Ángel Aznárez Las golondrinas azules de Ágreda
(Ángel Aznárez).- Un viaje en los años setenta, desde Oviedo, de un maestro, profesor de Historia del Derecho y de una docena de discípulos al Convento de las Madres Concepcionistas de Agreda (Soria), para ver el cuerpo "incorrupto" de la Venerable Sor María de Jesús, consejera de Felipe IV.
"Quien divierte al rey le depone, no le sirve"
Quevedo
Primero fue el recorrido por Agreda, la musulmana, subido a un camello -soñando como Aladino- y sentado entre sus dos jorobas, que caminaba no por el "arre, arre camellito" sino por el "krr, krr" de beduino, propulsado de atrás a adelante, que es, según los de Arabia, la manera fetén de leer el Corán. Más tarde tocó la travesía por la judería, colocada una kippa en lo más alto de la cabeza y sujeta a la calva -los calvos- con un imperdible (¡que calvario, señor, el de los calvos!). Después de todo aquello, por fin, fuimos a visitar lo nuestro.
Y ¿qué es lo nuestro?, pues lo de siempre, lo de toda la vida, lo único verdadero: también lo de Dios, pero esta vez en versión cristiana de Uno y Trino. Dejamos arriba e intramuros la Villa agredeña, para entrar en la iglesia y convento de las Reverendas Madres Concepcionistas y de la Inmaculada, descalzas, franciscanas, de clausura severa y más recoletas que las Agustinas. Mi "santa", Sor María de Jesús, en ese convento de La Inmaculada, escribió cartas a Su Majestad, Filipo IIII (o IV); y en ese convento tuvo los arrebatos místicos en sus días finales con el imperativo "ven, ven y ven", que repetía a Dios, lo cual, por cierto, siempre me pareció inapropiado, pues a Dios, cercana la muerte, debería haberle dicho "voy, voy, voy", que es más educado.
El maestro, divino y humano (don Ignacio de la Concha), con parsimonia de dandy -los que siempre tienen prisas son horteras- tiraba de la cadena para sacar el reloj del bolsillo del chaleco de pana. Los discípulos, que llevábamos la pana en los pantalones, impacientes por ver el cuerpo incorrupto de la Venerable Madre, penetramos en el templo por una estrechez, una ranura, que, poco a poco, se iba abriendo hasta quedar de par en par (la puerta del Templo); momento en el que ocurrió un portento.
Resulto que aquellas Madres estaban barriendo y encerando la Iglesia; que, por ser de estricta clausura, siempre con el rostro cubierto y detrás de rejas y celosías, nunca tuvieron tan cerca unos "hombrones", una marabunta de "hijos" de Ignacio, no siendo causa de pecado sino el pecado mismo. Echaron las monjitas a correr hacia la sacristía, ingrávidas, fugitivas, persignándose una y otra vez, al tiempo que se oía el ruido del roce de los rosarios que colgaban y las penitencias o disciplinas que caían.
Las tocas almidonadas parecían planear como cigüeñas; las Madres movían los brazos sin ton ni son, pareciendo volátiles y volanderas, recordando su volar desconcertante al de las golondrinas y, puesto que el hábito monjil era azul celeste, el color inmaculado de La Inmaculada, las golondrinas era azules. "Volverán las oscuras golondrinas en su balcón sus nidos a colgar" cantó el poeta romántico (Becquer). ¡Qué bobada! Fue el mismo que escribió eso tan cursi de: "Poesía eres tú". Ya se sabe, es que los poetas...
Ese episodio apoteósico de movimiento y colorido, dejó huella: no hay cuadro de golondrinas, incluso de Picasso, que supere la sensación, la emoción y el arte golondrinero de las de Agreda.
¡Jesús, qué belén se organizó! ¡Qué enredos, qué marañas! Don Ignacio tuvo que entrar en el locutorio de monjas, pidiendo disculpas a la Madre-tornera, quedando los discípulos a la espera en un cuarto, de cuyas paredes colgaban cuadros de santos, de un color amarillo rancio, como el tocino rancio. Encima de una mesa camilla, escuálida y sin faldones, había unos "cuadernillos" azules con letras negras: El Pan de los Pobres. Y como la conversación entre la monja-tornera y el maestro duraba, todo fueron cábalas; que si estarían rezando una Avemaría; que si estarían intercambiando estampitas; que si el nuestro, por ser de mucho galanteo, estuviera galanteando con la tornera (no supimos que se llamase Margarita). Que de burlador, nada de nada.
