"Rebajar la tensión no es dejar de denunciar las malas políticas" Julio Puente López: "El sectarismo también ha echado raíces en nuestro país"
"Los españoles sufrimos una guerra civil cuando la derecha y la izquierda se radicalizaron y los gobiernos de la república no supieron impedir aquel fatal desenlace"
"Tampoco entonces supieron decir la palabra justa los católicos. 'La Iglesia española ha aceptado siempre mal la pérdida de sus prerrogativas de poder temporal', escribió con acierto Tuñón de Lara"
"La postura de encono de la Iglesia española que no quiere perder poder se ha visto con claridad con ocasión de la nueva Ley de Educación"
"La razón proporciona fundamento para distintas acciones. Es un cántaro de doble asa. Agarremos ese cántaro, pero sin tirar demasiado ni por un lado ni por otro, no sea que se rompa"
"La postura de encono de la Iglesia española que no quiere perder poder se ha visto con claridad con ocasión de la nueva Ley de Educación"
"La razón proporciona fundamento para distintas acciones. Es un cántaro de doble asa. Agarremos ese cántaro, pero sin tirar demasiado ni por un lado ni por otro, no sea que se rompa"
| Julio Puente López
Observando el panorama nacional había comenzado a escribir sobre el peligro de la polarización y el sectarismo antes de que los radicales de Trump escribieran una página de ignominia en la historia de la democracia americana. Ahora, como una imagen vale más que mil palabras, ya hemos podido comprobar gracias a la televisión que cuando el dogmatismo se transforma en fanatismo la convivencia está en peligro.
Hoy el mundo entero sabe que las soflamas de un presidente ahíto de vanidad y de ambición habían envenenado los ánimos poniendo en serio peligro la convivencia. Ciertamente el terreno estaba abonado. Había mucho racismo fanático y un cristianismo fundamentalista que simpatizaba con el supremacismo.
El sectarismo ha echado raíces también en nuestro país. Oportunamente el escritor Javier Marías nos recordaba en su columna al empezar el año 2021 que la mayoría de los ciudadanos pide sencillamente “educación, moderación, elemental sensatez y abominan de los desvaríos y los venenos”. Desgraciadamente los políticos “han olvidado a la gente desapasionada y guiada por el sentido común”.
No hace mucho leíamos también en el diario El País el artículo “Contra el sectarismo” del periodista Antonio Caño. Explica cómo el sectarismo “substituye los hechos por una realidad paralela en la que estamos obligados a estar permanentemente en combate”. El rival nos amenaza sin tregua. Y buscamos refugio en el grupo político o religioso.
Acertaba también el periódico El Mundo al denunciar el día 3 de enero de 2021 los mensajes que se dedican a polarizar la sociedad para ganar audiencia con el enfrentamiento.
Rebajar la tensión no es dejar de denunciar las malas políticas. Tal vez haya razones de peso para pensar que la democracia está en peligro, pues ya vimos lo que sucedió en 2017 en Cataluña. ¿Pero por qué durante décadas pocas personas se preocuparon seriamente de lo que sucedía en la enseñanza en Cataluña, del sectarismo del separatismo y del partidismo de TV3, con el que Pedro Sánchez, por cierto, prometió en 2019 acabar si ganaba las elecciones, y ahora el tema del idioma español se usa como ariete contra la Ley de Educación? Y digo esto sin dejar de pensar que si el español no es lengua vehicular de la educación en toda España difícilmente se puede ejercer en ese ámbito y en otros el derecho a usarlo que reconoce el artículo 3.1 de la CE.
Aunque el sectarismo religioso merece una reflexión aparte, digamos ya que la postura de encono de la Iglesia española que no quiere perder poder se ha visto con claridad con ocasión de la nueva Ley de Educación. La Iglesia y la derecha de nuevo protegiendo sus comunes intereses particulares, cuando lo que debería interesar a todos es mejorar la calidad de la educación pública.
