La Iglesia católica ante la violencia de Estado Las denuncias de monseñor Duffé sobre la represión en Colombia
Después de su salida del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, el sacerdote visitó el país suramericano y fue testigo de la respuesta violenta del Gobierno contra las protestas iniciadas en abril
A través de un testimonio de reciente divulgación, Duffé dio a conocer su visión de la crisis de derechos humanos en el marco del paro nacional
Según él, la Iglesia católica debe constituirse en un actor de la palabra compartida y del diálogo
Según él, la Iglesia católica debe constituirse en un actor de la palabra compartida y del diálogo
Miguel Estupiñán, corresponsal en Colombia
—No puedo volver a ver claramente, pero quiero continuar el movimiento para una vida mejor —le oyó decir Bruno-Marie Duffé a un estudiante colombiano que perdió un ojo “cuando una granada fue lanzada contra él”.
El recuerdo lo lleva a flor de piel el sacerdote francés que hasta junio de este año se desempeñó en el Vaticano como secretario del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral y que entre el 3 y el 12 de julio visitó Colombia, como parte de una misión de observación internacional sobre la represión del Gobierno contra la ola de protestas iniciada en abril.
Tras visitar varias zonas del país y reunirse con organizaciones sociales, víctimas y entidades estatales, la misión concluyó que en el escenario de las movilizaciones se presentaron al menos once patrones de violaciones a los derechos humanos, por parte de agentes del Estado: homicidios selectivos; lesiones personales; tortura, tratos crueles, inhumanos y degradantes; lesiones oculares; agresiones con armas de fuego; violencias basadas en género; violencia y tortura sexual; detenciones arbitrarias e ilegales; judicializaciones arbitrarias; desapariciones forzadas; estigmatizaciones, señalamientos y persecuciones.
Recientemente el Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP), institución de la Compañía de Jesús en Colombia, dio a conocer un testimonio escrito por monseñor Duffé con las reflexiones que le dejó dicho viaje. El documento está fechado el 4 de agosto, pero solo hasta esta semana comenzó a difundirse masivamente.
En el contexto de otros pronunciamientos de sectores del catolicismo sobre lo ocurrido durante el “paro nacional”, el testimonio de Duffé comparte con un comunicado suscrito en mayo por el CELAM el rechazo a la respuesta dada por el Gobierno de Iván Duque a las movilizaciones. Pero añade una aguda lectura sobre la profundización de la crisis y el papel que hubo de cobrar en ella “la ausencia total de mediación”. El sacerdote advierte que, en caso de perpetuarse, dicha ausencia podría tener “dos consecuencias inquietantes” en el futuro inmediato, más allá de lo sucedido en el marco del paro: por una parte, la tendencia creciente a “justificar posturas sin voluntad real de salida del conflicto” y, por otra, “una amplificación de la violencia”.
A su juicio, los actores de la protesta social vivieron durante las movilizaciones “una experiencia de democracia directa, frágil pero real”. Duffé subraya el protagonismo de los jóvenes, cuyo deseo, según él, ha sido “preparar y construir el futuro”, abriendo acceso a “formación, empleo, casa digna, vida digna, libertad de expresión, vida afectiva respetada, cultura”. Después de calificar como un crimen contra la humanidad la violencia ejercida contra estos por parte de la fuerza pública, señala como dos obstáculos para la conciliación la impunidad y la “interpretación sacrificial” que fue escalando semana a semana, mientras crecía, también, el número de muertos, hasta contarse por decenas.
Según él, lo que se vivió en el país a partir del 28 de abril fue una insurrección social, que el Gobierno intentó ahogar en sangre, si bien esta partía de reclamos justos frente a “demasiadas desigualdades sociales y económicas; demasiada corrupción y violencia contra los más pobres; y demasiado desprecio para con los jóvenes, los trabajadores y trabajadoras y los representantes de la sociedad civil”.
La Iglesia como actor de diálogo
Según narra Duffé, mientras la misión de observación internacional de la que él hizo parte en julio llevaba a cabo su labor, “muchos [entre los manifestantes] fueron sorprendidos de hallar un sacerdote en la calle, cerca de ellos, venido de Europa y que tenía su tiempo para escucharlos a ellos (y consolarlos también cuando unos padres lloraban a su hijo muerto en la tortura)”. Esa experiencia de estar cerca del dolor marcó su paso por Colombia y las semanas siguientes. Al sacar en limpio sus reflexiones vinieron a su mente dos frases. Estas profundizan el tono profético de su texto: «la desnudez del rostro del otro te dice: «¡no matarás!», de Emmanuel Levinas; y una proveniente de la pluma de Hannah Arendt: hacer la guerra contra el pueblo es un error criminal.
“¿Cómo se puede salir de la repetición que cierra la puerta a todas las iniciativas de paz en Colombia?”, escribiría Duffé. Mediante un pacto por la vida, la afirmación de la autoridad del derecho y la mediación social, asegura el sacerdote. A su juicio, en este último campo la Iglesia católica puede desempeñar un rol fundamental: “puede ser un actor de la Palabra compartida, del diálogo, de la promesa mutua y del perdón. Viviendo con y para el pueblo, en memoria de Jesús, hombre libre e «hijo bien amado del Padre»”.