Todo ya resuelto, a trancas y barrancas, Don Ignacio, sulfuroso, hizo sonar el "tararí" con la corneta, y volvimos a entrar en el templo, esta vez como Dios manda. Cerca del altar, a la derecha, rodeamos, maestro y discípulos, el cuerpo incorrupto de Sor María, y allí -ella muy atenta-, me tocó pronunciar la "ponencia histórica", que versó sobre las Cartas de Sor María dirigidas al Rey, el Felipe IV. Había escogido para el comentario, el siguiente texto de la Carta CDXLI:
"Señor mío, las guerras entre príncipes cristianos son para defender sus estados, ciudades y reinos, quédanse en fines humanos; pero las que son con herejes y enemigos de Dios defienden Su causa y la fe santa, con que por todos los lados, se justifica la guerra" (año 1656).
El lector no esperará que ahora analice las enjundias de ese interesante texto del pensamiento católico del "bellum iustum", ni que enrede con los repetidos consejos de la Madre Venerable a Su Majestad, que antes de Rey, debería ser, según ella, cristiano -principio del máximo sometimiento de lo político a lo religioso, en teoría y en práctica-. Fue muy interesante, para la Historia, lo que escribió la monja en la falda del Moncayo, y a la que el Rey tanto leyó; una monja, no obstante lo de la Monarquía religiosa y Absolutísima, a la que "zurró" la Santa Inquisición y el Santo Oficio (los inquisidores de la Orden de Predicadores se paseaban por el claustro de San Esteban (Salamanca) presumiendo de Vitoria.
Años después, cuando un adjunto de otro profesor grande, don Luís Díez del Corral, en un examen de Políticas, me preguntó sobre el pensamiento político en el barroco español, se sorprendió que diera pelos y señales de Sor María y también -le añadí- que podía darlos de Sor Petronila Magdalena de Jesús y de María Santísima, contestándome él, atemorizado: "No, por María Santísima, no". Y ello también se lo debo a mi profesor de Historia del Derecho.
Es muy de advertir que de todas las peripecias, muchas, ocurridas en mis visitas frecuentes a conventos de monjas de clausura -una pasión-, de las más destacadas no ocurrió allí, allá o acullá, sino aquí, en Oviedo, en la calle Muñoz Degraín. El misterio de las Carmelitas Descalzas encerradas con severidad en su convento en aquella calle, me envolvió.
Ocurrió que, por arte de milagro, fuese a vivir al piso 5º del número 20 (hoy 30) de la Calle Sacramento (esa casa hoy está pintada de un rojo pimentón), también con vistas directas a Muñoz Degraín. Resultó que, lo que no podía ver por abajo, lo veía por arriba: el pasillo conventual hacia la huerta, situada al fondo. Por ese pasillo transitaban las monjas legas, que eran tres: una pequeñita, otra muy garbosa y la tercera, mayor, que calzaba madreñas, grandes, muy grandes, como las de Telva y Pinón y el "sobrín" Pinín; también a ese pasillo se asomaba la pollería alborotada del convento, para ver lo mismo que yo, pero desde el otro lado.
Siempre a las monjas de clausura atribuí, por místicas, poderes de elevación y/o levitación, y me pregunté muchas veces recordando a la lega del Carmelo ¿cómo se puede levitar con madreñas, y con madreñas tan grandes? Nunca lo supe y sigo en el dilema: o es que no levitan o es que levitan hasta con madreñas. Y lo del brazo incorrupto de Teresa, Santa Carmelita, que tanto pasearon por la calle Santa Susana de Oviedo, con cirios, faroles y escapularios, lo dejamos para otra crónica.
Sólo por esta ocasión: que Dios guarde y resguarde a Filipo o Felipe VI, y que su última morada sea en el Panteón del Monasterio (El Escorial). Que no le ocurra lo que a Filipo V, que está en una Granja segoviana, en la de San Ildefonso.