"Juan tiene el hedor del solitario que repele a la sociedad civilizada" "Este bautismo en agua es sólo un prólogo y Juan es una introducción"
"El mensajero prepara el camino a los que vendrán en una historia que nos implica, en la que estamos dentro. Vemos más allá de él caminos que se deshacen y se enderezan en sus giros, que se redibujan"
"Su sobriedad es total, salvaje. Tiene el hedor del solitario que repele a la sociedad civilizada"
"Nuestra vida es una preparación. No siempre está claro quién y qué vendrá a nuestras vidas, no vemos nuestra salvación a la cara, y no entendemos quién y qué llenará nuestras expectativas"
"Nuestra vida es una preparación. No siempre está claro quién y qué vendrá a nuestras vidas, no vemos nuestra salvación a la cara, y no entendemos quién y qué llenará nuestras expectativas"
Se oye una voz en off desde muy lejos en el tiempo. No es un eco, sino una voz directa, sin estruendo. Es la voz de quien clama en el desierto. Vemos la arena, su color claro, su extensión hasta donde alcanza la vista. El sonido parece cubrir la extensión vacía e infinita. Y la voz es un grito lejano: "¡Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas!". Una sensación de expectación invade la escena sin imágenes, pero llena de una presencia sonora como un viento en las dunas. ¿Quién viene? ¿Quién grita?
Como en una escena surrealista, vemos de espaldas a un hombre -un "mensajero", escribe Marcos (1,1-8)- enviado para anunciar una presencia que se acerca. Es como si su figura de espaldas estuviera impresa en un espejo: nos hace pensar en las "pinturas espejo" de Miguel Ángel Pistoletto. Al mirar su nuca, vemos nuestros rasgos, nuestros movimientos. El mensajero prepara el camino a los que vendrán en una historia que nos implica, en la que estamos dentro. Vemos más allá de él caminos que se deshacen y se enderezan en sus giros, que se redibujan. Son los nuestros.
¿Quién es este mensajero? Marcos nos presenta a Juan. Éste es su nombre. De repente vemos su figura de frente, ya no de espaldas. Y lo vemos en acción: bautiza en el desierto, proclamando la conversión y el perdón de los pecados. Sumerge a la gente en el agua del Jordán y la levanta con un gesto de gran fuerza simbólica. Como un zoom, el objetivo de Marcos nos acerca a esta figura misteriosa. Ahora nos aparece bien definido: está vestido con pelo de camello y lleva un cinturón de cuero alrededor de las caderas.
Es un hombre que no tiene nada de civilizado, nada de burgués, diríamos. No tiene nada que ver con el hieratismo de un ministro de culto o de un hombre sagrado. Es tan primitivo como su ropa. Le vemos comer: se alimenta de saltamontes y miel silvestre. No tiene ante sí alimentos suculentos ni bebidas embriagadoras. Su sobriedad es total, salvaje. Tiene el hedor del solitario que repele a la sociedad civilizada.
Pero su soledad y su absoluta originalidad contrastan con el panorama que se abre ante él: se ve a gentes sin número de toda la región de Judea que acuden en tropel en su dirección, y a todos los habitantes de Jerusalén. Una oleada de gente atraviesa el desierto en dirección al río. Él no las mira, no las ve venir, sino que realiza sus gestos repetitivos de inmersión en el agua del río Jordán: una persona cada vez. La multitud llega atraída por este hombre singular.
Y su voz se oye en toda la región, gritando: "El que es más fuerte que yo, viene detrás de mí". Juan se vuelca en su acto de inmersión, pero no llama la atención sobre sí mismo y se considera débil en comparación con el fuerte que está por llegar. Mientras realiza su gesto se refiere a otro, a uno que viene después, mucho más importante que él: 'No soy digno de rebajarme a desatar los cordones de sus sandalias', dice. Porque este hombre tiene los cordones atados como se atan los zapatos para caminar. Es un hombre que camina, por tanto, que viene, que llega. No sabemos quién es, nada se nos dice de él, pero ahora aprendemos que este bautismo en agua es sólo un prólogo. Y Juan es una introducción.
Nuestra vida es una preparación. No siempre está claro quién y qué vendrá a nuestras vidas, no vemos nuestra salvación a la cara, y no entendemos quién y qué llenará nuestras expectativas. Pero debemos prestar atención si oímos una voz que clama en nuestro desierto y nos pide que mantengamos vigilante nuestra espera.
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