El lamento de Dios ante las miserias humanas

En la primera lectura de la misa de ayer recordamos aquellas tremendas palabras del faraón: “Cuando nazca un niño, echadlo al Nilo; si es niña, dejadla con vida”. Hoy asistimos a la angustia de una familia hebrea que deciden tratar de “salvar” la vida de su hijo colocándolo en una cesta de mimbre sobre el río, probablemente con la esperanza de que pueda salvar la vida. Sintamos la incertidumbre, la angustia y el dolor de una familia que se ve obligada a algo semejante como abandonar a su hijo a la suerte mejor que a una muerte segura.

Aquel niño era Moisés. Dios se servirá de aquel pequeño abandonado a la suerte para recuperar a su pueblo castigado y esclavizado en Egipto. Esta suele ser la pedagogía de Dios: de lo que humanamente se desprecia Dios hace aprecio. Del hijo de la esclavitud que salva la vida gracias al ingenio de unos padres desesperados e inconformistas con las leyes injustas, Dios hará el líder de un pueblo esclavizado que lo guiará hacia la libertad. Moisés se hará íntimo de Dios en el desierto. Y es que Dios tiene debilidad por los pequeños y sufrientes.
En el salmo, la comunidad cristiana contempla la acción de Dios en favor de su pueblo afligido y responde diciendo: “Los humildes, buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón”.

Este episodio bíblico pone de manifiesto cómo en la realidad que nos toca vivir conviven el bien y el mal. Dios mismo se lamenta del corazón humano obstinado y embotado de vanidad y egoísmo. Así lo expresa Jesús en el evangelio de hoy: Se lamenta sobre las ciudades de Israel que viven de espaldas al plan de Dios: “¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida!”. En esta convivencia entre la bondad y la maldad hay que tomar partido, hay que situarse en un bando o en otro. No se puede, no se debe alabar a Dios con los labios y luego insultarlo maltratando o despreciando a los hermanos.

No perdamos el tiempo y las energías para convertir el corazón a la vida que brota del evangelio que el Señor no deba lamentarse al vernos malograr la semilla que sembró en nuestros corazones. Demos buenos frutos de amor y ternura donde estemos.
Volver arriba