Homenaje del obispo de San Sebastián a los curas en su primera carta pastoral Fernando Prado pide juzgar a los curas sin "las falsas imágenes creadas y agrandadas a golpe de titular, que distorsionan la realidad"

Prado con algunos de sus curas
Prado con algunos de sus curas

Todos los días rezo por mis sacerdotes. Ese “mis” no es algo posesivo. Es, simplemente,  un sentimiento de identificación, de afecto, de ternura y cercanía. Es como cuando hablo de  “mi” familia, de “mis” amigos

"Primeramente, por la paciencia que tienen  conmigo, pero, sobre todo, por el trabajo admirable que hacen cada día sembrando el  Evangelio, tantas veces de forma callada, con sacrificios personales y no poco esfuerzo"

Los curas guipuzcoanos, según su obispo, "no son perfectos, pero son buenos. Y lo son de verdad. Quieren  a la gente y la gente los quiere"

"Nuestra  diócesis y nuestra sociedad guipuzcoana le debe mucho a nuestros hermanos sacerdotes  mayores. Gracias a ellos, la fe sigue viva entre nosotros. Gracias a ellos, nos ha llegado el  gran regalo del Evangelio que es, en definitiva, lo más importante. No lo podemos olvidar.  No lo queremos olvidar. Sí, nuestros sacerdotes son y han sido extraordinarios"

Sin sus sacerdotes (en una Iglesia todavía poco sinodal), los obispos no son nadie. Los curas conforman el corazón de los servidores de una diócesis. Lo sabe muy bien el obispo de San Sebastián, el claretiano Fernando Prado, y, por eso, a ellos, a sus curas, les dedica su primera carta pastoral, en la fiesta de un de los más santos y conocidos curas del mundo, San Juan María Vianney, el cura de Ars.

Monseñor Prado reconoce de entrada que está conociendo a sus curas y que "cuanto más los conozco, más los admiro y los quiero". Y añade que siente por ellos estima y gratitud: "Primeramente, por la paciencia que tienen  conmigo, pero, sobre todo, por el trabajo admirable que hacen cada día sembrando el  Evangelio, tantas veces de forma callada, con sacrificios personales y no poco esfuerzo".

El viaje de tus sueños, con RD

Catedral de San Sebastián

A juicio del prelado vasco, los curas "son los que nos sirven la Palabra y también el pan y el vino de la alegría, los que nos ofrecen  la gracia de la presencia de Dios en sus sacramentos y con su personal cercanía como pastores".

Fernando Prado pide a la gente que se acerque a los curas, sin hacer caso de "los prejuicios ambientales, las falsas imágenes creadas y agrandadas a golpe de titular, que distorsionan la realidad, condicionan nuestra percepción y nos  alejan de su verdad".

Tras el 'palo' a los medios del único obispo periodista del episcopado español, asegura que los curas guipuzcoanos "no son perfectos, pero son buenos. Y lo son de verdad. Quieren  a la gente y la gente los quiere". Más aún, a su juicio, son "verdaderos héroes".

Porque vivimos en un mundo complejo y polarizado, donde "el sacerdote tiene que construir  puentes entre la ley y la misericordia; entre sueños o ideales y la realidad que se impone; entre  la exigencia y la comprensión; entre los unos y los otros, en medio de una polarización que  afecta a todos y a todo. También a la comunidad eclesial".

Sacerdotes, según el obispo guipuzcoano, que viven en "fraternidad sacerdotal" real y "no de boquilla" y, además, siempre disponibles para evangelizar y construir el Reino, allí donde les mande el obispo.

Por eso, monseñor Prado pide reconocimiento a los curas: "Nuestra  diócesis y nuestra sociedad guipuzcoana le debe mucho a nuestros hermanos sacerdotes  mayores. Gracias a ellos, la fe sigue viva entre nosotros. Gracias a ellos, nos ha llegado el  gran regalo del Evangelio que es, en definitiva, lo más importante. No lo podemos olvidar.  No lo queremos olvidar. Sí, nuestros sacerdotes son y han sido extraordinarios".

Y tras reconocer que los curas también tienen sus debilidades y fragilidades, termina dándole las gracias: "¡Gracias! Gracias por ser lo que sois. Con el apóstol diré: 'Doy gracias a Dios sin  cesar por vosotros' (Ef 1, 16)".

