Los abusos sexuales en la iglesia chilena (2/2) La iglesia chilena y la ley del silencio [Traducción]
En la segunda entrega de la investigación, “Le Monde” vuelve sobre la forma en que los abusos sexuales fueron encubiertos durante años.
| Cécile Chambraud
El viernes 27 de abril de 2018 tres chilenos molestos se alojaron en el Vaticano. Invitados por el papa Francisco, James Hamilton, Juan Carlos Cruz y José Andrés Murillo se instalaron hasta el domingo de esa semana en la residencia Santa Marta, donde vive el soberano pontífice, a dos pasos de la Basílica de San Pedro.
Estos tres visitantes, entre los cuarenta y tres y cincuenta y cinco años, tienen perfiles particulares: durante los años 80 y 90 fueron víctimas de abusos de conciencia y abusos sexuales cometidos por su compatriota, el sacerdote Fernando Karadima, hoy día octogenario. En su parroquia de El Bosque, un barrio burgués de Santiago, durante décadas, había instaurado un sistema de asimiento mental sobre muchos jóvenes que lo veían como un “santo”.
El enojo de los visitantes se explica, en parte, por la actitud del papa durante su viaje a Chile en enero. ¿Por qué haberlos acusado de difundir “calumnias” sobre Juan Barros, un obispo culpable, según ellos, de haber hecho todo lo posible para proteger al sacerdote Karadima? ¿Francisco no habría tomado las medidas en el caso que le valió al cura ser condenado en 2011 por la justicia vaticana de “abuso de menores”, de un “delito contra el sexto mandamiento [no cometerás adulterio] cometido con violencia” y de “abuso en el ejercicio del ministerio” sacerdotal?
Por primera vez, un viaje papal se convirtió en un desastre: la asistencia a misas fue pobre mientras que los periodistas estaban concentrados en la suerte de monseñor Barros.
“Un tsunami de víctimas”
Desde su regreso a Roma, el papa Francisco buscó comprender qué se le había ido de las manos en la situación chilena. El cardenal Francisco Javier Errazuriz, antiguo Arzobispo de Santiago, verdadero “patrón” del cura Karadima, a quien el papa conocía desde hace mucho y que nombró en su consejo cercano de nueve cardenales, el C9, ¿no le había informado de todo?
Para saberlo, el jefe de la Iglesia Católica envió al sitio a un especialista en casos de pedofilia, el arzobispo de Malta, Mark Scicluna, ayudado por un sacerdote de la Congregación para la doctrina de la fe, Jordi Bertomeu. Su misión: escuchar a todas las víctimas y hacerle un balance de la situación.
Algunos días más tarde, el reporte de Scicluna estaba sobre la mesa, un bloc de 2300 páginas. Su contenido no había sido divulgado, pero las decisiones tomadas por Francisco dejaron adivinar hasta qué punto tenía peso dicho informe.
A la luz de numerosos testimonios recolectados, se evidenció que, con toda probabilidad, en Chile los abusos del cura de El Bosque estaban lejos de constituir un caso aislado. “Karadima está por todas partes en Chile. Hay un tsunami de víctimas”, aseguró a Le Monde el padre Eugenio de la Fuente, también formado por aquel a quienes sus parroquianos denominaban “el santo”.
En Roma, Francisco tomó múltiples horas para escuchar a cada uno de los tres chilenos. Les pidió perdón por no haber sabido escucharlos durante su famoso viaje, por no escuchar las historias de sus propios labios. Entonces, constató que, más allá de los abusos hacia ellos mismos, todos insistían en un aspecto confuso del caso: ¿Cómo pudo el padre Karadima actuar con total impunidad durante décadas, en el corazón de la Iglesia, aún después de las primeras denuncias? ¿Por quién y cómo había sido protegido?
En español se habla de encubrimiento, en inglés de cover up, pero el francés no tiene un sustantivo para designar la acción de camuflar así la realidad de los abusos so pretexto de preservar la institución.