Jóvenes que sufrieron mutilación ocular por el ESMAD, siguen en la resistencia. Portal de la resistencia, Bogota, Colombia. #ParoNacional28M#SOSColombiaDDDHHpic.twitter.com/rs1E659KA2
— CAPS-Colombia (@CapsColombia) May 28, 2021
El estudiante víctima de mutilación ocular con el que Duffé habló en su pasó por el país se llama Jonatan. El sacerdote lleva en su recuerdo no solamente la conversación, sino la identidad del otro y eso es importante: el muchacho no equivale a una cifra más entre las decenas de jóvenes heridos por la fuerza pública. Durante su encuentro, dice Duffé, ambos lloraron silenciosamente. E ido el defensor de derechos humanos, no ha olvidado este la escena. Así cierra su testimonio el sacerdote francés: “Cada noche yo rezo con Jonatan, con los padres que lloran a sus hijos y con todos y todas”.
A continuación el texto completo de monseñor Duffé:
"Lo que viven, desde abril de 2021, muchos ciudadanos colombianos, y particularmente jóvenes, trabajadores sin empleo, mujeres e indígenas, migrantes en su propio país, se puede presentar como una «insurrección social y política». El «Paro Nacional» es una expresión de desesperanza y la expresión clara de una negativa al «demasiado»:
- Demasiadas desigualdades sociales y económicas.
- Demasiada corrupción y violencia contra los más pobres.
- Demasiado desprecio para con los jóvenes, los trabajadores y trabajadoras y los representantes de la sociedad civil.
La respuesta del Estado es una «represión violenta, brutal y desmesurada» con acciones extremas: amenazas de muerte contra manifestantes y sus familias; detenciones; torturas; mutilaciones; agresiones sexuales; asesinatos de jóvenes y niños de menos de 16 años.
Esta agresión física – que caracteriza la represión al movimiento social – quiere destruir, no solamente el movimiento mismo, sino también el cuerpo social, con el maltrato a los cuerpos de los actores.
No hay ya referencia al derecho; no hay referencia a los derechos humanos fundamentales: derecho a la vida y a la integridad física y moral; derecho a la protección y a la participación ciudadana. Cada iniciativa popular parece interpretada por el Estado y la fuerza pública como una conspiración que debe ser aplastada.
La desnudez de los ciudadanos – caracterizada por la fragilidad extrema de los rostros (El filósofo Emmanuel Lévinas dijo: «la desnudez del rostro del otro te dice: «¡no matarás!») y particularmente la de los ojos – contrasta, de una manera enorme y dramática, con las máquinas de guerra utilizadas, de manera encarnizada, por la Policía y la fuerza pública, en particular por los miembros del ESMAD (Escuadrón Móvil Antidisturbios). La respuesta de guerra contra el «grito de los pobres» provoca un trauma en todo aquél que tiene la inteligencia del sentido común y del corazón. Hacer la guerra contra su pueblo es, como dijo Hannah Arendt, un error criminal.
Esta experiencia ciudadana y comunitaria tiene 3 bases y apoyos esenciales:
- El territorio: barrio; calle; comunidad; «casa común» (a veces viejas casas que son lugares de encuentros, conversaciones y formaciones diversas: política, arte, poesía, organización colectiva…).
- La práctica de la palabra y de la solidaridad concreta (incluso la curación de los heridos y la escritura de una memoria colectiva).
- El debate y el proyecto para el futuro (educación, empleos, desarrollo, afectividad, vida común).
La paradoja más fuerte de esta situación es que los actores de la protesta social viven una experiencia de democracia «directa», frágil pero real.
Se puede hablar de «una ruptura entre dos mundos» que es también la ruptura muy grave del «pacto social»: condición del paso del «estado de guerra permanente» al «estado social durable» (cf. Thomas Hobbes). Los jóvenes encarnan una generación y un futuro que el poder, auto centrado y cerrado en una lógica de supervivencia, no quiere mirar. Esta ruptura social, amplificada por la violencia brutal y ciega de la fuerza pública y, al mismo tiempo, por la impunidad de los actores de crímenes, lleva a pensar en un futuro muy doloroso en Colombia. La ruptura es también entre el mundo social y el mundo político.
La ausencia total de mediación es lo que aparece: de lugar o de vínculo para permitir una confrontación verbal entre las posiciones, con un debate contradictorio, lo que hace temer dos consecuencias inquietantes:
- Una «consecuencia ideológica», que puede justificar posturas sin voluntad real de salida del conflicto.
- Y una «consecuencia física», con una amplificación de la violencia hasta un control sistemático a las personas (que ya se está dando).
Las dos posturas podrían confirmar que tenemos una nueva forma de dictadura.