Obispo y curas de San Sebastián

NUESTROS SACERDOTES 

Carta Pastoral al pueblo de Dios que peregrina en Gipuzkoa con motivo de la memoria de San Juan María Vianney 

Queridos diocesanos: 

Todos los días rezo por mis sacerdotes. Ese “mis” no es algo posesivo. Es, simplemente,  un sentimiento de identificación, de afecto, de ternura y cercanía. Es como cuando hablo de  “mi” familia, de “mis” amigos. No son míos. Más bien lo que sucede es que me siento yo  parte de ellos y los siento parte de mí. Es una relación de mutua interioridad, de mutua  pertenencia y cariño para con los de casa. Vaya por delante mi intención de trasmitiros que no  se trata de un sentimiento excluyente. También hablo con no menos cariño y admiración de  “mis” colaboradores más estrechos en el equipo de gobierno de la diócesis, de “mis”  catequistas, de “mis” hermanas y hermanos consagrados, de “mis” jóvenes… de toda “mi”  diócesis en general.  

Lo cierto es que cuando hablo de “mis” sacerdotes, siento admiración y, por ello, quería  compartir con toda la comunidad cristiana de Gipuzkoa algo de este sentimiento profundo en  el día en que celebramos la memoria del famoso cura de Ars, san Juan María Vianney (1786- 1859). En este día en que hacemos memoria del patrono de todos los párrocos del mundo y,  por extensión, de todos los sacerdotes, me ha parecido oportuno escribiros estas líneas para  hablaros de “nuestros” curas, de los de “nuestra” querida diócesis de San Sebastián, para que  podáis sentir también vosotros y vosotras, vivamente, esta mutua interioridad y pertenencia  para con ellos.  

Todavía no los conozco personalmente a todos, pero con muchos de ellos voy teniendo un  conocimiento, una relación y una verdadera cercanía. Podría decir que los voy conociendo  cada vez más y más. Y, aunque pueda sonar un poco aterciopelado o cursi, lo digo con toda  sinceridad: cuanto más los conozco, más los admiro y los quiero. Tengo hacia ellos un  profundo sentimiento de gratitud y estima. Primeramente, por la paciencia que tienen  conmigo, pero, sobre todo, por el trabajo admirable que hacen cada día sembrando el  Evangelio, tantas veces de forma callada, con sacrificios personales y no poco esfuerzo.  Respondiendo a la llamada del Señor, un día dijeron un sí con su vida y se consagraron  enteramente al servicio de Dios y del pueblo. Son nuestros pastores, los que cuidan y  acompañan al pueblo de Dios día a día en nuestra diócesis, los que nos muestran, con su fe  sencilla, que merece la pena entregar todo por el Señor y su Reino, sirviendo a los hermanos.  Son los que nos sirven la Palabra y también el pan y el vino de la alegría, los que nos ofrecen  la gracia de la presencia de Dios en sus sacramentos y con su personal cercanía como pastores. 

Al escribiros sobre nuestros curas, no solo tengo presentes a los que hoy están en nuestras  parroquias en los pueblos o ciudades de Gipuzkoa, sino también a los que, bien sean  sacerdotes seculares o religiosos, trabajan en diferentes campos y servicios de la pastoral  diocesana y en las diferentes realidades de Iglesia en nuestro territorio. Hay también otros  venerables sacerdotes que quizá habéis conocido en activo y que ahora viven ya retirados.  Algunos viven en nuestra residencia sacerdotal, otros con sus familias, o recibiendo los  cuidados de sus antiguos parroquianos. No me olvido de aquellos que estuvieron ayer, y que  hoy, en esa comunión de los santos en la que creemos, misteriosamente, nos acompañan desde  el cielo. Así lo creemos en esperanza. Con la misma esperanza, pienso en los que Dios nos  dará, si es que esa es su voluntad, y que, a buen seguro, ya están fraguándose en su corazón.  ¡Cuánto les esperamos! 

