José Ignacio Calleja Las religiones, ¿fidelidad o resultados?
Si nos empeñamos en referir las diferencias, todo se agranda como mirado con prismáticos, pero si contemplamos los casos más de cerca y, sobre todo, junto a las víctimas, las coincidencias son masivas
No estamos hablando de la Iglesia, o de las Iglesias, sino de la fe religiosa propia por los motivos propios, lógicamente no en solitario sino en una tradición familiar y social que nos influye, hasta definir íntimamente la existencia bajo esa respuesta (creo esto o aquello) o merodeo la pregunta y sus posibles respuestas (inquietud, duda, afecto)
Pongo cuidado de no convertir cada modesto artículo de opinión en una plataforma encubierta de mis ideas religiosas. A sabiendas de que pertenezco al catolicismo y lo reflexiono en una facultad de teología, en absoluto creo posible en un medio laico estar día y noche reclamando el credo explícito en todo lo que digo.
De hecho, mi ámbito de estudio, la ética social cristiana se acerca fácil a un acuerdo básico con la ética laica, pues lo que las constituye a la vez es su razón y pasión por la justicia debida y pedida a todos los humanos, y a todas las criaturas, desde la medida procurada por las más débiles y necesitadas entre ellas.
La justicia social sin compasión por los últimos no arranca en la historia real del mundo, y la pena por los últimos sin justicia social es la perversión de lo mejor en lo peor. Sabido es que la moral social creyente se caracteriza por referir la dignidad humana -la justicia, al cabo- al corazón y ser de Dios, mientras que la moral laica toma el mismo tren un estación más abajo, donde la dignidad humana y los derechos fundamentales en que se expresa se pueden y se deben compartir por quienes reconocemos la diferencia legítima de personas y pueblos, pero nunca la diferencia injusta entre ellos, la desigualdad.
Todos sabemos que concretar esto, a veces, no es fácil, pero fundamentalmente estamos de acuerdo en que es un propósito irrenunciable. Por eso no me canso de repetir que en moral social, y en moral personal en buena medida también, compartimos casi todo lo fundamental en principios y criterios de juicio entre los humanistas de nuestra cultura occidental. Si nos empeñamos en referir las diferencias, todo se agranda como mirado con prismáticos, pero si contemplamos los casos más de cerca y, sobre todo, junto a las víctimas, las coincidencias son masivas.
Pero volvamos al punto de partida. Alguna vez, o quién sabe si muchas, es necesario referir la atención un momento a la religión personal en este tiempo y lugar. Entiendo por tal el hecho vivido con cierta contradicción de quienes no tenemos ninguna dificultad para sentirnos y sabernos culturalmente con la gente de nuestro tiempo, con la variedad que esta frase conlleva, y, a la par, la dificultad para dar cuenta de una opción religiosa inteligible en la sociedad moderna. Son lugares comunes y mil veces tratados, lo sé, pero por eso mismo, al repetirlo, doy a entender que pertenezco a quienes no están conformes de cómo está resuelto este no diálogo, este silencio.
Lo importante para nosotros, para muchos de nosotros, para mí, es hacer entender que la cuestión religiosa es la cuestión de la fe, la cuestión de alguna fe personal como opción de vida. Por tanto, en su inicio al menos, no estamos hablando de la Iglesia, o de las Iglesias, sino de la fe religiosa propia por los motivos propios, lógicamente no en solitario sino en una tradición familiar y social que nos influye, hasta definir íntimamente la existencia bajo esa respuesta (creo esto o aquello) o merodeo la pregunta y sus posibles respuestas (inquietud, duda, afecto).
Si la inmensa mayoría de la gente resuelve esta cuestión sin pregunta alguna, no lo creo, o al menos, sin respuesta alguna, puede ser, eso no niega que la pregunta existencial por el sentido siempre nos acompañe con alguna fuerza, mayor normalmente cuanto más tiempo propio y años tenemos, lo reconozco. Simplifico todo lo posible el tema en treinta líneas para dar salida a una inquietud.
Que la cultura contemporánea es un campo yermo para la pregunta existencial que llamamos “por el sentido”, la pregunta de la fe, no lo comparto. Ha sido un campo que parecía baldío, pero el ser humano, mientras la inteligencia artificial no nos cambie definitivamente, se balancea todavía cerca de esa pregunta.
Otra cosa es si las religiones, con un sentido muy pragmático de su acción, todo lo recuentan en altas y bajas personales, y encasillan a quienes se les acercan o alejan, de todo ahí, en la exigencia de “esto sabemos, esto creemos, esto enseñamos, esto exigimos"
Otra cosa es si las religiones, con un sentido muy pragmático de su acción, todo lo recuentan en altas y bajas personales, y encasillan a quienes se les acercan o alejan, de todo ahí, en la exigencia de “esto sabemos, esto creemos, esto enseñamos, esto exigimos”. Esta horma puede convencer a algunos, pero no tiene mucho futuro.
A su lado, no contra ella, sino a su lado, crece y crece otra concepción que reclama en el inicio, “en esto confiamos, y porque confiamos, creemos, lo contamos, celebramos y actuamos”. El sentido pragmático o eficacista en esta invitación es mucho menor, las mediaciones institucionales, prácticamente todas, una herencia pendiente de inventario y acogida para su verdadero fin: responder al sentido de la existencia desde una opción de confianza incondicional ante la vida, porque así es el único Dios creíble; colocar en el centro la justicia y la compasión porque es lo más profundo que nos constituye en personas; verificar mediaciones comunitarias donde prima el pueblo de los iguales en derechos y deberes, transparente a la medida humana y reconciliado con las víctimas de su pasado; y aquí sí, todos los dones y encargos lo son al servicio samaritano y creyente que ofrecen en Comunidad. Como la vida y el ministerio de Jesús.