“Una caída de la institución”
El mensaje de los tres chilenos parecía haber sido tomado muy en serio por el pontífice que, el 15 de mayo, convocó a Roma todos los obispos chilenos obteniendo la dimisión de estos.
Quince días después, en una carta a los católicos de aquel país, denunció “la cultura del abuso” y “el sistema de camuflaje que permitió a esta última perpetuarse”. Nunca un papa había descrito, con tanta crudeza, la protección de los abusadores por parte de su jerarquía. Frente a lo que él llamó “la dimensión de los acontecimientos” la totalidad de la iglesia chilena renunció. Quedaba saber cómo se había llegado hasta allí.
En las oficinas del instituto de estadística que dirige en Santiago, Marta Lagos estuvo a la vanguardia para medir la ruptura que representó, en 2010, la acusación pública de Fernando Karadima. La confianza de los chilenos en la Iglesia Católica pasó de 61% ese año a 36% en 2017. “No se trata de una crisis de la fe, que se mantiene -precisa ella-, sino de una crisis institucional”.
Este hundimiento es tanto más espectacular pues, durante mucho tiempo, la iglesia fue muy respetada en el país. Esto debido, fundamentalmente, a su comportamiento durante la dictadura de Augusto Pinochet, una postura de resistencia bastante distinta en la América Latina de los años 70.
Después del golpe de estado militar del 11 de septiembre de 1973 contra el gobierno de Salvador Allende, mientras comenzaron las desapariciones de miembros de la oposición y los casos de tortura, el arzobispo de Santiago, el cardenal Raúl Silva Henríquez, creó el Comité Pro-Paz, que en 1976 se convertirá en el Vicariato de la solidaridad. Durante muchos años, el grupo asistió a las víctimas del régimen, reunió testimonios e interrogó a miembros de la administración. En el texto remitido a los obispos chilenos, convocados en Roma el 15 de mayo, el papa Francisco habló de una “Iglesia profética”.
Militantes comunistas rezando de rodillas
Este activismo del cardenal Raúl Silva Henríquez hizo del él el único contra-poder en la junta militar. Muchos fueron los que, en la época, sin ser necesariamente católicos, colaboraron con el Comité Pro-Paz y luego con el Vicariato. Un recuerdo de la encuestadora Marta Lagos ilustra esta proximidad: un día de 1983, asistió a misa a la catedral de Santiago y vio allí a militantes comunistas, que habían apoyado a Allende, rezar de rodillas, cantar el Ave María y persignarse.
La diócesis ayudó también a los profesores de izquierda, expulsados de la universidad, a montar, una vez de regreso en el país, centros de reflexión para poder vivir y trabajar. “El arzobispo firmaba los cheques de nuestro salario”, se recuerda ella.
Silva Henríquez es, en este caso, la encarnación de un fuerte compromiso social. Restructuró la diócesis “para favorecer una iglesia más horizontal”, según el historiador Marcial Sánchez, autor de una reciente obra a sobre la historia de la iglesia chilena en cinco volúmenes (Historia de la Iglesia en Chile, Editorial Universitaria, 2009-2017). Bajo su influencia, fue la primera institución en dar tierras para permitir la reforma agraria de los años 60.
Pero el cardenal Silva Henríquez se jubiló por el límite de edad en 1983 y el catolicismo chileno comenzó su transformación, mientras que, paralelamente, se daba un lento retorno a la democracia. Desde algunos años, un actor ya trabajaba discretamente en este cambio. Se trató del nuncio apostólico, es decir, el embajador de la Santa Sede en Chile, Angelo Sodano. Nombrado en 1977 por Pablo VI, este italiano se convertirá en 1991, después de su regreso a Roma, en el Secretario de Estado de Juan Pablo II, el poderosísimo número dos del Vaticano.
Un nuncio apostólico en mejores términos con el régimen de Pinochet
Por su rol crucial en la elección de los obispos (es encargado de proponer al papa tres nombres por puesto vacante), Angelo Sodano contribuyó a hacer de la institución eclesial chilena una comunidad más vertical, más jerárquica, más elitista y más conservadora.
