«¡Vamos, soy yo, no tengáis miedo!» "Siguen turbados por la multiplicación de los alimentos, que no habían comprendido"
"La narración pinta tres cuadros muy diferentes: la confusión de la multitud saciada, la soledad de Jesús en oración, la agitación de los discípulos por la tempestad"
"Los gritos se mezclan con el sonido de las olas, pero son dominados por el hombre que dice: «¡Vamos, soy yo, no tengáis miedo!»"
La gente acababa de comer pan y pescado. Jesús los alimentó multiplicando la poca comida de que disponían. Las cinco mil personas recogían las sobras, que también eran abundantes. El Maestro habla a sus discípulos (Mc 6,45-52). No comenta los hechos, no les hace comprender por qué se equivocaron cuando no habían confiado en Él, queriendo despedir a la gente para alimentarla. Su única palabra ahora es una orden: «marchaos, subid a la barca». Jesús «les obliga». Ellos se resisten. Jesús quiere que vayan delante de él, a la otra orilla del lago. Id, yo voy ahora... Mientras tanto, él solo habría despedido a la multitud. Quiere que desaparezcan.
En cuanto termina de despedir a la multitud, Jesús se pone en camino. Va cuesta arriba, por una montaña. Solo. Antes, Jesús estaba abajo, en medio de la gente hambrienta que se saciaba en los prados conversando. Ahora está en lo alto, en silencio, solo, mientras cae la tarde. ¿Y los discípulos? Sabemos que su barca está en el agua. Están ya a muchos kilómetros de tierra. El lago es movido por las olas. Tienen el viento en contra.
La narración pinta tres cuadros muy diferentes: la confusión de la multitud saciada, la soledad de Jesús en oración, la agitación de los discípulos por la tempestad. Se suceden distintos ambientes sonoros: primero el ruido de la multitud en la hierba, luego el silencio en la montaña, después el viento y las olas rompiendo en la barca.
Cae la noche. Miramos el mar con los ojos de los discípulos asustados. Tarde, cuando aparece la primera luz del alba, hacia las 4 de la madrugada, vemos de repente a un hombre que camina sobre el mar, entre las olas. Los discípulos apenas lo perciben a lo lejos, pero luego no dudan de que se trata de un hombre que está de pie sobre el agua y camina hacia ellos. Se quedan estupefactos. Empiezan a decirse unos a otros: «¡Es un fantasma!». Se convencen de ello y todos gritan de miedo. No sólo la tormenta, ahora también los fantasmas. Estamos en mitad de la película.
Los gritos se mezclan con el sonido de las olas, pero son dominados por el hombre que dice: «¡Vamos, soy yo, no tengáis miedo!». Simplemente dice «soy yo», no «es Jesús». El Maestro no se identifica, no sólo quiere ser reconocido, sino crear en la tormenta la intimidad que sólo puede dar el calor de una voz conocida. Jesús sube a la barca. En ese instante -no antes- cesa el viento. Parece, pues, que Jesús subió mientras las olas barrían la barca: no preparó un apoyo estable para su pie. Es precisamente su pie el que domina la oscilación que hace inestable la barca.
Marcos entra en el corazón y la mente de estos discípulos desconcertados. La narración de los hechos da paso al desciframiento de los sentimientos: «en su interior estaban muy asombrados». Parece evidente que el episodio que acababan de vivir les había conmocionado. Pero no, no estaban asombrados por lo que había sucedido aquella noche, señala Marco, sino «porque no habían comprendido el hecho de los panes».
Habían arriesgado sus vidas y en ese mismo momento Jesús, de forma prodigiosa, se les había manifestado como dueño de los elementos amenazadores del mundo y ¡su salvador de la tempestad! Pero no prevaleció en ellos el sentimiento de liberación por el peligro del que habían escapado, ni la alegría de tener a Jesús con ellos. Siguen turbados por la multiplicación de los alimentos, que no habían comprendido.
El poder de Jesús sobre el viento fue otro prodigio. Pero nada: no lograban comprender el sentido de los acontecimientos y la verdadera identidad del Maestro. El relato termina con una nota amarga de Marcos: «Se les endureció el corazón».
Etiquetas