Prado
Prado

Orgullo y prejuicios 

Como os he referido, siento agradecimiento y admiración por los sacerdotes de nuestra  diócesis de San Sebastián, por los más mayores y por los más jóvenes. Es una lástima que  muchos no los conozcan. A veces, los prejuicios ambientales, las falsas imágenes creadas y  agrandadas a golpe de titular, distorsionan la realidad, condicionan nuestra percepción y nos  alejan de su verdad. Os invito a que, sin dejar a un lado el siempre necesario espíritu crítico,  conozcáis mejor a nuestros sacerdotes. Os sorprenderéis muy positivamente, os lo aseguro. 

Nuestros curas de Gipuzkoa no son perfectos, pero son buenos. Y lo son de verdad. Quieren  a la gente y la gente los quiere. Los sacerdotes conocen la vida del Pueblo de Dios desde  dentro, sus fatigas y sus alegrías, sus necesidades y su riqueza. Han descubierto que en cuidar  y acompañar al pueblo está su vocación. Y lo hacen también en medio de no pocos cansancios  y fatigas, entregados por entero (cf. 2 Cor 12, 15), a veces limitados por sus propias  enfermedades, o por dificultades personales y familiares por las que, como a todas las  personas, también les toca atravesar. Asumen la misión como un servicio a Dios y a su gente.  Como muchos de vosotros, soy testigo privilegiado del amor que se les tiene. La gente acude  a ellos para ser escuchada y recibida. ¡Tanta gente les confía sus dificultades!  

Verdaderos héroes 

Hoy, el trabajo pastoral se hace cada vez más difícil. El sacerdote tiene que construir  puentes entre la ley y la misericordia; entre sueños o ideales y la realidad que se impone; entre  la exigencia y la comprensión; entre los unos y los otros, en medio de una polarización que  afecta a todos y a todo. También a la comunidad eclesial. Son como esos intrépidos y  experimentados navegantes, que llevan la barca a buen puerto en medio de aguas siempre  agitadas, como lo son nuestros tiempos. Y lo hacen entre incomprensiones y no pocas veces  sin reconocimiento alguno. Añadamos a esto la dificultad de encontrar respuestas a preguntas  cada vez más difíciles y complicadas. Las cuestiones difíciles antes solo llegaban a la mesa  de los teólogos. Ahora, cada sacerdote se encuentra estas cuestiones casi cotidianamente. Y  ahí, en medio de tantos desafíos y dificultades, en medio de tanto prejuicio y leyenda negra  que cae especialmente sobre ellos como una losa, nuestros sacerdotes siguen escribiendo  páginas realmente hermosas de fidelidad en nuestra historia. Sí, nuestros sacerdotes, como  también muchos otros cristianos, son verdaderos héroes.

Fraternidad sacerdotal 

En diversas ocasiones he afirmado que su comportamiento y sus actitudes evangélicas me  conmueven. Me conmueven el tono espiritual, la entrega y la batalla que viven con verdadera  alegría los más jóvenes en medio de tiempos de cambios tan fuertes. Me conmueven la  paciencia, la perseverancia, la reciedumbre evangélica y el compromiso de los sacerdotes más  hechos. Me conmueve de todos su evidente generosidad y el ver cómo habitualmente estiran  sus agendas y las horas del día para servir a sus comunidades, haciendo presente a Cristo en  medio de ellas. Hay algo que me parece especialmente encomiable: ¡Si vierais cómo se  ayudan entre ellos! Se ayudan en las tareas pastorales, ciertamente, pero se ayudan también  en lo personal, se acompañan, se sostienen, se aconsejan y se cuidan mutuamente. Y no lo  hacen “de boquilla”. Lo hacen convencidos de que la fraternidad sacerdotal es importante, de  que forman juntos como una pequeña familia, un cuerpo un tanto especial, un presbyterium,  que tiene que seguir ganando cotas mayores de comunión y fraternidad, pues esta fraternidad  es un fuerte testimonio hacia el resto del pueblo de Dios y, a la vez, una fuente de eficacia y  de verdadero impacto en el trabajo pastoral.  

