Felices quienes celebran la Eucaristía como un misterio diáfano de amor, de vida, de entrega.
Felices quienes sienten la Eucaristía como un recuerdo vivo que adquiere los contornos de una Presencia.
Felices quienes no aceptan la frialdad de los ritos, las palabras mágicas, la rigidez de la ortodoxia.
Felices quienes recrean, actualizan, sugieren, vivifican cada Eucaristía que celebran.
Felices quienes celebran desde la vida en comunidad y la hacen presente en cada Eucaristía.
Felices quienes contemplan el Cuerpo y la Sangre de Cristo en el sufrimiento y en el dolor de los crucificados del mundo.
Felices quienes contemplan cómo se transforma la realidad cuando surgen signos de resurrección a su alrededor.
Felices quienes comulgan con el pan y el vino, y se encarnan en el mundo de la vida y las lágrimas, la fe y la incredulidad, el odio y la compasión, la injusticia y la solidaridad, mostrando en sus actuaciones la presencia viva y revolucionaria del Resucitado.