Autoridad de los cristianos (15.7.18)
”Llamó Jesús a los Doce y les fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritu inmundos. Salieron a predicar la conversión, echaban demonios, ungían con aceite a muchos y los curaban”
Doce es un número simbólico que de algún modo evoca las doce tribus que integraban la totalidad del pueblo judío. El mensaje por tanto es en cierto modo para todos los bautizados que también son enviados a la misión por el hecho de ser discípulos. Transmitir el Evangelio no solo tarea de los obispos, presbíteros o religiosos. Es tarea de todos los bautizados. A ver si salimos de esa patología llamada clericalismo que consiste en reducir la Iglesia a los clérigos. La mayoría de los bautizados no son clérigos y son los que en el mundo y desde dentro del mundo realizan la misión de la Iglesia: hacer inolvidable a Jesucristo y su mensaje.
Según el evangelio todos los cristianos somos envidos “para echar demonios”; es decir para combatir y animar el combate contra tantas fuerzas malignas que desde la intimidad del ser humano y desde las organizaciones políticas o religiosas tiran a las personas por los suelos pisoteando su dignidad. “Y para curar enfermos ungiéndoles con aceite”; en la tradición bíblica el aceite es símbolo de alivio, medicina y fortaleza. Dos tareas de primera necesidad en nuestra sociedad tan desfigurada por las fuerzas malignas que manifiestan sus garras en la corrupción y en la injusticia.
Para realizar esas tareas todos los cristianos hemos recibido “autoridad”. Pero no confundamos autoridad con autoritarismo que significa imposición por la fuerza; una deformación que frecuentemente tiene lugar no solo en la organización política sino también dentro de la misma Iglesia donde sobran trepas y amos faltos de amor. “Autoridad” etimológicamente quiere decir ayuda para que el otro sea él mismo. Según el evangelio, los oyentes de Jesús concluían: “habla con autoridad”; no como algunos maestros de la Ley que decían una cosa y en su conducta práctica no eran consecuentes. La autoridad que hoy debemos ejercer los cristianos en nuestra cultura cada vez más alejada de la Iglesia, debe ser la autoridad de quien, con su forma de vivir expulsa los demonios de la fiebre posesiva y la codicia insaciable. La autoridad del buen samaritano que se apea de su cabalgadura y posterga sus proyectos para curar las heridas del maltratado y tirado en la cuneta.
Sí, la Iglesia debe tener una presencia pública en la sociedad. No solo porque es un derecho de toda institución con tal de que acepte el orden público y no vaya contra el bien común. También porque la Iglesia debe proclamar un evangelio que es para todos. Pero ¡cuidado! Se trata de un nuevo modo de presencia pública, un nuevo estilo. Una presencia no triunfalista, de privilegio político y de poder que se impone por la fuerza, sino una práctica de vida donde se manifiesten los valores de la compasión, la justicia, la comprensión y del amor que se entrega sin esperar nada a cambio. Es la autoridad que tienen quienes respiran y actúan con el espíritu de Jesucristo.
Doce es un número simbólico que de algún modo evoca las doce tribus que integraban la totalidad del pueblo judío. El mensaje por tanto es en cierto modo para todos los bautizados que también son enviados a la misión por el hecho de ser discípulos. Transmitir el Evangelio no solo tarea de los obispos, presbíteros o religiosos. Es tarea de todos los bautizados. A ver si salimos de esa patología llamada clericalismo que consiste en reducir la Iglesia a los clérigos. La mayoría de los bautizados no son clérigos y son los que en el mundo y desde dentro del mundo realizan la misión de la Iglesia: hacer inolvidable a Jesucristo y su mensaje.
Según el evangelio todos los cristianos somos envidos “para echar demonios”; es decir para combatir y animar el combate contra tantas fuerzas malignas que desde la intimidad del ser humano y desde las organizaciones políticas o religiosas tiran a las personas por los suelos pisoteando su dignidad. “Y para curar enfermos ungiéndoles con aceite”; en la tradición bíblica el aceite es símbolo de alivio, medicina y fortaleza. Dos tareas de primera necesidad en nuestra sociedad tan desfigurada por las fuerzas malignas que manifiestan sus garras en la corrupción y en la injusticia.
Para realizar esas tareas todos los cristianos hemos recibido “autoridad”. Pero no confundamos autoridad con autoritarismo que significa imposición por la fuerza; una deformación que frecuentemente tiene lugar no solo en la organización política sino también dentro de la misma Iglesia donde sobran trepas y amos faltos de amor. “Autoridad” etimológicamente quiere decir ayuda para que el otro sea él mismo. Según el evangelio, los oyentes de Jesús concluían: “habla con autoridad”; no como algunos maestros de la Ley que decían una cosa y en su conducta práctica no eran consecuentes. La autoridad que hoy debemos ejercer los cristianos en nuestra cultura cada vez más alejada de la Iglesia, debe ser la autoridad de quien, con su forma de vivir expulsa los demonios de la fiebre posesiva y la codicia insaciable. La autoridad del buen samaritano que se apea de su cabalgadura y posterga sus proyectos para curar las heridas del maltratado y tirado en la cuneta.
Sí, la Iglesia debe tener una presencia pública en la sociedad. No solo porque es un derecho de toda institución con tal de que acepte el orden público y no vaya contra el bien común. También porque la Iglesia debe proclamar un evangelio que es para todos. Pero ¡cuidado! Se trata de un nuevo modo de presencia pública, un nuevo estilo. Una presencia no triunfalista, de privilegio político y de poder que se impone por la fuerza, sino una práctica de vida donde se manifiesten los valores de la compasión, la justicia, la comprensión y del amor que se entrega sin esperar nada a cambio. Es la autoridad que tienen quienes respiran y actúan con el espíritu de Jesucristo.