La ideología de género

Me ha gustado la reciente entrada en el blog de Carmen Bellver, sobre las palabras del obispo de Córdoba y de Benedicto XVI, sobre la ideología de género. Ni a uno ni a otro, les gusta que las mujeres defiendan otro estilo de vida mucho más acorde con la ideología cristiana (el cristianismo también es una ideología, presidida por el verbo amar pero que avanza en círculos concéntricos) que predica la igualdad de todos los seres humanos con independencia de su sexo, raza o religión. En gustos no hay nada escrito y están en su perfecto derecho de pensar lo que quieran, pero no pueden negar que gracias al feminismo y a la ideología de género, las mujeres, en alguna parte del planeta, hemos recuperado dignidad y derechos.

Hay mucha confusión sobre lo que significa el género y es bueno ponerle límites a su dibujo. El sexo supone los componentes biológicos que distinguen al macho de la hembra, mientras que el género se aparta de lo biológico para introducirnos en la cultura. Cada individuo está conformando su identidad de género desde que nace a partir de numerosos factores, que le proporciona el mundo en el que vive. Ser mujer o ser varón varía en el espacio y el tiempo, pues varían los consabidos atributos que se asignan a la masculinidad y a la feminidad, modelos vacíos que cada cultura rellena con una serie de características, roles, actitudes e intereses.

Lo que se observa como un hecho común a todas las culturas es que el modelo de masculinidad aparece más valorado y tiene mayor prestigio social que el de la feminidad, de manera que termina configurando la desigualdad. Aunque es difícil generalizar, lo normal es que se tematice al varón como una entidad autosuficiente y a la mujer como una identidad defectiva. Ellos son fuertes y ellas débiles, ellos protegen y ellas se someten. A nivel del lenguaje los varones se colocan en un centro sobre el que giran todos los conceptos, teniendo las mujeres que vivir en la periferia siendo consideradas como la desviación de la norma. El “otro”, en este caso, “la otra”, es siempre inferior pues no sólo se marcan las diferencias sino que se jerarquizan.

Una pequeña historia me va a permitir reflejar la forma en la que el lenguaje nos discrimina, sin prácticamente darnos cuenta. “Un padre salió a pasear con su hijo en una moto con tan mala fortuna que chocaron contra un coche. El encontronazo fue tan brutal que el padre murió en el acto y al hijo tuvieron que llevarle al hospital más cercano para que fuera operado. Avisado y personado el cirujano de urgencia comentó la imposibilidad de hacerse cargo del caso pues el paciente era su hijo”. Me imagino que la persona que está leyendo caerá fácilmente en la cuenta de que el cirujano era la madre del muchacho pero habrá quién le de mil vueltas, sin comprender la negativa. Incluso habrá quién se incline por adjudicar una paternidad no confesada al médico del hospital, porque de primeras se relaciona cirujano con varón. Otro ejemplo claro es el de la madre de Boabdil cuando le dice a su hijo que llore como una mujer lo que no ha sabido defender como hombre (las mujeres también hemos abrazado nuestra discriminación para no ser echadas del sistema).

Los expertos de muchos momentos y de diversas ciencias trataron de encontrar razones para demostrar que la inferioridad de las mujeres era inevitable. Unos decidieron que los lóbulos frontales femeninos eran menores y cuando se comprobó que no era cierto se apostó por los lóbulos parietales que parece son mayores en los varones… etc. El científico Robert Wrigth tiene una obra The moral animal: why we are the way we are en la que defiende que las mujeres no podremos nunca compartir el poder con los varones, porque nos faltan los genes necesarios. Pequeños ejemplos de cómo la ciencia se pone al servicio de la mentalidad del momento. Freud y la histeria de las mujeres sería otro caso por no remontarnos a Aristóteles y compañía.

Cuando las famosas sufragistas del siglo XIX querían introducir mejoras en la vida del colectivo femenino cayeron sobre ellas todas las iras de la sociedad llegando incluso a encarcelarlas. El pretexto era que alteraban el orden público propugnando una causa antinatural que podía acabar con la sociedad establecida. Al coro de voces políticas se sumaron las religiosas aportando ideas en pro de la exclusión que consideraban era querida por Dios.

Me contaba hace unos años un obispo americano amigo, que se había educado en un colegio de chicos, que estuvo muchos años en el seminario rodeado de jóvenes y que no tenía hermanas. El hombre era mayor y reconocía que no se sentía cómodo junto a una mujer (yo añado que en plan de igualdad). Tengo la impresión de que ese miedo a la mujer planea sobre la mente de muchos de nuestros eclesiásticos, que ven que los postulados que defiende la ideología de género chocan de frente contra el modelo tradicional que ha defendido la Iglesia a lo largo de los siglos. Contra la forma de ser y actuar de sus maravillosas madres y hermanas.

Está bien que denuncien los desmanes, presentes en todo colectivo, pero no reconocer que la ideología de género era necesaria y está dando sus frutos es negar lo evidente. Mejor sería que recordaran a los varones que tienen que echar una mano para atender a los colectivos más desprotegidos de la sociedad, niños y ancianos, antaño al cuidado de manos femeninas que ahora piden colaboración.
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