“Durante los años 80, esta iglesia socialmente comprometida, que había promovido la participación de los laicos con una base amplia en las parroquias, comienza a deshacerse”, testifica Benito Baranda, presidente ejecutivo de la fundación humanitaria América Solidaria y representante de la presidente saliente (socialista) Michelle Bachelet, para la visita de Francisco, en enero.
El padre Felipe Barriga, entonces vicario de la zona sur, pobre, de Santiago, vio a los obispos de la antigua escuela alejados en las diócesis periféricas y a Angelo Sodano imponer su marca en la elección de sus sucesores. Ellos tenían un perfil diferente “en su postura, en sus relaciones con los parroquianos, en su búsqueda de la verticalidad”, confirma el historiador Marcial Sánchez.
Desde su llegada, Sodano está en mejores términos con el régimen de Pinochet. “Había establecido vínculos con la clase superior, no con las clases populares y muy poco con los obispos cercanos al pueblo”, resume Benito Baranda (América Solidaria).
En el seno de la institución, globalmente hostil a la dictadura, el diplomático de la Santa Sede buscó contacto con los sacerdotes menos contestatarios, más acomodados con el poder. Es justamente en esta época que se amplía la Unión Pía, una asociación sacerdotal controlada por Fernando Karadima y compuesta por sacerdotes que él formaba. “A su alrededor, las grandes familias, la élite, el mundo conservador favorable a Pinochet, se reencuentran. Su parroquia atrae”, continúa Marcial Sánchez. Igualmente, los colaboradores del dictador frecuentaban sus misas.
James Hamilton, una de las víctimas de abuso sexual, recuerda que Karadima se gloriaba de un episodio que contaba con frecuencia. En octubre de 1970, luego de la elección presidencial pero antes de la investidura por el Parlamento del socialista Salvador Allende, un grupo de extrema derecha planificó eliminar al general René Schneider, el comandante en jefe de las armas, reconocido por su fidelidad al poder civil. Este "embrión de golpe" terminó con la vida del militar. Karadima se jactaba de haber escondido durante mucho tiempo miembros del comando en el campanario de El Bosque, antes de ayudarles a huir a Paraguay. El hermano de uno de los miembros del grupo de extrema derecha será, durante décadas, su devoto abogado…
Angelo Sodano, entonces con cincuenta años, era muy cercano a El Bosque. En una de las numerosas dependencias de la iglesia, una pieza era ya conocida como “la sala del nuncio”, dicho de otro modo, “su” sala. El representante se la Santa Sede venía seguido a entretenerse con el padre Karadima, este sacerdote tan bien informado de la vida íntima de algunas familias notables.
Para él, este apoyo del nuncio era un regalo del cielo. Los sacerdotes que él formó y que mantenía bajo su control se convirtieron en agentes de influencia y una muralla ante eventuales problemas. Sus habilidades interpersonales se midieron por las posiciones estratégicas que obtenía, gracias a sus colaboradores, en la arquidiócesis de Santiago luego del remplazo del más “social” cardenal Silva Henríquez, en 1983.
Para comenzar, Juan Barros, el futuro obispo que le valdrá tantos contratiempos al papa Francisco fue, de 1983 a 1990, el secretario del nuevo arzobispo de Santiago Juan Francisco Fresno. Ese puesto le dio acceso a todas las informaciones sensibles de la diócesis. “Yo veía y escuchaba las órdenes que Karadima le daba para obtener cosas del cardenal Fresno”, escribía en febrero 2015, Juan Carlos Cruz, una de las tres víctimas recibidas recientemente en Roma.
La inercia prevalece
En los años 90, cuando Angelo Sodano era todopoderoso en Roma, el mismo Juan Barros se convertirá en obispo junto con otros cuatro condiscípulos de El Bosque. Por otro lado, los más próximos al cura fueron nombrados en la dirección del seminario así como de la prestigiosa Universidad Católica. Uno de ellos, Andrés Arteaga, fue promovido a obispo auxiliar de Santiago. Su superior, el cardenal Errazuriz, hoy cercano colaborador del papa Francisco, dirá, durante la investigación, haber sido presionado de palabra para ignorar las acusaciones contra “el santo” Karadima.
