Pudiera parecer fuera de un programa serio de educación proponer lo que he puesto como título de esta carta que os escribo: eduquemos para ser santos. Pero esta humanidad no permanece indiferente a la necesidad de «hacer renacer entre todos el deseo de hermandad», que es deseo de santidad. Como hemos visto en la reciente solemnidad de Todos los Santos, son necesarios y hay caminantes que buscan e implantan el bien, el amor, la justicia, la solidaridad. Caminantes que destierran de sus vidas la cerrazón, el resentimiento y la agresividad. Por ello, en nombre de Jesucristo a través de todos los tiempos, la Iglesia no ha dejado de hacer una propuesta educativa que en el fondo manifiesta la oferta del amor de Dios sirviendo a todos los hombres.
La Iglesia siempre propuso la santidad como la verdadera revolución social que promueve, provoca e instaura la auténtica reforma, la de la Iglesia, pero también la de la sociedad entera, pues su misión es encontrarse con todos los hombres para anunciar a Jesucristo. Es verdad que lo hace de muy diversas formas. Pero valoremos las ofertas educativas que realiza en todas las partes de la tierra. Todos los que las reciben, muchas veces incluso no creyentes, perciben la impronta clara del amor mismo de Dios. Nuestras instituciones educativas proponen unos métodos y una manera de vivir y de acercarnos a los demás que nada tienen que ver con imposiciones; crean una atmósfera en la que se respira santidad. Como nos dice el Papa Francisco: «El amor implica entonces algo más que una serie de acciones benéficas. Las acciones brotan de una unión que inclina más y más hacia el otro considerándolo valioso, digno, grato y bello, más allá de las apariencias físicas o morales. El amor al otro por ser quien es, nos mueve a buscar lo mejor para su vida. Solo en el cultivo de esta forma de relacionarnos haremos posibles la amistad social que no excluye a nadie y la fraternidad abierta a todos» (Fratelli tutti, 94).
Viene bien recordar aquí a san Benito. Cuando fundaba los monasterios destinados a la evangelización de los pueblos bárbaros, indicaba a sus seguidores que tuvieran un objetivo fundamental en su existencia, es más, decía que fuese el único: la búsqueda de Dios (quaerere Deum). Él había tenido la experiencia de que, cuando se entra en una relación profunda con Dios, no podemos contentarnos con vivir mediocremente, con un modo de vivir de mínimos o con una superficialidad que nos lleva a vivir solamente para nosotros mismos. Hay algo que a mí siempre me atrajo de san Benito: cuando en su regla programa la vida de los monjes, manifiesta que lo más grande era la santidad. Dice en su regla (IV, 21) «nihil amori Christi praeponere», «no anteponer nada al amor de Cristo». Esta propuesta vale para todo cristiano, pero también para poder ofrecérsela al resto de los hombres.
Cuando nos acercamos a Jesucristo, Él nos entrega en sí mismo la plena realización del amor a Dios y del amor a los hermanos. En ese sentido, el santo es aquel que se fascina por «la belleza de Dios y por su verdad perfecta», como decía Benedicto XVI. Y desde esta fascinación va siendo transformado progresivamente, disponible a renunciar a todo e incluso a sí mismo, pues le basta el amor de Dios que experimenta en el servicio al prójimo. Por ello, para hacer esta propuesta educativa, son necesarios hombres y mujeres dispuestos a ser testigos. Quien mejor nos hace entender esto es san Pablo cuando nos dice: «Abandonando los ídolos, os habéis convertido, para servir al Dios vivo y verdadero» (1 Tes 1,9). Fascinados por la belleza de Dios encontramos la fuerza necesaria para hacer un servicio humilde y desinteresado al prójimo.
Educar para la santidad más que obra de los hombres es una obra de Dios, supone y exige un esfuerzo constante. Supone hacer caer en la cuenta de aquello que nos dice con tanta fuerza el apóstol san Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3, 1). Hay que vivir convencidos de que es Dios quien nos ha amado primero y en Jesús nos ha hecho sus hijos adoptivos. Todo es don de su amor y, por eso, no podemos quedar indiferentes ante este gran misterio. ¿Qué educadores hacen falta para mostrarlo?
1. Necesitamos educadores creyentes y creíbles. Solamente quien conserva en su corazón el amor de Dios, tiene confianza en el hombre y está dispuesto a gastar su existencia para construir un mundo más justo y fraterno. Necesitamos personas creyentes y creíbles, dispuestas a defender con todas las consecuencias, en todos los ámbitos de la sociedad, los principios e ideales que inspiran su vida, que no son otro más que Jesucristo. ¡Qué fuerza alcanzan los creyentes que cumplen su deber donde están con fidelidad y valentía, que no miran solo por sus intereses propios, sino que miran por el interés de todos, por el bien común! Necesitamos, en definitiva, hombres y mujeres que escuchen siempre aquellas palabras de Jesús: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde la propia vida?» (Mt 16, 26). Es decir, que muestren que el valor auténtico de la existencia humana se mide por lo que hay en el corazón de cada persona.
2. Necesitamos educadores de entrega total. Me viene a la memoria aquella conversación de Jesús con el joven rico. Tenía un deseo sincero de alcanzar la vida eterna llevando una vida honesta y virtuosa. Pero Jesús le pidió algo más, le faltaba algo esencial. El Señor lo mira con amor y le propone dar un salto de calidad, lo llama al heroísmo de la santidad, le pide que deje todo para seguirlo: «Vende todo lo que tienes y dalo a los pobres […] ¡y ven y sígueme!». Debemos situarnos en una entrega sin reservas, sin cálculos, sin ningún interés humano, con una confianza absoluta en Dios, y vivir la vida desde la lógica de la fe, en muchas ocasiones contracorriente. Agradecemos a tantos educadores cristianos que se consagran a esta tarea sagrada de educar.
3. Necesitamos educadores promotores de la paz y creadores de puentes. Cuando hablo de ser creadores de la paz y de puentes, necesariamente tengo que recurrir al comienzo de la predicación, cuando se abordó la cuestión de la difícil relación que existía entre los cristianos de origen judío y los de origen pagano. Se integró la dimensión judía originaria del cristianismo con la no imposición a los paganos convertidos de la obligación de someterse a todas las normas de la Ley de Moisés. Se lograron resultados significativos y complementarios que siguen siendo válidos: se reconoció la relación inseparable que existe entre el cristianismo y la religión judía, matriz permanentemente viva y válida, al tiempo que se permitió a los cristianos de origen pagano vivir desde su identidad sociológica.
Eduquemos en la santidad: es una verdadera revolución, es la verdadera provocadora de la reforma de la sociedad.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid