Un Dios seductor
Un día consiguió entender la razón de ser de su vocación profética. En uno de los textos más hermosos, aunque duros, de la Biblia, el profeta le dice a Dios cómo había ganado ante su dureza y rebeldía: “”Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; fuiste más fuerte que yo y me venciste”. Puede dar la impresión de una derrota fulminante. Pero, al leer este texto, entendemos que no es una capitulación, sino una confesión de fe. Jeremías llega a entender, quizás a los golpes, que la voluntad de Dios se manifestaba en esa llamada: ser un vocero de la Palabra en medio de un ambiente hostil. Ese mismo ambiente había favorecido su rebeldía. Más aún, también en ese ambiente descubre cómo el Señor no lo ha abandonado sino que lo ha sostenido. Es cuando entiende como desde el inicio de su misión profética, el mismo Dios lo establece como columna de hierro y muralla de bronce para sostén y defensa de su pueblo.
Jeremías asume así lo señalado por Dios en el momento de su vocación: le tocaba sembrar y plantar, construir y destruir… no con sus propias fuerzas sino con las de Dios: le correspondía decir la Palabra que Yahvé puso en sus labios. Para eso había sido elegido. Cuando termina de tomar conciencia de ello, sencillamente profesa su fe en Dios con una expresión muy curiosa: “Tú me sedujiste…”
Dios siempre se nos aparece como seductor. Muy diversamente del otro seductor que es el maligno. Dios lo hace con tácticas de otro tipo. Cuando el creyente lo entiende, entonces asume la grandeza de la preocupación de Dios. Dios seduce al estilo propio: no ofrece cosas placenteras sino la realidad de una cruz que debe ser asumida si se quiere estar en el camino recto, si se quiere ser discípulo de Jesús., Y, como nos lo enseña Pablo, dejando a un lado los criterios del mundo. Estos son seductores y llaman la atención como los cantos de sirena. Pero, la seducción de Dios apunta a un futuro de salvación.
Ese futuro se vive en el caminar terreno hacia la plenitud del encuentro con Dios. En ese caminar, el Señor nos invita a ser ofrendas vivas, santas y agradables a Él. Con los principios del Evangelio y dejando a un lado los criterios de este mundo. La seducción de Dios es tentadora: invita a renovarse internamente para alcanzar la perfección y con ella la salvación definitiva. Así pues, nos encontramos, ante un dilema, como le sucedió a Jeremías: o nos dejamos seducir por Dios o vivimos en la mediocridad de vida, quizás llena de cumplimientos externos sin garantía de un éxito verdadero, el de un encuentro definitivo con Dios.
Mario Moronta, obispo de San Cristóbal