"No debería ser normal pretender una humanidad sana en un sistema económico y social plagado de violencia" José María Marín, sacerdote y teólogo: "Cuando pase la pandemia, volverá la fragilidad"
"La pandemia está colocando en el punto de mira no solo la fragilidad biológica del ser humano sino la impotencia, de todas las sociedades del planeta, para frenar la expansión de una enfermedad desconocida"
"Ni la comunicación, ni la organización, ni los recursos sanitarios están siendo suficientes para evitar la muerte de millones de personas"
"Es esperanzador el intento de un “ingreso mínimo vital”; será escaso, se quedará corto… Lo aceptamos porque bien puede ser el preámbulo de una verdadera renta mínima universal para todos, en todo el planeta"
"Es esperanzador el intento de un “ingreso mínimo vital”; será escaso, se quedará corto… Lo aceptamos porque bien puede ser el preámbulo de una verdadera renta mínima universal para todos, en todo el planeta"
La inmensa mayoría de las personas deseamos profundamente la salud biológica. Muchos creen que sin ella la vida no tiene sentido. Pero la realidad es contundente: la enfermedad, en sus numerosas y diversas manifestaciones, es cada día más patente y trágica: queremos ser fuertes y somos enormemente vulnerables. Pretender ocultarlo nos conduce a la frustración y la intolerancia.
La pandemia está colocando en el punto de mira no solo la fragilidad biológica del ser humano sino la impotencia, de todas las sociedades del planeta, para frenar la expansión de una enfermedad desconocida. Para contribuir a la salud global, de la naturaleza en su conjunto y de las personas en particular, en primer lugar, tenemos que reconocer nuestra vulnerabilidad existencial y aprender de los límites y de los errores.
Ni la comunicación, ni la organización, ni los recursos sanitarios están siendo suficientes para evitar la muerte de millones de personas. Los ciudadanos y gobernantes de los países, supuestamente desarrollados, que acumulan la mayor parte de los medios técnicos y profesionales para proteger la salud, andan desorientados y divididos. No sabemos cómo actuar ni solos, ni tampoco coordinados.
Nunca ha sido fácil aceptar la fragilidad, ni superar obstáculos, ni encontrar soluciones adecuadas. El desafío es permanente. Queramos o no, la fragilidad es compañera inseparable de la condición humana y, por consiguiente, todas nuestras soluciones serán, en cualquier caso, transitorias y provisionales. Y eso, a pesar de que en ningún otro momento histórico la humanidad ha estado tan preparada para hacer frente a una enfermedad pandémica.
Pandemia y cambio
Los grandes desafíos y las utopías suelen activarse en tiempos de crisis como el nuestro. Crisis y cambio suelen ir de la mano.
El dolor y el sufrimiento nos colocan siempre frente a la alternativa de bajar los brazos y rendirse, o por el contrario, armarse de valor y seguir adelante: sucede, a nivel personal (cuando se transita por la noche oscura de cualquier amenaza física o espiritual) y sucede, también cuando la crisis es social y global. Son precisamente las amenazas y la inseguridad, las que nos capacitan para mirar al pasado, corregir errores y superar obstáculos. Y nos permiten, afortunadamente, enfrentarnos al futuro transformados para transformar.
El dilema radica en convencernos de ello, discernir y tomar decisiones. Lo fácil es siempre tratar de disimular y volver a lo de siempre, es decir: acomodarnos a las falsas seguridades que nos proporcionan las rutinas, la evasión y los privilegios, ya sean personales, sociales o económicos.
“Nueva normalidad” y dignidad
Será triste, y enormemente decepcionante, imaginar que saldremos de esta pandemia para instalados en una “nueva normalidad” que parece tener poco -o nada- de “nueva” y poco -o nada- de “normal”. No puede ser normal, ni lógico, ni humano, pretender mantener una sociedad sana biológicamente cuando el progreso que la deberá hacer posible está afianzado en el consumo ilimitado de los recursos, en la acumulación de residuos y en la producción de energías tóxicas y contaminantes.
Así las cosas, tampoco debería ser normal pretender una humanidad sana, ética y espiritualmente, en el marco de un sistema cultural, social y económico global, plagado de contradicciones, desigualdades, injusticias y violencia. Como seres humanos, evolucionados, conscientes y libres, no podemos seguir ignorando la irracionalidad de nuestra “normalidad”.
Los seres humanos formamos parte de una criatura inmensa que llamamos naturaleza, somos su parte inteligente y libre, pero no lo somos con absoluta independencia, y estamos demostrando serlo sin demasiada sabiduría. La Covid-19 es una enfermedad, que bien puede tener de especial, ser una verdadera advertencia. Ha saltado la alarma. Pareciera que la madre tierra se está conteniendo, de momento no ha dicho ¡Basta!, ni ¡Hasta aquí hemos llegado! Está diciendo ¡Cuidado! Tenemos una oportunidad para resetear nuestra forma de vivir y relacionarnos con ella y sus recursos. La Covid-19 está diciendo ¡Cambiad! De nosotros depende, una vez más, escuchar su grito o seguir haciendo oídos sordos. Otra vez.
