"Tú eres el Cristo" "Pedro ofrece ahora la placa revelada del rostro de Jesús"

La confesión de Cesarea
La confesión de Cesarea

Jesús se dirige a Cesarea de Filipo, en las fronteras septentrionales de Palestina, donde tres siglos antes se había construido un templo al dios Pan, y Herodes el grande había erigido un templo a Augusto. Una tierra que, por tanto, rezumaba honores divinos. Justo aquí Marcos (8,27-30) nos cuenta que Jesús plantea una pregunta a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?».

Con esta pregunta Jesús parece interesarse por los rumores, las murmuraciones, las habladurías de la gente sobre él, sobre su identidad. Casi parece como si se interesara por su fama personal, por el sentir popular, por figurar entre los temas de cotilleo, por su reputación social. Sus discípulos no esperan ni un segundo para responderle, como si realmente estuvieran prestando atención no sólo a las palabras de su Maestro, sino también a las habladurías sobre él.

La confesión de Pedro

Responden haciendo una lista de personalidades destacadas de la historia de Israel: «Juan el Bautista; otros dicen que Elías y otros que uno de los profetas». En resumen, un gran hombre, pero un remake. En la corte de Herodes Antipas, que mandó decapitar a Juan el Bautista, se decía que había vuelto a la vida, como esos personajes de las películas de animación que pierden la cabeza y luego se levantan más en forma que antes. Otros sentían el clima del fin de los tiempos, y pensaban que era Elías, de quien se creía que vendría al final. Otros, el profeta Jeremías. Ni uno solo, por tanto, lo identificó con el Mesías. En resumen: un fracaso total desde el punto de vista reputacional. Su historia es una repetición, un remake, sus discursos un homenaje a otros discursos ya escuchados, a otras actuaciones ya vistas.

Aquí, pues, Jesús lanza una segunda pregunta, aguda, inesperada, dirigida a los suyos: «Pero, ¿quién decís que soy yo?». En el «pero» inicial está todo. Es a ese «pero» al que Jesús quería llegar. En realidad, no le importaba la opinión de la gente. Quería llegar allí, a los discípulos, más allá de la cháchara.

De repente, Simón Pedro toma la palabra y dice sin vacilar: «Tú eres el Cristo». No añade nada más. Pedro sale del cono de la charla y responde diciendo que Jesús es el Mesías. La afirmación es contundente: declara que él, los demás discípulos e incluso la gente -aunque no lo sepan- están viviendo una situación totalmente nueva. Pedro invierte el discurso y enumera las grandes figuras de la historia del pueblo de Israel como introducción a la llegada de Jesús.

No sabemos qué dijeron los demás discípulos ante esa afirmación que lo pone todo patas arriba. Ni cómo la pronunció Pedro, con qué conciencia. Sólo conocemos la reacción de Jesús: «les ordenó terminantemente que no hablaran de él a nadie». Fue una confirmación, pero aplazó la manifestación pública (que, en realidad, no se habría producido sin la experiencia de la cruz).

Pedro y los discípulos ya conocían bien a Jesús. Y le seguían porque sentían el poder de su enseñanza. Pero quizá esa misma familiaridad les mantuvo alejados de una revelación tan estremecedora. A todos nos ocurre tener experiencias milagrosas (de amor, de belleza, de intuición profunda de uno mismo y de los demás,...), pero que están tan incrustadas en la vida ordinaria y cotidiana que quedan como placas fotográficas sin revelar. Pedro ofrece ahora la placa revelada del rostro de Jesús.

Y se comprende también que la Iglesia no se funda en la popularidad «social» de uno u otro de sus miembros, ni en la cháchara, sino en una pequeña y sencilla intuición de fe que lleva a reconocer en Jesús al Mesías, al Esperado. Nada más que esto.

Volver arriba