El Papa saluda a Prado
El Papa saluda a Prado

Nuestros sacerdotes, como el resto de la comunidad cristiana –también nuestra sociedad–,  se van envejeciendo y disminuyendo numéricamente. Aquella cultura cristiana homogénea ha  ido dejando paso a un cristianismo menos significativo. Por ello, cada día parece más  imprescindible la necesidad de relación e interacción entre todos los miembros de las  diferentes formas de vida en el pueblo de Dios. No solo por ser menos o más mayores, sino  por la necesidad de fortalecernos frente al aislamiento y el individualismo creciente. Ahora  que la cultura de cristiandad y las grandes redes sociales van desapareciendo, se necesita intensificar los lazos más próximos. Un cristiano aislado es un cristiano en peligro de muerte.  Un sacerdote, también. Recordemos esa frase lapidaria del papa Francisco en Evangelii Gaudium: «Los discípulos misioneros acompañan a los discípulos misioneros» (EG 173). 

Disponibilidad 

Pero lo que más me conmueve, si cabe, es ver cómo reaccionan cuando el obispo les da cierto  disgusto y les pide tomar sobre sí alguna encomienda añadida, o que se muevan y que cambien  de destino o actividad, porque se les necesita en otro lugar. Ellos son los primeros que son  conscientes de que cada vez se hace más difícil la provisión de sacerdotes para nuestras  comunidades y servicios, pero no es fácil aventurarse constantemente, vivir esa actitud de  apertura y disponibilidad que conlleva casi siempre un auténtico desarraigo y no pocas veces, un verdadero dolor. 

Llamo a un cura para preguntarle por una propuesta de nuevo destino pastoral y me dice:  “la verdad es que no me gusta la idea. Estoy bien así. Estoy bien aquí. Después de años… no  quisiera tener que moverme y cambiar”. Pero, de seguido, me dice: “…pero mi gusto o mi  propia comodidad no son la última palabra”, y me recuerda eso que nuestros sacerdotes tienen  grabado a fuego en el corazón: “cuando me ordené prometí disponibilidad a mi obispo y a sus  sucesores. Si me has propuesto esto es porque lo habéis valorado, porque es necesario y  porque es lo más conveniente”. Entonces, cuando vuelvo a casa y me pongo un rato ante el  Señor, se me ensancha el corazón con una alegría profunda, conmovedora, porque es la  respuesta habitual que me encuentro. 

Nuestros venerables sacerdotes 

En gran parte, lo que son hoy nuestros sacerdotes es lo que fueron los de ayer. Como dice el  salmista: «El día al día pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra» (Sal 19. [18]). Este  modo de ser lo han recibido como un legado, como algo que forma parte de esa cultura  sacerdotal que han bebido como si fuera leche materna.  

Fernando Prado
Fernando Prado

Muchos habéis conocido a nuestros sacerdotes más mayores y venerables. Algunos ya  fallecieron, otros aún viven. En la diócesis tenemos setenta y cinco sacerdotes mayores de  ochenta años, la mayoría retirados, aunque alguno, sorprendentemente, todavía está en activo  y colaborando. Recordemos la huella de estos hombres de Dios, tan ricos en humanidad.  Cuando no existían los servicios sociales, los sacerdotes lo eran todo para sus paisanos en  nuestro territorio de Gipuzkoa. Hacían de todo por ayudar. El cura hacía de psicólogo, de  educador en horas extras, de ojeador y promotor de talentos. ¡Cuántos chicos y chicas  pudieron dar pasos de gigante en sus vidas gracias a ese cura del pueblo, o ese cura del colegio  que consiguió que tuvieran una beca, o animaron a los padres a soñar con que sus hijos podían  estudiar! El sacerdote ha sido siempre el amigo de la gente más sola, confidente de todos, el  hombro sobre el que llorar, el buen consejero y el apoyo cercano en las dificultades. Sí, nuestra  diócesis y nuestra sociedad guipuzcoana le debe mucho a nuestros hermanos sacerdotes  mayores. Gracias a ellos, la fe sigue viva entre nosotros. Gracias a ellos, nos ha llegado el  gran regalo del Evangelio que es, en definitiva, lo más importante. No lo podemos olvidar.  No lo queremos olvidar. Sí, nuestros sacerdotes son y han sido extraordinarios. 