En este ambiente eclesial cada vez más favorable, en el seno del cual se desarrollaba “una cultura elitista donde cada grupo se creía el mejor”, según la fórmula de otra de sus víctimas, el maestro de El Bosque, estará a salvo durante mucho tiempo.
No obstante, en 2003, se acopló en silencio la mecánica que conducirá siete años más tarde al escándalo público y a la puesta en evidencia del cura, ya con ochenta años. José Andrés Murillo, una de las víctimas, le había confiado a un jesuita entregar, de su propia mano, el relato escrito al arzobispo de Santiago, que era entonces el cardenal Errazuriz. Esta denuncia terminó allí. ¿Por qué? “En aquella época, tenía dudas sobre la veracidad de los hechos relatados”, respondió el prelado, ocho años más tarde, a un juez de instrucción.
Esta inercia prevaleció todavía en la arquidiócesis cuando en 2004 un sacerdote aportó al cardenal el relato del calvario de veinte años soportado por James Hamilton y su esposa Verónica. Monseñor Ricardo Ezzati, quien sucederá a monseñor Errazuriz en 2010, estaba igualmente presente. En junio, el promotor de justicia de la diócesis (equivalente del ministerio público en la justicia eclesiástica) escuchó a Verónica. Un año más tarde, en 2005, registró el testimonio de José Andrés Murillo, respaldado por la mediación de un obispo auxiliar. En enero 2006, Verónica convenció a su esposo de testificar. El investigador remitió sus conclusiones, que exigían un proceso, al cardenal Errazuriz a inicios de 2006.
Luego, durante tres años, no pasará nada estrictamente. O más bien sí: en 2006, el cardenal le pide a “el santo” renunciar a su cargo como cura de la parroquia. Pero sin que el anciano sacerdote tuviera sanción alguna. Simplemente se le dijo que era bien merecido descansar, eso sí, sin mencionar las quejas. Por añadidura, designó al más fiel de los fieles, el padre Juan Esteban Morales, y le permitió a Karadima permanecer en la parroquia. Sobra decir que el abad conservó un control total sobre su feudo.
Los autores del libro Los secretos del imperio de Karadima (Editorial Catalonia, 2011) detallaron los múltiples pasos dados por los funcionaros de la arquidiócesis, entre ellos Errazuriz, para intentar disuadir las personas reclamantes y acortar la investigación desde 2003. “Se paralizaron las quejas, no se dio una investigación diligente. Todo esto dibuja una dinámica de camuflaje”, asegura el padre Francisco Javier Astaburuaga, quien, en la sombra, puso sus competencias como canonista al servicio de las víctimas.
Pero en 2009 la presión se hizo más fuerte. Juan Carlos Cruz, otra de las víctimas, decide testificar. Fernando Batlle, un cuatro reclamante, se le unió. Ahora él informa de los hechos cometidos mientras era menor. Conforme al derecho canónico, la diócesis es constreñida para rearmar la instrucción a la Congregación para la doctrina de la fe, en Roma. Después de haber descuidado las quejas desde 2003, el cardenal Errazuriz no puede más que contar el tiempo para que el proceso se ponga en marcha: James Hamilton pide la anulación de su matrimonio con Verónica. Quiere probar que estaba bajo la influencia de “el santo” mientras estuvo casado. Sabe que la ausencia de consentimiento libre es causa de invalidez del sacramento matrimonial. Coloca una demanda en este sentido en 2009 ante el tribunal eclesiástico y busca testimonios que apoyen su acusación.
Por diferentes canales se puso en contacto con José Andrés Murillo, luego con Juan Carlos Cruz, que permanecían en el extranjero. Cuando hablaron, los tres hombres hicieron un descubrimiento asombroso: contrario a lo que cada uno creía aisladamente, no son las únicas víctimas de su antiguo confesor. Para ellos, esta noticia es liberadora. A fuerza de compartir lo que han vivido, tomaron conciencia del carácter sistemático del comportamiento continuo y de los abusos del padre Karadima. Su sentimiento de ser, en parte, responsables de lo que les sucedió, pudo comenzar a desvanecerse.
Una investigación “rápida”
El clan de Karadima no se rindió tan fácil, sin luchar. El presidente del tribunal eclesiástico era cercano al cura. Violando la regla del secreto absoluto que le ata, previno a Karadima del contenido del testimonio de James Hamilton. El sacerdote envió uno de sus seguidores a hacer presión sobre este último para que retirara la denuncia, pero lo hizo en vano.
Hasta entonces, nada de esta historia se había filtrado públicamente. Pero su encuentro dio coraje a las víctimas. “Era necesario actuar públicamente, sino todo lo restante iba a fallar”, analiza el padre Astaburuaga, el canonista que les ayudaba en secreto. A fines de 2009, el cardenal Errazuriz previno a Karadima de estar listo para el inevitable escándalo público: la red de protección llegó al punto de ceder.
El 26 de abril de 2010, cuando los cuatro acusadores del maestro de “el Bosque” contaron su historia en un reportaje de televisión nacional de TVN, el impacto fue enorme. “Era la primera vez que las víctimas hablaban -señala Marco Antonio Velásquez, antiguo responsable de los laicos de la diócesis y cronista- Yo estaba muy comprometido en la vida de la iglesia, pero ahí decidí de tomar un año de pausa para reflexionar. Y no fui el único”.
Después, llevaron su acusación ante la justicia civil. Un mes más tarde, el procurador nacional recibió un distinguido visitante: Eliodoro Matte, el segundo hombre más rico del país, que le contó la alta estima que sentía por Fernando Karadima, que lo recibía con frecuencia en su mesa y cuánto frecuentaba la parroquia. También que esperaba de él “una investigación rápida”, dicho de otro modo, ninguna acción adicional.
“Rápida”, así sería la investigación. Pero, aún si resultara en ninguna acción adicional por haber prescrito, ella debía establecer los hechos. En agosto 2010, el juicio canónico sobre el matrimonio de James Hamilton constituyó el primer reconocimiento por parte de la Iglesia de la culpabilidad de Fernando Karadima. Se pronunció su nulidad “en razón de la falta de libertad interna [de James Hamilton] debido a los abusos sexuales y psicológicos cometidos por su director espiritual, antes y después de su matrimonio” que tuvieron “un impacto destructor profundo sobre [su] persona”.
El sistema de Karadima estaba llegando al punto de quedar desmantelado. En febrero 2011, el Vaticano le condena en su propio proceso penal y recomienda que sea enviado “a una vida de oración y penitencia”. Uno de sus colaboradores, monseñor Andrés Arteaga, es constreñido a abandonar sus funciones de vice-canciller en la Universidad Católica en marzo de 2011, bajo la presión estudiantil. En cuanto a Juan Esteban Morales, dejó de ser el cura de El Bosque en junio. La Unión Pía se disolvió el año siguiente. Luego el silencio cayó sobre la diócesis y el caso se deslizó hacia el pasado.
No obstante, se despertará nuevamente cuatro años después. El 10 de enero de 2015, Juan Carlos Claret, un estudiante de derecho de la Universidad de Chile, en Santiago, originario de la ciudad meridional de Osorno, se enteró que el papa nombró obispo de su diócesis a Juan Barros. Inmediatamente, en redes sociales, Juan Carlos Cruz, una de las víctimas acusó al prelado de forma escandalosa por haber encubierto los abusos de Karadima. Desde hace mucho, Juan Carlos Claret estaba implicado en su parroquia Santa Rosa de Lima, construida por los mismos parroquianos las tardes luego de su trabajo. Era un vivo ejemplo de la iglesia horizontal: “Queríamos mucho al sacerdote, pero no era nuestro jefe”, resume el laico.
