo en teólogos, y explícitamente excluidas las “teólogas” además “por ser esta la voluntad de Dios”, constituye poco menos que una aberración, o “algo que se desvía o se aparta de lo que se considera y es normal y actual”. Si a tal circunstancia y condición se le añade el complemento de que tales intérpretes, además de varones, habrían de ser, fueron y son, “consagrados” y no personas seglares, las conclusiones a las que se llegan hacen pensar que carecen de lógica, de doctrina cristiana y, por supuesto, de Evangelio.
Dentro del “iter” y razonamiento, se impone en la relación de “obispos-obispas”, doctores por antonomasia y ministros super oficiales en el ministerio de la “fracción del pan”-palabra de Dios, asentados en sus respectivas cátedras, de cuya articulación gramatical procede nada menos que el étimo “catedral” con su historia, arte, grandiosidad, emolumentos, riquezas, contradicciones desconcertantes y no siempre mínimamente cristianas, por re-consagradas que sean y estén.
Todos los obispos católicos, apostólicos y romanos, todavía, y con muy cortas esperanzas de que en su colectivo se inscriban sacramentalmente quienes no pertenecen al “privilegiado” género masculino, demandan con apresuramientos pastorales igualdad en el trato respecto a la mujer por mujer, dentro de “Nuestra Santa Madre la Iglesia” y en sus aledaños, sin escatimar cuanto se refiera al “Reino de Dios o de los Cielos”, canonizado o por canonizar.
El hecho de tal discriminación eclesiástica por razones de sexo, esulta, además de ofensivo, incoherente e impropio del esquema doctrinal y canónico, por muchas y absurdas “santas tradiciones” que sean proclamadas. Es insoportable que, a estas alturas de desvelaciones históricas, y de tan dramáticas, tristes, vilipendiadas y recientes experiencias, cómo a la mayoría del episcopado español se le siga exigiendo para engrosar sus ternas posibles, haber estudiado en la Universidad Gregoriana” de Roma, con posteriores experiencias en su Curia. Esta, merecedora sobradamente de cuantos denuestos y descalificaciones, fue y es objeto y sujeto de parte del misericordioso papa Francisco.
Ambas circunstancias, y a la vista y comprobación de los hechos, deberían imposibilitar la formación- información de las citadas ternas. Ni la Curia romana ni la teología al uso de la Iglesia “en salida” y en caminos sinodales, habrían de facilitarles hoy a no pocos curas su “episcopalidad”, caso frecuente en España.
Roma dejó de ser Roma para limitarse a ser capital de Italia y en el nombre del “Vaticano” prevalecieron y prevalecen aún las sílabas del “Estado”, así como las del “Banco”, con luz más resplandeciente y substantiva que la de “Cabeza de la Cristiandad” y cátedra de un pescador-pecador cuyo nombre “Simón” (“Dios ha escuchado,” fue sacramentalizado con el de" Pedro” o “piedra”.
Y quede constancia de que la mujer, por mujer -educadora de por sí- es y está, tanto o más capacitada que el hombre -varón, para ser y ejercer de teólogo y de obispo.