Un tesoro en vasijas de barro 

Nuestros sacerdotes también tienen sus debilidades. No son perfectos. No están exentos de  fragilidades. Como decía San Pablo: «este tesoro lo llevamos en vasijas de barro» (2 Cor 4,  7). La condición humana de los sacerdotes hace que no sean extraños a los males que nos  afectan a todos. El sacerdote no es ajeno al fracaso, al error, ni tampoco al pecado. Todos  somos testigos cómo a menudo sucede eso que dice el refrán: “hace más ruido un árbol que  cae que un bosque que crece”. Ciertamente no somos perfectos, ni mucho menos. A veces,  también nos dejamos arrastrar por la mundanidad, por los criterios de un mundo que busca la  eficacia, el relumbrón, el éxito. Cuando bajamos la guardia, nos vemos envueltos también en  influencias que tiran de nosotros hacia abajo. No estamos libres de caer en el desánimo, sobre  todo cuando dejamos de mirar con ojos creyentes a la realidad, a la propia Iglesia o al futuro.  Entonces aflora en nosotros un espíritu de crítica no constructivo y el desánimo, además de  corroernos el alma, mina nuestra esperanza. Ser sacerdote no significa ser tan especial o  diferente de los demás. No significa ser portador de un título honorífico, ni ocupar un lugar  privilegiado que reivindica su favor. Ser sacerdote significa también dar la batalla por la propia santidad, significa llevar una encomienda que Otro nos ha dado y ponerse a su servicio.  Con humildad. Es el Señor el que hace el camino en nosotros si nos dejamos. Él va tallando  lo que aparentemente parece una tosca piedra para sacar el diamante escondido que Él siempre  ve en nosotros.  

Reconociendo la fragilidad real que se da en nuestros sacerdotes, me atrevo a romper una  lanza en favor de ellos. Aun en sus fragilidades y en medio de estos tiempos recios –que decía  Santa Teresa de Jesús– soy testigo de su cotidiana batalla y apuesta por ser “amigos fuertes  de Dios” y por acogerse a su misericordia. Él es fiel y no deja de seguir confiando en nosotros,  más allá de toda circunstancia. 

Fernando Prado
Fernando Prado

«Él es nuestra esperanza» (1 Tm 1, 1) 

Todos necesitamos mucha esperanza y confianza. Como obispo, con temor y temblor, no  puedo sino tomarme en serio la palabra de Jesús a Pedro: «confirma a tus hermanos» (Lc 22,  32) y, con Jesús, decirle a cada uno de ellos: “Gracias, amigos. Vosotros sois los que habéis  permanecido siempre conmigo en mis pruebas” (cf. Lc 22, 28).  

Vivimos tiempos que no son fáciles para la fe, ciertamente. Ser sacerdote conlleva vivir  unidos al misterio pascual de Cristo: un misterio de muerte y resurrección. Nadie que quiera  seguir a Jesucristo puede zafarse de la cruz (cf. Lc 14, 27). Los sacerdotes tampoco. Esto hace  necesario, más que nunca, fortalecer nuestro ánimo y nuestra propia conciencia como  llamados; nos invita a volver al amor primero, al fuego primero en el que un día descubrimos  cómo el Señor nos llamó. Los sacerdotes sabemos que nuestro ánimo no descansa sobre  palmaditas en la espalda, ni sobre la astucia o fortaleza psicológica que cada uno puede haber  recibido como don; tampoco sobre un optimismo quizá un tanto simple que sueña con un  “todo se arreglará”, o sobre un voluntarismo estéril que cree que con resistir y con más  empeño se remontará toda pendiente. No. El ánimo de los sacerdotes no se apoya en  consideraciones humanas, ni en ningún plan de trabajo o en un ideal de Iglesia o comunidad  concreta a la que ha de servir, sino en el interior de cada uno. Tiene sus raíces en la esperanza  teologal, en la promesa de Dios y su fidelidad: «Yo estaré con siempre con vosotros, todos los  días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Nuestra esperanza se funda en una persona viva:  Cristo Jesús. «Él es nuestra esperanza» (1 Tm 1, 1). Con él podemos decir siempre: «Tened  valor, yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).  

