Crucifixión. Por esta vez, la muerte no será en el Calvario

La crucifixión no es el suplicio de Jesús únicamente. Los crucificados han sido y son incontables. El poema que ofrezco se escribió en un golpe de conmoción ante la muerte en cruz de Cristo y ante los innumerables crucificados de la historia y de un presente vivo.

El texto es de principios de 1976, recién fallecido el general Franco y en los comienzos convulsos y aún muy inciertos de la transición española. Se podría pensar que todo aquello son ya aguas pasadas. Pero, por desgracia, en el mundo hay un altísimo porcentaje de países en los que se gobierna o desgobierna a sus pueblos con los más bárbaros y (o) refinados procedimientos de las siempre negadas y, sólo hasta donde se puede, disimuladas dictaduras. Una babeante e invasiva información suele ocupar los primeros puestos en el ranking de las torturas del cuerpo y del alma. Los versos van, pues, a Jesús y a todos los millones de “crucificados”.

CRUCIFIXIÓN


Como toda esta historia se estaba convirtiendo en un cuento,
el Nazareno se ha bajado de la cruz limpiamente,
ha sometido a una cura de urgencia sus cinco llagas
y ha cubierto su desnudez con un traje de confección de ciudadano medio.


En vez de corona de espinas se ha calado un sombrero,
o, qué se yo, una boina, o nada,
lo que se estile entre las gentes.


Y ahora sí, comienza en este instante
un espectáculo para mayores sin esperanzas:
Como por arte de dictadura
corre a su alrededor un comando de corteses esbirros
que le ordenan, ay, sin miramientos
cerrar la boca, que le ponen
bozal a la Palabra.


Dicen las Escrituras que si se hizo carne por los hombres;
las circunstancias mandan, por lo visto,
que se haga carne de cordero mudo, que se vuelva
su espada de dos filos torpe maza,
que diga amén, amén a una liturgia lúgubre.


Mas esto es sólo parte del suplicio.
Ahora vienen los técnicos de la palabra maltrecha,
los pretéritos indefinidos de de la mabigüedad activa,
los futuros perfectos de la información subjetiva
y los pluscuamperfectos generales de las desolación pasiva.
Colocan
una corona de altavoces “sobre su augusta cabeza”;
las voces punzan, hacen mil heridas y desgarros.
Le corre al Encausado mucha sangre caliente
alma abajo y humanidad arriba. Tiembla,
si no es de indignación, de escalofrío,
de escalosangre, escalollanto
de Redentor.


El show prosigue. Traen ya los técnicos
una corona de pequeñas pantallas.
Para más perfección colocan a sus pies un podio giratorio.
¡Hale, la fiesta brava, la tortura
de la era espacial, el cepo y la mancuerda de la mente,
los pinchazos en el entendimiento,
el cigarro en los senos de la pobre memoria,
el orquestal bofetón a la conciencia,
la patada en aquellas famosas del alma donde se pierde el sentido!


¡Qué giro universal de luces y sombras,
latigazos de cámara, cantos de fanfarria, voces
sonoras y ahuecadas como, si salieran de un cesto
tongos de rosas, circos de mentira,
sonrisa, azúcar, oraciones,
cactus, caricias, cadenas,
saliva, sangre, sales, salamandras,
cuarentenas, cucañas, cucarachas
y una amalgama chirriante de chicharras y chillos!


Jesús cierra los ojos. Crece
en su barba y cabellera un terremoto antiguo
y la espuma del Mar Muerto en los dientes.
Su cabeza da vueltas,
alto planeta ardiendo y calcinándose
alrededor de su eje de ceniza.
Su pecho espera la lanzada cierta
de las tres de la tarde.


Mas sus verdugos pueden sestear tranquilos:
por esta vez su muerte no será en el Calvario.


(1976)
(Obra poética, p. 236-7).
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