El silencio

Querida N.: Una persona amiga me decía en una de sus cartas que me mandaba “silencios” del color de la esperanza. Que nunca aprendió bien esto del silencio, como para practicarlo; pero parece que me ha llegado el momento en que le enamora el silencio. El momento y la urgencia de vivir el silencio. Y añade esta experiencia:

“El silencio del brote de una flor. Cuando abro la ventana, 6’30, contemplo una cala blanca y hermosa. Acaba de florecer. ¡Qué silencio la hace brotar! Me gustaría que la vieras”.


Hay muchos silencios que hacen brotar belleza. Quizás para ti esa flor es única. Me ha recordado aquella “flor única” que tenía el protagonista de ese delicioso libro que es El Principito. Es belleza el recuerdo y la preocupación por su flor. Descubrirá después que su flor no es única, pero será siempre única la relación con “su flor”.

Quizás, más que invitarme a ver tu cala blanca y hermosa, que tú sabes que hay muchas más, lo que quieres es acercar a mi ese silencio que te lleva a contemplar, a admirar, la blanca belleza de tu flor. El silencio te hace descubrir y gozar de la belleza. El silencio es necesario en la vida humana.

Fundamentalmente necesario. Como lo es el silencio en una composición musical. Es algo que puede dar o quitar calidad a la vida humana. Una buena melodía en la vida de la persona tiene necesidad de la presencia del silencio para hacer de su existencia una perfecta interpretación sinfónica.

Yo también, en ocasiones, paseando por el monasterio me detengo ante una flor y la contemplo silenciosamente, y me pregunto por la “fuente” de su vida y de su belleza. ¡Hay tanta diversidad de flores y de plantas que en silencio son una palabra elocuente de belleza, y de invitación al misterio!

Necesitamos el ritmo del silencio. Uno de los privilegios de nuestra vida monástica, es tener a nuestro alcance ese ritmo del silencio, que nos hace capaces de penetrar en los bellos espacios de la palabra y del misterio.

Y es que el silencio es una voz siempre embarazada de palabra. Y la palabra siempre nos habla del misterio. Y el misterio es algo que está profundamente arraigado en la vida humana, pero que espera nacer, como el brote de una flor a la luz y a la alegría de un día nuevo.

Hace unos días me decía una muchacha joven, que lleva varios años casada: He de darle una buena noticia: voy a ser madre. Su rostro era luminoso. Unos días después le entregué este texto que había leído en un libro, aplicado a la Virgen María:

Todas las madres imaginan y hacen cábalas sobre como será su hijo. Sueñan despiertas y van dibujando su posible perfil, sus gustos, sus andares. Hablan en la intimidad con él. En mí se daba una extraña mezcla. Le acunaba en mi interior, sí, le hablaba como un niño, y a la vez mi alma se anonadaba, se perdía, se arrodillaba ante él, sobrecogida por cuanto intuía del amor y la energía inexplicable que estaba brotando dentro de mí. (Las palabras calladas,de Pedro Miguel Lamet)


Es el misterio de la semilla que germina y crece sin que se sepa como. Crece en el silencio. El silencio que viene a ser servidor de la vida y del amor. Aquí, en la madre, es uno de los silencios más bellos y misteriosos que puede vivir la persona humana, pues es una vivencia compartida con la fuente de la vida y del amor que es Dios. Es vivir la experiencia de la colaboración íntima con Dios en la expansión de la vida y del amor.

También me ha traído a la memoria el texto estremecedor, de amor, de vida y de muerte de la madre de los 7 hermanos Macabeos ante el martirio de su hijo más pequeño: “Yo no sé como aparecisteis en mi seno; yo no os di el aliento, ni la vida, ni ordene los elementos de vuestro organismo. Fue el creador del universo, el que modela la raza humana y y determina el origen de todo (2Mac 7,22).

Amiga, amigos no os duela el silencio. ¡Vivid el gozo inefable de construirlo!

Un abrazo
P. Abad
Volver arriba