Entonces la urgencia sería de crear y mantener espacios de intercambio entre ciudadanos y los que tienen una autoridad local (alcaldes) o más amplia («Defensoría del Pueblo» y personalidades de la Salud; de la Educación; de la Cultura; Premios Nobel; Iglesias). Muchos fueron sorprendidos de hallar un sacerdote en la calle, cerca de ellos, venido de Europa y que tenía su tiempo para escucharlos a ellos (y consolarlos también cuando unos padres lloraban a su hijo muerto en la tortura). Se trata de pensar y actuar mediante una mediación social – o interacción – que parece como el corazón de la referencia urgente al derecho humanitario.
La referencia a los derechos humanos se reventó con la represión. Nadie cree ya en esa protección fundamental de la dignidad del otro, aunque los jóvenes expresan claramente su deseo de vivir, de vivir juntos y de realizar un proyecto de vida, personal y comunitaria. La dignidad se recibe para darla en la mirada al otro.
El papel de los jóvenes es central en la protesta social. Su deseo es claro: preparar y construir el futuro: formación, empleo, casa digna, vida digna, libertad de expresión, vida afectiva respetada, cultura.
Hay que decir claramente: el asesinato de jóvenes – con tortura, que busca reducir al silencio al que no se quiere escuchar – es una forma de «crimen contra la humanidad». Los jóvenes son el futuro de Colombia, como en todos los países. Pero son también el futuro de la humanidad. Entonces matar a jóvenes, a sus hijos, es matar también el futuro de la humanidad. La palabra puede parecer dura pero ella describe realmente lo que se vive en Colombia, hoy.
La conciliación «imposible» (por el momento presente), justificada, por un lado, por la impunidad, y, por otro lado, con una interpretación «sacrificial», más o menos inconsciente, de la «primera línea» (los que conducen la protesta y viven el riesgo de ser heridos o asesinados) hace pensar que el movimiento va a continuar en los meses que vienen. Cada día se anuncian nuevas muertes violentas de jóvenes. Eso amplifica la desesperanza de un pueblo que tiene tanta sed de paz. Las elecciones (en 2022) parecen para los actores del movimiento social, como el último momento de un mundo que se muere, sin proyecto ni dignidad: un mundo que va a desaparecer. En eso se expresa también “la ruptura” entre los mundos.
¿Es todavía viable una consideración pacífica del otro? ¿Cómo pensar un puente entre los mundos y las generaciones? Podríamos pensar en personalidades morales que hacen mucha falta. Existen personas que tienen una gran consciencia, pero ¿cómo pueden continuar sin apoyo? Aparece aquí el papel determinante de la comunidad internacional… actualmente silenciosa.
Sin embargo, en Colombia, en América Latina y en el mundo actual, todos pueden ganar, ofreciendo cuidado – y curación – a los y las que están en la calle. Ellos y ellas llevan en efecto iniciativas que faltan en el desarrollo integral del país. Aprender, desarrollar sus talentos, trabajar, hablar con libertad y crear.
Como dice una inscripción sobre una pared de un barrio, en la región de Bogotá : «Crear es creer; creer es crecer».
Eso expresa el espíritu y el fondo del movimiento popular. No se trata solamente de rechazar un impuesto suplementario (particularmente injusto en un contexto de crisis sanitaria), sino de una petición de respeto a las personas: mujeres, jóvenes, pobres, migrantes, personas homosexuales, personas enfermas o frágiles, líderes sociales, tan maltratados desde años y detenidos como presos políticos. Las peticiones dicen que no se puede vivir en un sistema mafioso en el cual el narcotráfico conduce la economía y la vida pública.
(NB: El narcotráfico permanece en la sombra del país: sabemos que eso solo permite que se continúe un sistema de corrupción, en el que el derecho ha perdido su autoridad y trascendencia.)
¿Cómo se puede salir de la repetición que cierra la puerta a todas las iniciativas de paz?
Necesita Colombia un proceso que tiene tres referencias determinantes:
- La necesidad de «un Pacto por la vida»: afirmar de nuevo el valor de cada vida, con una consideración a los niños, adolescentes y los que sufren de la injusticia social.
- La necesidad de afirmar de nuevo la autoridad del derecho público y de los derechos humanos que no permita que un movimiento social – con personas que tienen sus manos vacías y que no tienen armas – sea ahogado en sangre.
- La necesidad de una mediación social que es la única posibilidad de salvar el «pacto social», con una práctica, en todos los lugares: escuelas, empresas, barrios y campo, iglesias y casas comunes, de la palabra compartida, del debate y de una responsabilidad común para «el bien común».
La Iglesia puede ser un actor de la Palabra compartida, del diálogo, de la promesa mutua y del perdón. Viviendo con y para el pueblo, en memoria de Jesús, hombre libre e «hijo bien amado del Padre».
Me dijo Jonatan – estudiante que ha perdido un ojo, cuando una granada fue lanzada contra él – «No puedo volver a ver claramente y eso es duro, pero tengo la vida y quiero continuar el movimiento para una vida mejor».
Y hemos llorado juntos silenciosamente.
Cada noche, yo rezo con Jonatan, con los padres que lloran a sus hijos y con todos y todas".
Bogotá, 4 de Agosto de 2021