"El amor que Jesús proclama, el amor que está en la mente de Dios, no repudia" "No hay ley que pueda hacer nacer el amor o resucitarlo allí donde ha muerto"
Unos fariseos se acercaron a Jesús para ponerlo a prueba (Marcos 10, 1-12). El Maestro se dirigía a Judea. Va caminando y la gente se reúne a su alrededor. Vemos el movimiento lineal de Jesús y el movimiento circular de la multitud que se reúne y se acerca. Un movimiento lineal y otro circular.
En esta acción rítmica observamos que el círculo también está formado por algunos fariseos. Y entonces el movimiento regular se interrumpe y se produce una controversia. El tema era si era lícito que un marido repudiara a su mujer. La disputa se sitúa en un plano normativo-jurídico.
Jesús responde a la pregunta, pero con otra pregunta, desestabilizando el flujo normal del debate: «¿Qué os mandó Moisés?». La respuesta no es difícil, y se mantiene en el plano de la legalidad. «Moisés», respondieron, “permitió que se redactara y repudiara un acta de repudio”. Al fin y al cabo, el texto legislativo se preocupaba de proteger la posición de la mujer repudiada, afirmando su plena autonomía frente a su ex marido.
Pero en este punto se produce la inversión del discurso. Jesús dice, cambiando de tono: 'A causa de la dureza de vuestro corazón os escribió esta regla. Pero desde el principio de la creación Dios los hizo varón y mujer; por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Así ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, que nadie divida lo que Dios ha unido».
Jesús ataca a los interlocutores, evocando sus corazones «duros». Desconcierta: toma el signo de interrogación de la disputa y lo traslada claramente del plano jurídico al del «corazón». En efecto, no hay ley que pueda hacer nacer el amor o resucitarlo allí donde ha muerto. Jesús va a la raíz de la ley. Dice que el acto legal de repudio tiene un motivo concreto: la dureza de su corazón, que es el verdadero centro del discurso; no la norma, sino el corazón. Por tanto, hay que cambiar el corazón y disolver su dureza. Ese es el verdadero problema.
Cambio de escena. Jesús iba de camino rodeado de gente. Ahora Marcos, sin fisuras, lo encuadra en su casa, rodeado de los discípulos que lo interrogaban de nuevo sobre este tema. Pero es otra forma de interrogar: no en la calle y para probar; sino en la intimidad, para comprender. Y Jesús lo deja claro: el repudio es adulterio, más allá de las reglas de salvaguarda. Es el corazón el que repudia. El amor que Jesús proclama, el amor que está en la mente de Dios, no repudia. Y no hay ley que pueda hacer aceptable la dureza del corazón.
Cambio de escena. Marcos toma una instantánea: algunos presentaban niños a Jesús para que los tocara. ¿Dónde? ¿En la casa? Parece más bien una escena al aire libre. Otra vez fuera, tal vez. Los discípulos les reprenden. Y Jesús parece reconocer también aquí un corazón duro, y se indigna: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis; porque de los que son como ellos es el reino de Dios. En verdad os digo que el que no reciba el Reino de Dios como lo recibe un niño, no entrará en él». Marcos hace una pausa para encuadrar a Jesús mientras toma a los niños en sus brazos.
¿Qué sentido lógico tiene esta instantánea de los niños poseyendo el reino de Dios al final de una larga toma sobre el corazón duro? El niño pide aceptación, depende de la ternura. Tal vez sea así como puede derretirse la dureza del corazón: derribando defensas, confiando como el niño que no tiene dureza porque es inmaduro, es decir, está en formación. Y es verdad: «lo que es duro y fuerte es siervo de la muerte; lo que es tierno y débil es siervo de la vida» (P. V. Tondelli).
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