A mí no me parece que el artículo 27. 3 de la CE diga que el Estado esté obligado a subvencionar colegios que formen a los alumnos en las convicciones religiosas y morales de sus padres sean estas las que sean. Hay cientos de creencias religiosas y tantas ideas de la moralidad como conciencias. El Estado garantiza el derecho de los padres a educar a sus hijos en esas convicciones. Es un derecho que tienen los padres en su casa y en los colegios privados, siempre con los límites que imponen las leyes que incorporan los valores constitucionales y las mínimas exigencias éticas del consenso democrático.
Pero esa garantía no implica que los poderes públicos tengan que subvencionar una educación a la carta según las particulares preferencias ideológicas de cada familia. Vean el ideario obsesionado con la sexualidad de los colegios de la “Newman Society”, para no poner ejemplos de nuestro entorno. No tendría sentido subsidiar centros de ese tipo.
La misión que Cristo confió a la Iglesia “no es de orden político, económico cultural o social” (GS, 42). Es de orden religioso. Por esa razón Juan Pablo II, Benedicto XVI y hoy el papa Francisco no proponen un concreto modelo de organización política, social y económica, sino que proclaman en virtud del Evangelio los derechos del hombre (cf. GS, 41) y animan a buscar formas de organización más justas, nuevos modelos de creación y distribución de la riqueza.
A veces da la impresión de que del Evangelio de algunos cristianos clasistas o racistas hubieran desaparecido la parábola del buen samaritano, el Sermón de la Montaña y la parábola de Mt 25, 31-46.
En la izquierda el panorama político de algunos países, como el de la Venezuela de Maduro, tiene rasgos en común con la deriva autoritaria que caracterizó a Trump. La radicalización y el fanatismo al abrazar una causa se dan en ambos extremos políticos.
Quizá alguno recuerde aquella película de la serie del teniente Colombo titulada “A la luz del amanecer”. Es una buena alegoría del dogmatismo sectario. El coronel Rumford, un hombre implacable y de firmes convicciones, que solo aspira a cultivar las rosas de su jardín cuando se jubile, está al frente de la prestigiosa academia militar Haynes, que ahora sufre escasez de cadetes. Cuando el nieto del viejo patriarca Haynes decide cerrarla y convertirla en colegio universitario mixto, porque “la guerra ha terminado”, el coronel no puede en conciencia admitir el cierre. Significaría un daño irreparable para la nación. “La guerra nunca se acaba. Hay demasiada gente que quiere destruir nuestra patria”. Rumford, que persigue con actitud fanática lo que considera justo, cree en conciencia que asesinando a Haynes ha cumplido con su obligación. “Debía hacerse para proteger los intereses de nuestro país”.
Eso pensaban también los asaltantes del Capitolio en Washington y en 1981 los asaltantes del Congreso en Madrid.
Los españoles sufrimos una guerra civil cuando la derecha y la izquierda se radicalizaron y los gobiernos de la república no supieron impedir aquel fatal desenlace. Sería de gran provecho volver a leer algunas de las páginas que ha escrito Stanley G. Payne en su libro “El camino al 18 de julio” (Espasa, 2016) para que no volviéramos a repetir los errores del pasado. Las derechas y la Iglesia se aferraban entonces a sus privilegios mientras las izquierdas veían en la República el instrumento para llevar a cabo un programa de reformas radicales que excluyeran “permanentemente a los católicos y a los conservadores de cualquier participación en el Gobierno” (p. 22).
En 1936 la mayor parte de los críticos del Gobierno había aceptado las reformas básicas, pero la “reforma” que muchos seguían pidiendo era la rectificación de la política anticatólica, que se aplicara la ley de un modo eficaz e imparcial, que se hiciera cumplir la Constitución republicana y se restaurara el orden social y económico. Si se hubiera conseguido reducir la polarización política y social se habría evitado la guerra civil. Pero no fue posible. No resonó en el Parlamento ni en la vida social la palabra justa. Y ya nos advirtió el pensador F. Ebner, al final del décimo de sus “Fragmentos”, que “toda desgracia humana que ocurre en este mundo se debe a que los hombres muy raramente saben decir la palabra justa. Si la supieran decir se ahorrarían la miseria y la aflicción de las guerras”.