Postureo y homenajes
A las miles de personas que han muerto en nuestras UCIS y hospitales, solos y sin el abrazo final de sus seres amados, el único homenaje, honesto y eficaz que estamos obligados a rendirles, más allá de quedar bien y mantener algunos protagonismos interesados, será aprender de los errores, aceptar sin paliativos nuestra incapacidad, abandonar el discurso de la sociedad del bienestar y el confort y emprender la senda de la reconciliación con la fragilidad humana y la muerte. Primero la escondemos y cuando llega a nuestros hogares somos los más desgraciados del mundo, aunque tengamos más hospitales públicos y privados que la mitad del planeta juntos.
"Primero escondemos la muerte, y cuando llega a nuestros hogares, somos los más desgraciados del mundo, aunque tengamos más hospitales públicos y privados que la mitad del planeta juntos"
El homenaje que necesitan nuestras víctimas es reconocer los límites, también de nuestras capacidades y recursos y en lugar de ambicionar tener más, consumir más, protegernos más… abrir la senda de aceptar, trabajar y celebrar la vida, juntos, sin tantos privilegios, ni tantas vergonzosas desigualdades.
Las miles de familias que se han quedado al borde de la supervivencia (o ya lo estaban) y esta nueva crisis les empuja, más si cabe, hacia el abismo de la desesperación, ni desean volver ni podrán volver a la normalidad. Solo cabe una salida digna y humana: salir de esta pandemia decididos a luchar contra las bolsas de pobres y excluidos que se acrecientan en todos los países (año tras año) entre discursos populistas y falsas promesas. En este sentido es esperanzador el intento de un “ingreso mínimo vital”; será escaso, se quedará corto… Lo aceptamos porque bien puede ser el preámbulo de una verdadera renta mínima universal para todos, en todo el planeta.
Estos razonamientos y fórmulas, hace tiempo que dejaron de ser utópicas. Son solo asignaturas pendientes. Hoy pueden ser realidad: tenemos recursos y organización suficiente. Falta solo voluntad política para hacerlo y, también, hombres y mujeres de a pie, dispuestos a renunciar a sus caprichos de ciudadanos privilegiados, evadidos e insensibles. No es utópico, es pura lógica: la peor pandemia de este mundo son las desigualdades: estas bien pueden contaminarlo todo y también destruirnos primero como sujetos con dignidad y, finalmente, como seres vivos.
Sin burocracia ni condenas
También el Covid-19 obliga a las Iglesia Católica en particular, y a todas las espiritualidades en general, a replantearse la vuelta.
Al menos en Europa el catolicismo está perfectamente integrado en el modo de vida de este mundo, especialmente en lo que a la economía se refiere. Vivimos sin escándalo perfectamente instalados en la cultura del “descarte”, colocando algunos parches no exentos de paternalismo y de hipocresía. Anestesiados, como la sociedad entera, frente a la lógica del “sacrificio” que justifica la explotación y la esclavitud en el trabajo, salarios vergonzosos y desahucios inhumanos. Vivimos sin escrúpulos la cultura del bienestar que deja a sus mayores en manos de fondos buitres y busca culpables cuando se evidencian las malas prácticas y el abandono… En fin, creyentes y no creyentes compartimos, con toda normalidad, un mundo donde todos estos atentados contra la vida y la dignidad de las personas son solo rentables negocios, legalmente protegidos. Beneficios y producción han dejado de ser pecado, objeto de nuestra predicación y exigencia sacramental, para convertirse solo en un recurso puntual cuando no queda más remedio que hablar para no quedar en evidencia.
Tenemos que abandonar la “normalidad” de una Iglesia excesivamente burocratizada y clerical, con demasiados espacios sin Cristo, sin evangelio, sin los pobres. Es cierto, efectivamente, que no todo en la Iglesia son sus estructuras y jerarquías, escándalos y complicidades. Existe un pueblo dinámico y esperanzador. Contamos con infinidad de movimientos laicales, equipos de vida y formación, voluntariados adultos y permanentes; también sacerdotes, órdenes religiosas y misioneros…, en fin, miles de presencias liberadoras que insertadas en la realidad tratan de ser coherentes con el seguimiento de Jesús, austeras y solidarias. Voz de los sin voz, víctimas con las víctimas.
"Vivimos sin escándalo perfectamente instalados en la cultura del 'descarte', colocando algunos parches no exentos de paternalismo y de hipocresía"
Es este un buen momento para abandonar, también, la “normalidad” de la desconfianza y la condena y ocuparnos juntos (con el espíritu evangélico en lo más profundo de nuestro ser), en solo servir. Servir a la vida y la salvación. Servir a las gentes, instalados en las “periferias existenciales” donde Dios está siempre, lo confiesen o no los labios de quienes, en ellas, viven y esperan una vida más humana y humanizadora.
Cuando pase esta pandemia, volverá la fragilidad
Esta pandemia está evidenciando el camino recorrido entre la finitud y la plenitud del ser; y apunta hacia nuevas sendas que quedan por recorrer. Seguiremos siendo vulnerables, biológica y espiritualmente. Volver a la “normalidad” es, sin duda, lo peor que nos puede pasar. Una vez más, estará en nuestras manos, individuales y colectivas, decidirnos a transformar las debilidades en oportunidades o, por el contrario, seguir sometidos al primitivo principio del sálvese quien pueda, mientras pueda.
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