En la diócesis estamos envueltos en un proceso de renovación pastoral y misionera en clave  sinodal. En él, la racionalización y redistribución de tareas y responsabilidades de los propios  sacerdotes será indispensable, ciertamente. Pero la verdadera revitalización y renovación de  nuestras comunidades cristianas solo puede venir de la conversión del corazón, de la propia  renovación interior a la que todos estamos llamados. Nuestros sacerdotes lo saben, tienen una  conciencia cada vez mayor y viven personalmente comprometidos con ello. 

Rogando al Señor de la mies 

No hay duda de que un buen cura puede ser modelo de referencia y atracción para las nuevas  vocaciones, pero el hecho de que eso sea así, no puede llevarnos a concluir que la falta de  vocaciones se deba a que nuestros curas no son buenos. Esto no es así. Nuestros curas son  buenos. La falta de vocaciones depende más de la falta de vitalidad cristiana en nuestras  familias y comunidades que de modelos. Tenemos unos sacerdotes jóvenes estupendos, que  aun siendo cercanos a los jóvenes, deben también hacer frente a una cultura ambiental que no  favorece estas opciones de vida con carácter permanente.  

Prado
Prado

Si queremos que la juventud se incline por este tipo de opción tenemos que orar  insistentemente, convencernos de que Dios sigue llamando a su seguimiento en el ministerio sacerdotal, en la vida consagrada y en la vida laical matrimonial o familiar. Pidamos al Señor  que nos enseñe que esto de la vocación al ministerio es siempre una vocación al servicio de  la comunidad. No es una vocación para destacar o para tener un prestigio que brille a la luz  del mundo. Basta con que brille en nuestras comunidades, que sea estimado por todos, que  sea querido, deseado, cultivado en nuestras familias y entornos cercanos. Dios nos dará  pastores si se lo pedimos. «Dios siempre escucha la oración de su pueblo y ve sus lágrimas»

(Is 38, 5). En ese grito, en esa necesidad de la propia Iglesia y de la humanidad, algunos  jóvenes generosos descubrirán su llamada. Dios, en su corazón, ya lo tiene también dispuesto.  

Eso sí, hemos de tener claro que la promoción de las vocaciones no es tarea exclusiva de  los curas. Es tarea de todos. Debemos comenzar cultivando una cultura vocacional desde el  seno de las familias. Los padres son los principales responsables de ello: «En esta especie de  Iglesia doméstica, los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe,  mediante la palabra y el ejemplo, y deben fomentar la vocación propia de cada uno, pero con  un cuidado especial la vocación sagrada» (LG 11). Hoy podríamos señalar también la  importancia del papel de los abuelos recordando a sus nietos la importancia de los sacerdotes  en la comunidad, facilitando que estén abiertos y disponibles a la llamada del Señor. En  segundo lugar, todos los agentes de pastoral, particularmente los catequistas, tienen una  responsabilidad y misión en este campo. Finalmente, toda la comunidad cristiana en general  es corresponsable a la hora de orar por las vocaciones y fomentarlas en la medida de sus  posibilidades.  

Gracias 

Queridos hermanos sacerdotes. Finalizo esta carta pastoral dirigiéndome ahora directamente  a vosotros. ¡Gracias! Gracias por ser lo que sois. Con el apóstol diré: «Doy gracias a Dios sin  cesar por vosotros» (Ef 1, 16). Os agradezco en este día, expresamente, vuestra estrecha y  generosa colaboración en todo. Sin duda esta es nuestra hora, la que nos toca vivir. El señor,  que siempre es el más interesado en llevar sus planes adelante, sigue contando con nosotros,  nos renueva en su confianza y nos sigue llamando a cada uno con su vida a cuestas. En medio  de pruebas y no pocos desafíos el Señor ha dispuesto para nosotros una misión maravillosa:  dar a conocer su nombre. «Que el Dios de la esperanza os llene de la alegría y la paz que da  la fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15, 13). 

Y a todos los diocesanos y diocesanas os animo vivamente a rezar agradecidos y a  encomendar a la Virgen María de Arantzazu, a nuestros sacerdotes, a los que lo fueron, a los  que lo son y a los que lo serán. 

In Corde Matris 

San Sebastián, 4 de agosto de 2024 

✠ Fernando Prado Ayuso, CMF 

Obispo de San Sebastián

Fernando Prado
Fernando Prado

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