¿Qué dios es el tuyo?
Me comentaba un arzobispo al hilo de estas y otras lecturas: Los monjes, al final, santos o sabios. Ni sabios, porque se precisa una profundización seria en la vida intelectual, y no solo unas lecturas cuya finalidad es ayudar a cuidar en el monje una tensión espiritual sana. Ni santos, porque esto es un don de Dios, que él da gratuitamente, pero que requiere, por parte nuestra también, una colaboración pertinente. Y porque en esto de la santidad, entran dos factores imprescindibles: Dios, por una parte, y la persona humana por otra.
Ya sabemos, por experiencia lo diversos que somos los humanos en todos los sentidos, y no digamos en lo religioso. Vean, ustedes, las diferentes religiones que existen. Pero incluso dentro de la misma religión. Recuerden como estos días hemos celebrado un Octavario por la unión de las Iglesias cristianas.
Consideren, como esta diversidad llega incluso al corazón de nuestra misma Iglesia, de nuestras diócesis, parroquias...
Toda esta larga consideración me ha venido a recordar el libro “Últimas conversaciones del periodista Seevald con el Papa emérito Benedicto XVI”, en Roma. En el último capítulo hay un diálogo muy interesante en relación a la imagen sobre Dios en el ser humano.
Así, le pregunta el periodista:
Hay una pregunta que nos ocupa sin cesar: ¿dónde está en realidad este Dios del que hablamos, del que esperamos ayuda? ¿Cómo y dónde se le puede ubicar? Ahora contemplamos una porción cada vez más amplia del universo con sus miles de millones de planetas e innumerables sistemas solares, pero hasta la fecha por ninguna parte existe algo que uno pueda imaginarse como el cielo en el que supuestamente Dios tiene su trono.
Y Benedicto XVI le responde:
En efecto, porque algo así no existe: un lugar donde él tenga su trono. Dios mismo es el lugar por encima de todos los lugares. Si usted contempla el mundo, no ve el cielo, pero por doquier percibe huellas de Dios. En la estructura de la materia, en toda la racionalidad de la realidad. Y también cuando mira a los hombres, encuentra asimismo huellas divinas. Ve el vicio, pero también la bondad, el amor. Esos son los lugares donde está Dios. Hay que desprenderse de estas antiguas nociones espaciales….
Todavía siguen unas intervenciones más, muy interesantes, en este tema. Pero considero que las palabras de Benedicto XVI, son ocasión preciosa para plantearme a qué Dios rezo; qué influjo tiene este Dios en mi vida, y en mi entorno, en la vida de los creyentes.
A la vez esto me ha llevado a releer un muy interesante artículo en Religión Digital del teólogo J.M. Castillo: “La Religión como amenaza: lo divino a costa de los humano”. Como una muestra de este escrito, y acabado el ciclo litúrgico de Navidad, recojo lo siguiente:
El cristianismo es una religión que pone el centro de sus creencias no solo en lo divino, sino igualmente en lo humano, porque el Dios de nuestra fe se nos da a conocer en Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre…. En la Iglesia, en ocasiones, ha habido, o hay, más interés en evitar el pecado que el sufrimiento…
También recuerda esto al Papa Francisco: Prefiero un Iglesia manchada que una Iglesia replegada en sí misma…
Incluso te invito a la delicia de leer el poema de santa Teresa de Jesús: Alma, buscarte has en Mí.
Alma buscarte has en mí,
Y a Mi buscarme has en ti.
De tal suerte pudo amor,
alma, en mí te retratar,
que ningún sabio pintor
supiera con tal primor
tal imagen estampar ….. (sigue)
Y acabo esta reflexión con unas palabras bellísimas con las que el teólogo Olegario Gonzalez de Cardedal empieza su libro: “Dios”:
“Esta divina palabra –Dios- no la podemos olvidar, ni asegurar como propiedad, ni usar como moneda de cambio para los gastos diarios. Tampoco podemos callarla ni dejarla en vacío o arrojarla contra el prójimo. Tenemos que devolverle su peso y su luz, su lumbre y su gracia”.
Vuelvo a las palabras de Benedicto XVI: la bondad y el amor, son los lugares donde encontrar a Dios…
Quizás en nuestra vida religiosa, en nuestra fe, nos falta más silencio, y menos palabras…
También te invitaría a releer con admiración el Salmo 8. En silencio…