Fútbol y banderas
Por cierto, esto de “ciudadanía” tiene su enjundia. No se acuñó en el París del terror y la guillotina, pero fue allí usada igual que en la antigua Roma: para distinguir a los propios con derechos que no se les reconoce a los “no ciudadanos”. Porque ‘ser ciudadano’ significaba eso para la Francia revolucionaria, participar de la nueva ideología que otorgaba a los franceses el ser y el estar. Esto no tiene todavía en la España de la ciudadanía fuerza coercitiva, pero según el concepto se vaya abriendo paso pronto la tendrá. Ya, de momento, la nueva hornada de obispos de esta Iglesia, moderna pero amansada, usan sin reparo los substantivos ciudadano y ciudadanía. Medio siglo posconciliar se nota hasta en los tuétanos.
Me dicen que en Bilbao, hace tres días, todavía eran visibles banderas nacionales ‘olvidadas’ en bastantes balcones. Colgué el teléfono y para mis adentros canté una canción cuya letra siempre me ilusiona que no tarde en cumplirse: “No llores por Vizcaya, / pronto renacerá, / y en todos sus balcones / la enseña nacional. (…) ¡Gora, gora! / Vizcaya española (…) ¡Gora!, ¡gora! Euskalerria ah, ah, ah, ah…” Soñé lo que todo español, que los hijos pródigos amen su casa solar sin partirla en dos. (Hay amores que matan.) ¡Qué tontos serán los políticos que no aprovechen la latente fuerza unificadora de la de idea España, como nos ha recordado un campeonato de fútbol! Va para más de 40 años que nuestros líderes no habían dispuesto de instrumento electoral más fácil. Pero me temo que no lo usarán para que no les llamen manipuladores (dicen) y, en verdad, se afirmen en todo lo contrario: apátridas, partidistas y títeres pagados. No obstante, miren qué sorpresa, esa Copa del Mundo ha restaurado en millones de corazones el gusto de sentirse español bajo la sola bandera, la única, con que este título puede expresarse. La bandera es el mejor reconstituyente para unos gobiernos exhaustos, tísicos, de tanta “erótica democrática”.
La riada de abanderados rojos y gualdos se desbordó por todas las ciudades de nuestra piel de toro. Y no se diga de Ceuta y Melilla. Me lo contaban amigos de allá: “¡Ha sido la apoteosis!” Y las tiendas y tenderetes no daban abasto a tal fiebre por llevarse una bandera de España. Y se lanzaban vivas que llevábamos décadas sin oír en modo tan universal. El nombre de España, y “¡Soy español!”, se cantaba por todas partes. Lo mismo en Madrid que en Barcelona, como en América.
Pero detrás de esto hubo mucho más que la alegría de ganar un campeonato de fútbol. Fue, también y sobre todo, un dejar de vernos como retales de mal sastre y volver a sentir, siquiera en el subconsciente, la identidad nacional. Ya no éramos hijos de la ONU, o de nadie sabe qué, sino de nuestros padres, y nietos de nuestros abuelos. Antes de que se pitara el final del partido aún dudábamos si teníamos una bandera a la que besar públicamente. Como quien besa a una madre pues que , también, la patria es recipiendaria del Cuarto Mandamiento. (¿No es verdad, Iglesia docente?) Pocos segundos después de sonar el silbato final en el Soccer City, la bandera española ondeada por los jugadores de nuestra Selección nos sacaba del subconsciente la verdad de que tenemos abolengo, cuna e historia con un nombre siempre sagrado: España.
[-Oiga, ¿sagrado…? ¿Por qué?]
[-Porque el nombre de España está ligado a su misión evangelizadora en un mundo que es católico en español en más de la mitad.]
Mala cosa es que tan noble sentimiento se ridiculice impunemente en su mismo suelo por sus hijos más mimados, que infaliblemente se vuelven los más egoístas, engreídos y descastados. Y no entro en los argumentos de nuestros fenicios del Levante, ni en el RH negativo de tanta sangre española derramada con orgullo bajo un sol sin ocasos. Entro, sí, en que semejante flojera es impensable para estados como el de Israel, Irán, Rusia, o Francia. Comparación que prueba la postración comatosa a que nos lleva el sistema de partidos ajenos, en la práctica de “sus nobles principios”, a todo lo que no sea enriquecerse y trepar. Por cierto, si se fijan la postura corporal del que trepa es la misma del que se arrastra.
Es curioso a qué grandes consecuencias pueden llevar cosas aparentemente tan triviales como un campeonato de fútbol. Pero no lo son tanto. Recuerdo que cuando en Suecia (1958) Brasil ganó su primer mundial de fútbol, los cariocas descubrieron una identidad que les convirtió definitivamente en la nación que hoy conocemos. ¿Por qué se creen ustedes que Pelé al cabo de 50 años sigue siendo héroe nacional?
De donde deducimos que a esta bandera nuestra le viene muy corto llamarse “constitucional”. Que aceptar el actual escudo en sustitución del de los Reyes Católicos – el águila de San Juan – explica el estado de disolución en que nos vemos. ¿No se han preguntado nunca el porqué del trueque de escudos? Muy sencillo. Porque el de los reyes católicos estampado en sus pendones representaba la gran fusión de todos los reinos de España, en contraste con el actual que simboliza, por más que se mientan los conformistas, un chabacano intento de desmembrarnos en autonomías de mesa camilla. Escudos cambiados para significar intenciones antagónicas. Mientras el rechazado se entronca con el cierre de la Reconquista y el surgir de España como primer estado moderno, la bandera con el “constitucional” sólo puede ondear timorata y vagabunda entre dieciséis taifas separadas, insolidarias, manirrotas y avaras del erario general.
Pero antes de esta bandera, con origen remoto en el Reino de Aragón y los colores de un escudo papal, la que en el mundo dio huellas de España fue el Pendón de Castilla y de León; aparte del de Infantería, con la Cruz de Borgoña. Todavía hoy, año 2010, cuando se visitan los Estados Unidos de América, por ejemplo, la ciudad de Sonoma y la de Carmel, en California; o en Nuevo México, las ciudades de Alburquerque o de Santa Fe, se encuentra uno que los pendones de Castilla y León ondean en los ayuntamientos al lado de la de barras y estrellas.
Después de estas disquisiciones me atrevo a pensar que una bandera no tiene por qué ser constitucional, pues su significado es más universal y perenne que una constitución. ¿Fueron las nuestras unificadas al fin en la roja y gualda, con su escudo del águila? Pues dejémosla en paz. No es normal que las naciones cambien sus banderas según los avatares de sus regímenes políticos renunciando a su historia. Eso es colocar lo secundario por encima de lo principal. A mi manera de ver, las constituciones son instrumentos variables que se acomodan a los tiempos y a las formas de Estado. Es más, yo creo que el Estado es una entelequia que sólo tiene sentido si está adherido a la nación que representa.