Escuchando hablar a los jóvenes y pensando en el lenguaje de los “religiosos” Coloquios santos en palabras vulgares
Sí, esos muchachos y muchachas a los que escuchaba hablar en la montaña, con el alma pegada al mundo, apasionados por la realidad, me dicen que algo tiene que cambiar en nuestra forma de comunicarnos en la Iglesia, en las homilías, en los documentos, en los coloquios de rutina.
Si no amamos, no podemos hablar, así digamos la verdad.
| Jairo Alberto Franco Uribe
Fuimos al páramo del Sol o de Frontino, allá por Urrao, Antioquia. Ya en la cima, me encontraba bien cansado, mejor dicho “mamado” y con mal de altura. Y me metí a la carpa para recuperar fuerzas y desde allí escuchaba las conversaciones de los muchachos y muchachas, jóvenes universitarios, estudiantes de geología y amantes de las montañas. Hablaban con pasión, mucha pasión, sobre la subida, los frailejones, los osos, la puesta de sol, los pájaros que habían visto ese día y muchas más cosas. Al hablar, ensartaban sus ideas y sus frases en expresiones tales como ¡Sí, güevón! ¡muy chimba! ¡ey marica! ¡qué vacanería! Esas expresiones no aceptadas en la jerga moralista y por las que, según el catecismo para la primera comunión, había que confesarse o al menos hacer gárgaras con agua bendita. Y escuchando, adivinaba el alma de los que intervenían y la veía “pegada” a las cosas, a las plantas, a las estrellas, al lago, al sudor, a los amigos…. Alma pegada a la realidad, gozando y sufriendo y llena de asombro por la creación, a todos los encontraba enamorados. Oía esas conversaciones y me parecían coloquios santos en palabras vulgares.
Me fascinaban las palabras que oía y a la vez me entristecía. Me fascinaban porque en ellas venía la realidad, lo que hay, y había gratitud y bienvenida. Me entristecía porque pensaba en las conversaciones de los llamados “religiosos”, esas hiladas en jaculatorias, aderezadas en latinajos y tan lejos de la realidad; incluso tan peyorativas al mencionar lo que hay, y sobre todo tan dichas desde la superioridad creída, más allá del bien y del mal, desde nublados de éter, desde el vacío. Lenguaje religioso que ha llegado a significar tan poco, que aburre, que mueve "sentaderos” pero no corazones.
Sí, nuestro lenguaje religioso expresa un vacío de entusiasmo disfrazado en un supuesto lleno de eternidad: si los jóvenes hablan del mundo apasionados, muchos religiosos lo hacemos amedrentados, ellos acarician con sus palabras el corazón de las cosas y nosotros con las nuestras renegamos de ellas y les hacemos la guerra. Nuestro discurso de palabras pías parece muchas veces un llamado a evacuar el mundo, a huir al cielo; nos interesa la vida en el seno materno y la más allá de la muerte y dejamos en paréntesis de desprecio la vida entre esos dos polos. Hemos perdido conexión y el lenguaje tan correcto expresa desidia, desinterés, despego.
Una persona que habla de un páramo en la altura, de la profundidad del mar, de los secretos de la literatura, de la resiliencia ante el dolor y la guerra, de la belleza de una mujer o de un hombre, de sus encuentros con la muerte, de los empujones de una causa social, de éxtasis de arte, de las luchas por la ecología, de las victorias del esfuerzo, de sus logradas colecciones, de las gracias de su mascota, de la inclusión de los marginados, de la igualdad de género, de las culturas y pueblos que ha tratado…etc., dice más de la encarnación y Dios con nosotros, que un cura que se llena la boca de citas, que para hablar primero se viste de mil trapos, y que al sermonear se siente un oráculo. Escucho más el Evangelio en esos jóvenes de palabras “vulgares” que en esos beatos, y yo puedo estar entre ellos, que repiten “aleluya”, “gloria a Dios” y “ave María purísima”.
La Iglesia no puede ser testimonio de la encarnación, del Dios más humano que cualquier humano, si no deja que su alma “se pegue” al mundo. Hablamos de Dios cómo creador y después decimos que es malo lo que creó, la materia, el cuerpo, la risa, el placer, la fiesta, el sexo; enseñamos de Dios que se encarnó y nos imaginamos que lo hizo en una nube, en una solución inodora, incolora, impoluta, inocua: un hombre Dios sin dudas, sin excitación, sin deseos, sin necesidades y ahí, en esas descripciones raras del que se hizo carne, resulta sólo un humano en apariencia y esto, al final, nos lleva nada más y nada menos que a la conclusión de un Dios monstruo, y nada que ver con el Padre del Señor Jesucristo.
Sí, esos muchachos y muchachas a los que escuchaba hablar en la montaña, con el alma pegada al mundo, apasionados por la realidad, me dicen que algo tiene que cambiar en nuestra forma de comunicarnos en la Iglesia, en las homilías, en los documentos, en los coloquios de rutina…si no amamos no podemos hablar, así digamos la verdad. Decían los antiguos que el corazón habla al corazón.
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