En el momento, la noticia del nombramiento de Barros no pudo perturbarlo más. “No es porque era próximo a Karadima”, aseguró. En una carta al prelado, dijo estar dispuesto a trabajar con él si le respondía una pregunta: “¿Es verdadera la acusación de Juan Carlos Cruz?” Monseñor Barros lo llamó personalmente. “En diez minutos de conversación no fue capaz de decirme sí o no”, se recuerda el estudiante. De vuelta en Osorno, sondeó a los parroquianos y notó que algo andaba mal. Al no encontrar apoyo en el clero, los laicos decidieron organizarse solos. Le escribieron a Roma y movilizaron los medios de comunicación para evitar que Barros asumiera sus funciones.
Es una pérdida de tiempo. Sin embargo, el 21 de marzo de 2015, en Osorno, la misa de entronización se transformó en un alboroto. Católicos molestos entraron a la catedral y, frente a las cámaras, hiciero caer la mitra del nuevo obispo al empujarlo. Una mujer pequeña de cabellos blancos estaba entre las más vehementes. Ella le contó a Juan Carlos Claret que su nieto fue agredido sexualmente por un miembro de su familia y que la justicia dejó al agresor en libertad. “Comprendí, entonces, que Barros se había convertido en símbolo de la impunidad de todos los abusos sexuales a menores en el país -analizaba el laico-. Para las víctimas y sus familias, verlo era recordar al agresor puesto en libertad”.
“El Vaticano estaba al corriente de todo”
Durante tres años, los católicos de Osorno, que no se conformaron con la presencia de Juan Barros, le hicieron la vida difícil. La movilización terminó por apagarse, eso hasta que la presencia del obispo al lado del papa durante su visita, en enero 2018, y las acusaciones de “calumnia” lanzadas por Francisco hacia los detractores del prelado, les devolvieron el impulso y desencadenaron la crisis actual.
Hoy día, Juan Carlos Claret no espera gran cosa de la Santa Sede. El estudiante está convencido que “el Vaticano estaba al corriente de todo: los abusos, el camuflaje, la destrucción de la prueba”. “Lo que nosotros denunciamos -concluye- es que, en esta Iglesia elitista, el poder viene desde arriba. No peleo por tener un obispo irreprochable al cual obedecer, sino para que decidamos por nosotros mismos. Se trata de ser adultos en la fe. No de reforzar la institución que nos ha conducido a la crisis”.
James Hamilton, Juan Carlos Cruz y José Andrés Murillo, los tres hombres recibidos en Roma por el papa, no han terminado con esta historia. Ellos esperan que el tribunal de apelación se pronuncie sobre la reparación que reclaman en la diócesis de Santiago. Maduran ahora un nuevo proceso penal, esta vez dirigido contra los mecanismos de camuflaje y de protección de sus responsables.
Estos últimos, “nada aprendieron. Continúan aún hoy día mintiendo y buscando atenuar la gravedad de los hechos”, acusa su abogado, Juan Pablo Hermosilla. Este cuenta con utilizar las cartas acusadoras del papa Francisco a los obispos y a los católicos chilenos. “Por un lado, la diócesis dice que nada han encubierto, por otro, su superior jerárquico, el papa, habla de una cultura de camuflaje”, dice con ironía Hermosilla.
En cuanto a sus clientes, afirma que, a pesar de todos los obstáculos puestos en su camino, “finalmente demostraron que se puede afrontar el poder sin salir destruido. Tuvieron éxito y lograron estar bien”. Con noventa años, siendo decano del colegio cardenalicio, el antiguo nuncio Angelo Sodano vive su retiro apacible en Roma. A sus ochenta y ocho años, Fernando Karadima purga su pena de “penitencia y rezo” en el hogar San José de la congregación de Santa Teresa Jornet, en Lo Barnechea, en las afueras de Santiago.
Traducido por: Hanzel José Zúñiga Valerio (2019). Artículo original: https://www.lemonde.fr/international/article/2018/08/22/l-eglise-chilienne-et-la-loi-du-silence_5344808_3210.html