Tampoco entonces supieron decir la palabra justa los católicos. “La Iglesia española ha aceptado siempre mal la pérdida de sus prerrogativas de poder temporal”, escribió con acierto Tuñón de Lara. Y Ramón Tamames en su obra La República (Alianza, 1986, p. 89) nos recuerda que “tanto el clero secular como el regular de las grandes y poderosas órdenes religiosas vivían en estrecha simbiosis con la gran burguesía, aristocracia de las ciudades y caciques de los pueblos, sin conciencia, ni unos ni otros, del grave problema social del país, anclados en la tradicional y tranquilizadora idea de que “siempre ha habido ricos y pobres”, gracias al providencial “orden establecido”.”
La República no fue el régimen que algunos idealizan y exaltan hoy. Gil-Robles, representante de la derecha, en la famosa sesión del 16 de junio del 36, dio lectura a un resumen estadístico de la situación de violencia causada por ambos bandos. Desde el 15 de febrero al 15 de junio 269 personas habían sido asesinadas, 160 iglesias habían quedado totalmente destruidas y se habían causado daños a otras 251 iglesias y edificios religiosos. ¿Son cifras fiables? Manuel Azaña anotó en su diario el 20 de febrero de 1936 (Memorias políticas y de guerras, t. II, Barcelona 1981): “En Alicante han quemado alguna iglesia. Esto me fastidia. La irritación de las gentes va a desfogarse en iglesias y conventos y resulta que el Gobierno nace como en el 31, con chamusquinas”. Debía haberle horrorizado. Siguieron docenas de quemas más, entre ellas las de las iglesias de S. Luis y de S. Ignacio en Madrid.
El cardenal V. Enrique y Tarancón escribió en su obra “Recuerdos de juventud” que el ambiente de Madrid se hizo irrespirable porque las izquierdas “con su persecución religiosa habían herido en lo más vivo la conciencia de la inmensa mayoría de los españoles que reaccionaban todavía en cristiano. Pero también es verdad que muchos de la derecha – y no pocos cristianos – no querían hacer posible la convivencia en paz”.
No sabemos cómo habría sido el futuro de España si no hubiera habido una rebelión. Payne dice que “a la oposición le quedaban dos alternativas: la rebelión armada o la resignación cristiana ante la tiranía de las izquierdas” (p. 398).
En este ambiente de enfrentamiento no faltaron las llamadas a la cordura. Juan Ventosa, de la Lliga se expresó así: “¿Es que estamos condenados a vivir en España perpetuamente en un régimen de conflictos sucesivos, en que la subida al poder o el triunfo de una elecciones sea el inicio de la caza, la persecución o el aplastamiento de adversario?” Ventosa denunció la nueva legislación cuyo objetivo era “republicanizar la judicatura”, un proyecto para “destruir la independencia del poder judicial” (p. 254).
¿No son posiciones que, salvadas las diferencias y las distancias, se siguen manteniendo en nuestros días? Tengamos calma y paciencia a la izquierda y la derecha. No apoyemos los argumentos de los que, si están, por ejemplo, a favor de la opresión, hablan de “golpear la cabeza hasta que entre el sombrero” (cf. G. K. Chesterton, Lo que está mal en el mundo). Decisión en los objetivos no es necesariamente brusquedad en los medios, decía también el escritor británico. Hay un ideal de vida humana que no hay que destruir.
Opina Montaigne en sus Ensayos, en el capítulo XII del libro II, que “la peste del hombre es creer que sabe”. El fanático cree en su verdad de un modo dogmático y radical. Se aferra a un credo filosófico, político o religioso que quiere imponer a otros.
No quiero olvidar la frase de Montaigne. Pretendo solo participar en un diálogo que ayude a la convivencia democrática. Dice también el pensador francés en sus Ensayos (Libro II, XII, Cátedra, 2016, p. 581), que “la razón proporciona fundamento para distintas acciones. Es un cántaro de doble asa, que se puede agarrar por la derecha y por la izquierda”. Agarremos ese cántaro, pero sin tirar demasiado ni por un lado ni por otro, no sea que se rompa.