Samaritano soy (Jn 4,5-42). Domingo III de Cuaresma
Dime, Señor, quién eres, tú que te sientas cansado junto al manantial de Sicar. Samaritano soy, maravillado y confuso. Dime quién eres y por qué te rebajas a decirme: “Dame de beber”. Dime quién soy yo para escuchar tu voz, tu ruego junto al pozo de Jacob. Suenan tan misteriosas tus palabras cuando me ofreces “agua viva”… Samaritano soy, pobre y mortal, y tú me hablas de un “agua que salta hasta la vida eterna”. ¿De verdad que quien la beba nunca más tendrá sed? Pronto, Señor, dame de ese altísimo surtidor de agua que sacia para siempre y nos hace inmortales.
Sí, adorar a Dios en un templo o en otro no tiene importancia mayor, porque Él está, crea, da vida, ama en todas partes. En todas lo he llamado alguna vez a gritos. En no pocas ocasiones, y esto me hace feliz, con palabras de entregada ternura.
Acabas de adivinar a esa mujer sus cinco maridos, y el sexto, que no es el suyo. Y, a lo que se ve, la has dejado maravillada y temblando. Samaritano soy. Tú me sondeas y me conoces, y adivinas hasta el fondo mi vida sin que precise contártela. Tantas, tantas veces crecieron dentro de mí la confusión y el desorden. Tantas la soledad que me aviva hasta el extremo la sed del agua que tú ofreces.
Junto al pozo de Jacob, espero y espero al Mesías sin saber acaso quién es ni cuándo vendrá. O acaso está hace ya mucho tiempo junto a mí pidiéndome de beber. O lo estoy ya amando con toda la abrasada impaciencia de mi sed. Te estoy amando, Señor, y esperando, como esa mujer, a que vengas por fin un día y “nos lo digas todo”.
Y ahora, Señor, que te he ofrecido un poco de agua abriéndote el pozo de mi alma, ahora que tú me abres el pozo de tu amor sin límites, dejaré mi cántaro e iré corriendo a la ciudad a gritarle a la gente quién eres tú y a contarles todo lo que me has adivinado.
Seguro que muchos vendrán a conocerte y a oír tu voz. Seguro que creerán en ti. No por lo que yo les diga, sino por lo que ellos mismos oigan de ti. Y porque sabrán que tú “eres en verdad el Salvador del mundo”.
Sí, adorar a Dios en un templo o en otro no tiene importancia mayor, porque Él está, crea, da vida, ama en todas partes. En todas lo he llamado alguna vez a gritos. En no pocas ocasiones, y esto me hace feliz, con palabras de entregada ternura.
Acabas de adivinar a esa mujer sus cinco maridos, y el sexto, que no es el suyo. Y, a lo que se ve, la has dejado maravillada y temblando. Samaritano soy. Tú me sondeas y me conoces, y adivinas hasta el fondo mi vida sin que precise contártela. Tantas, tantas veces crecieron dentro de mí la confusión y el desorden. Tantas la soledad que me aviva hasta el extremo la sed del agua que tú ofreces.
Junto al pozo de Jacob, espero y espero al Mesías sin saber acaso quién es ni cuándo vendrá. O acaso está hace ya mucho tiempo junto a mí pidiéndome de beber. O lo estoy ya amando con toda la abrasada impaciencia de mi sed. Te estoy amando, Señor, y esperando, como esa mujer, a que vengas por fin un día y “nos lo digas todo”.
Y ahora, Señor, que te he ofrecido un poco de agua abriéndote el pozo de mi alma, ahora que tú me abres el pozo de tu amor sin límites, dejaré mi cántaro e iré corriendo a la ciudad a gritarle a la gente quién eres tú y a contarles todo lo que me has adivinado.
Seguro que muchos vendrán a conocerte y a oír tu voz. Seguro que creerán en ti. No por lo que yo les diga, sino por lo que ellos mismos oigan de ti. Y porque sabrán que tú “eres en verdad el Salvador del mundo”.