"El signo prodigioso de Jesús es el humilde y sencillo de alimentar a los hambrientos" "Pocas cosas ponen a Jesús de tan mal humor como la falta de confianza y la exigencia de hacer alarde de poder"
Vemos a los fariseos entrar en escena y empezar a discutir con Jesús. Estamos en Galilea, entre judíos creyentes, en casa en definitiva. Marcos nos deja oír el murmullo de una discusión sin darnos detalles visibles. Es sólo sonido. Los fariseos le piden «una señal del cielo», y añade: «para ponerle a prueba». El escritor escruta la psicología, pero quizá lo hace porque oye el tono de la discusión. Percibe por el acento el engaño.
Querían un signo que legitimara la actividad de Jesús entre el pueblo, una investidura de lo alto que le diera poder. Moisés había hecho caer el maná del cielo, Josué había detenido el curso del sol, Elías había abierto el cielo a la lluvia después de tres años de sequía. ¿Y Jesús? ¿Qué espectáculo habría dado? Sin dar espectáculo no se puede ser un verdadero profeta, y mucho menos el verdadero Mesías.
A nuestro oído llega de repente un largo suspiro. Es el de Jesús. De hecho, leemos literalmente que «gime en su espíritu». Es un suspiro de sufrimiento y de impaciencia. Dice: «¿Por qué pide esta gente una señal? No se les dará ninguna señal». El cielo está cerrado para investiduras solemnes, para trompetas triunfantes que anticipan gestos clamorosos, espectáculos de grandeza, milagros por encargo. El camino de Jesús es otro.
El Maestro niega el signo del poder, lo rechaza con el soplo del suspiro que lo impulsa, como si fuera viento, lejos, muy lejos... Los abandona, de hecho: sube de nuevo a la barca y parte hacia la otra orilla, la orilla oriental, territorio «pagano». Es una huida precipitada, impulsada por la impaciencia, por el fastidio. Marcos señala que, en su precipitación, los discípulos habían olvidado coger los panes para comer: sólo llevaban uno en la barca. Y está claro que los discípulos tienen hambre.
Jesús se da cuenta de que sus discípulos discuten sobre quién tiene la culpa de que se les haya acabado la comida. E irrumpe en su disputa con un aluvión de preguntas secas y rítmicas: «¿Por qué discutís porque no tenéis pan? ¿Aún no lo entendéis? ¿Tenéis el corazón endurecido? ¿Tenéis ojos y no veis, tenéis oídos y no oís?».
Pocas cosas ponen a Jesús de tan mal humor como la falta de confianza y la exigencia de hacer alarde de poder. Al fin y al cabo, son la misma cosa. ¿De qué se preocupan sus discípulos por el pan? Tienen los ojos cegados, el corazón endurecido y los oídos tapados. Y Jesús empieza a hacer más preguntas con furia: «¿Y no os acordáis de que, cuando partí los cinco panes para los cinco mil, cuántas cestas llenas de trozos os llevasteis?».
Los discípulos responden: «Doce». Y otra vez: «Y cuando partí los siete panes para los cuatro mil, ¿cuántas cestas llenas de pedazos os llevasteis?». Ellos responden: «Siete». Los discípulos dan los números, registran el relato, certifican el milagro. Recuerdan, pero no conectan la experiencia con el futuro que les espera: ven, pero no entienden: «¿Todavía no lo entendéis?», pregunta Jesús retóricamente.
Su pueblo es torpe y lento para digerir su experiencia con su Maestro, que ahora expresa toda su frustración. Su intimidad con él no ha bastado para liberarles de preocupaciones triviales. Habían presenciado el signo de la multiplicación de los panes, que los fariseos no tuvieron en cuenta. Sabían que el signo prodigioso de Jesús no era el de un dictador celestial, sino el signo humilde y sencillo de alimentar a los hambrientos. Los fariseos querían quedarse con la boca abierta ante los prodigios. Jesús quiere cerrar la boca a los hambrientos. Pero es evidente que los discípulos aún no lo han comprendido.
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