De ministros... a criados
Uno está celebrando o a punto de celebrar estos días sus Bodas de Oro de cura. En dos frentes: en el de mi diócesis de Pamplona y en el de antiguos compañeros de la Universidad de Comillas. Los de casa nos encontramos a menudo y nos hemos visto envejecer. Con los segundos habrá que hacer un arduo ejercicio de anagnórisis, de reconocimiento, como en la poética aristotélica. A todos se nos repetía a menudo la palabra ministros (ministros del Altísimo, ministros de la Iglesia), elevado status espiritual que íbamos a alcanzar y en el que se iba a situar nuestro apostolado (nuestra labor). Y, tan expertos en latines, no dábamos en la idea de que en la antigüedad y en esa lengua, la oficial de la Iglesia, aquello significaba propiamente que íbamos a ser los criados o servidores del pueblo de Dios, de la gran Iglesia de los bautizados. O sea, el mismo fenómeno que se da con la palabra “ministro” en la esfera política. Etimológicamente y en origen, ministerio de esto o de lo otro no remite a algo en sí muy apetecible, palabra que suene a gloria, sino a institución entregada a los servicios que se le deben al pueblo en un determinado sector.
EN EL ALTAR DE DIOS
(En la elevación de mi Primera Misa)
"Al Dios que alegra mi juventud"
(Sal 43)
"Mi alma engrandece al Señor"
(Del Magnificat)
En el altar de Dios amanecía
mi juventud apresuradamente.
El sol giraba ya sobre mi frente
en el altar del Dios de la alegría.
Desde mis manos tanta luz subía
hacia el final de la mañana ardiente,
que levanté deslumbradoramente
la glorificación del mediodía.
En esta cumbre donde me encaramas
ha comenzado sobre mi cabeza
un alto juego de constelaciones.
Como ha de atardecer, desde las llamas
humildemente canto mi grandeza
para que la oigan las generaciones.
(Innsbruck, marzo de 1961)
(Obra Poética, p.152)
En el poema, el momento de la elevación es un mediodía de luz, deslumbradoramente alzado por el misacantano, una altísima ascensión que alcanza el juego con los astros. La grandeza no se pone en el Poderoso, como hace María en el Magníficat, sino en el afortunado celebrante. Bien es verdad que éste advierte su desmesura y canta humildemente esa “grandeza”. Incluso deja caer que tanta luz no es definitiva, cuando cautelosamente avisa: Como ha de atardecer...
No me arrepiento de estos versos juveniles. Tampoco me he arrepentido nunca de mi condición de cura, incluso en los momentos duros de atardecida, cercana la noche, que nunca faltan. Uno ha experimentado muchas veces aquello que Pablo atribuye a Jesús: "Mejor es dar que recibir". No me arrepiento, y hasta me siento bien en la manifiesta y bendita ingenuidad del poema.
Nuestra generación ha conocido cambios muy recios en la Iglesia y en el mundo. Un buen número de compañeros dejaron el “ministerio” y cambiaron de vida. Conservo la amistad con unos cuantos, gente buena y de ley. Casi en los comienzos de nuestro sacerdocio seguimos apasionadamente las sesiones del Vaticano II. Vivimos con ilusión el diseño de la Iglesia nueva que el Concilio ofrecía. Luego, las expectativas han sido considerablemente rebajadas. En parte, por el implacable secularismo. En parte por el freno que los miedos o los fallos humanos han puesto a una Iglesia que, en nombre de Jesucristo y movida por el Espíritu, está llamada a ofrecer toda la luz, la alegría y la riqueza del Evangelio. En parte, quizá, por la estructura histórica, teológicamente modificable, del servicio “jerárquico”, de los cuadros que canalizan el ministerio, el servicio a la comunidad eclesial (piénsese, por ejemplo, en el sistema empleado en el nombramiento de los obispos y en los mecanismos de promoción de la cúpula “de servicios”). Pero las limitaciones de los creyentes -incluidas, por supuesto, las propias nuestras- no pueden acabar con nuestra ilusión ni disminuir nuestra fe y nuestra confianza en Jesucristo, “cabeza del cuerpo de la Iglesia”.
He recibido ya enhorabuenas y muestras muy agradables de cariño. Enhorabuenas que deseo a mis compañeros de Pamplona y Comillas y a todos los abueletes de la Iglesia que en estas semanas recuerdan los cincuenta años de su sacerdocio.