La Contrarrevolución sexual
Tres son los movimientos ideológicos que han desencadenado la revolución más escénica de nuestra historia contemporánea occidental: la sexual. El primero ha sido el Neo-malthusianismo, que propugna la limitación de la natalidad entre las clases más desfavorecidas como factor que propicia su desarrollo económico. El segundo ha sido el Anarquismo, que concibe el matrimonio como una institución opresora de la libertad individual. El tercero ha sido el Feminismo, que se rebela frente a los roles tradicionalmente asignados a la mujer.
La revolución Ilustrada desencadenó la ruptura con la cultura tradicional judeocristiana. La revolución burguesa y obrera quebró el modelo de economía tradicional donde una minoría de propietarios (de la tierra y luego del capital) gozaba de grandes privilegios sufragados con los enormes sacrificios del resto. La acumulación del capital propició la revolución industrial y tecnológica, que transformaron la forma de trabajar e introdujeron a un competidor agresivo, la máquina. La revolución más reciente de todas, la revolución sexual, ha reformado las relaciones tradicionales de género y la cultura sexual del recato, de la etiqueta social y del tabú. Las revoluciones desencadenan con más o menos virulencia el inicio de transformaciones más profundas en la sociedad. No se puede perdonar a una revolución que difunda el prejuicio, el conflicto y el odio entre los miembros de la sociedad como factores de transformación de la realidad. El fin no justifica los medios. Somos muchos ya los que cuestionamos la herencia de las revoluciones, y sus formas.
Hasta ahora, no considero que seamos ni más ilustrados, ni más prósperos, ni estemos más protegidos frente a los abusos, ni más felices porque disfrutemos sin tabúes de la sexualidad. Lo que tengo por seguro, es que estas revoluciones han erosionado el sentido del compromiso en las relaciones humanas. El despotismo, el libertinaje económico, el complejo de clase y la promiscuidad sexual, más que dignificarnos nos han alienado. En esta dictadura del eufemismo perversamente se llama progreso a lo que es auténtica degradación, deformación de las relaciones personales e incluso depredación entre seres humanos.
En pleno siglo XXI poseemos suficiente perspectiva histórica para someter todas estas transformaciones a sana crítica racional. La sociedad actual ha experimentado frustraciones suficientes como para no idealizar ni someterse a la imposición de los eufemismos culturales. Hay evolución y hay involución, y ante la falta de una sana autocrítica, mucha confusión. La posmodernidad, madre cultural del desencanto, ha cuestionado las ideologías revolucionarias, y nos ha descubierto un progreso que padece grandes contradicciones internas. Ni el progreso llega a todos ni hace felices a muchos. Se ocultan sus aspectos más oscuros (la depresión y el suicidio se tratan tangencialmente, como con pudor). La crisis económica nos ha hecho despertar y nos da la oportunidad de matizar las ventajas del progreso.
Podemos analizar la gran crisis de las relaciones humanas a través de la revolución sexual. Aconsejo para ello, ver la película HER, del director Spike Jonze, merecedora de un Óscar al mejor guión original. En esta película se narra una cita entre el protagonista principal, que vive una separación matrimonial, y una bella chica oriental (el exotismo oriental y su perfil tradicional, triunfa entre los profesionales de las nuevas tecnologías). Ambos beben, se divierten, conectan y cuando están a punto de decidir mantener relaciones sexuales, ella salta preguntando al protagonista, si después de mantenerlas él está dispuesto a comprometerse con ella. La razón que esgrime es aplastante: ella no quiere seguir perdiendo el tiempo. Esta escena me pareció brillante y realista en tanto que destapa un conflicto latente y actual, la huida frente al compromiso. La soledad es el verdadero protagonista en toda la película. No hay calidad ni entidad en las relaciones carentes de compromiso ni de exigencias, por mínimas que éstas sean.
En la revolución sexual se han enfatizado los aspectos de conflicto en las relaciones entre hombres y mujeres. Y es esto precisamente lo que más ensombrece los logros conseguidos por la mujer para dignificar sus condiciones de vida, de trabajo y para lograr su autonomía personal. Ir más allá de la igualdad ante la ley es una entelequia, porque las diferencias biológicas y psicológicas entre hombre y mujer son insalvables. La dialéctica de enfrentamiento entre hombres y mujeres pone más de manifiesto si cabe, la completa dependencia de unos con los otros y viceversa. No hay Adán sin Eva, ni Eva sin Adán. No hay paraíso en la soledad.
No habría feminismo ni machismo si sustituimos la diferenciación por sexo, por la universalización del término Persona. Porque disculpen, antes que hombres y mujeres somos personas, somos dignas criaturas amadas de Dios. Todas las personas somos un precioso altar de Dios, y somos sagradas al haber compartido Dios nuestra condición humana. La Encarnación es la renovación de la Santa Alianza, del Santo compromiso que Dios mantiene con la humanidad.
La acuciante soledad con la que se vive en las sociedades posmodernas, pone de manifiesto cuán dependientes somos los unos de los otros. El miedo a la soledad permite transformar las relaciones de conflicto en relaciones de interés y/o en relaciones afectivas. El miedo a la soledad es una bofetada de humildad a la insolente actitud de muchos que creen ilusamente que pueden vivir sin depender del Amor y de los afectos, sin tener en cuenta lo afectivamente dependientes que somos.
La facilidad para mantener relaciones sexuales y de acceder a la pornografía ha provocado que sean los varones (en las más jóvenes generaciones) los que “gobiernen” cada vez más la nave de las relaciones de pareja. La subordinación de cada vez más mujeres a la indefinición de sus parejas masculinas está también provocando un gran descenso de los matrimonios y aumentan las frustraciones individuales (maternidad y familia). Para mí es un síntoma más de la involución que experimentamos. Es precisamente la mujer la que está siendo víctima de su propia liberación sexual, pues se ha convertido en artículo de consumo alienado a los deseos del consumidor varón.
Hoy, la mujer está fuertemente violentada ante dos grandes necesidades: la de ser madre y la de ser mujer trabajadora/realizada. Resulta escandaloso lo poco que se denuncia y habla de las discriminaciones, despidos y abandono a las que se ven sometidas las mujeres trabajadoras cuando deciden quedarse embarazadas.
Los católicos no podemos olvidar que no existe una auténtica defensa de la Vida sino defendemos también la que existe fuera del seno materno. Sin política de natalidad ni familiar, la defensa del concebido no nacido, queda muy coja. Somos un país primitivo porque casi prácticamente abandonamos a su suerte a la mujer que decide quedarse embarazada, y somos una sociedad hipócrita cuando defendemos los derechos laborales para la mujer, incuestionables, y silenciamos la indefensión de la mujer trabajadora y madre, y la marginación de la mujer coraje que decide ser madre, pese a los riesgos de ser despedida, no contratada y de sostener económicamente la situación casi sin prácticamente ayudas de las Administraciones Públicas, que no tienen dos dedos de frente para anticiparse a una crisis demográfica que amenaza con lapidar nuestro sistema de pensiones basado en la solidaridad inter-generacional.
El problema de la revolución sexual es que bajo la aparente liberación sexual de la mujer, existe una oculta explotación de ella como artículo de consumo. En esta emancipación frente a la maternidad, la contención sexual y frente a los roles tradicionales, se enfatiza un conflicto con los varones, que paradójicamente se resuelve manteniendo con ellos relaciones sexuales sin exigencias de compromiso. El varón no podría salir más victorioso.
Es muy triste conocer historias de mujeres que padecen la absoluta indeterminación de sus parejas, o que asumen malamente la frustración de no ser madres, o ser madres solteras, abrazando una soltería no decidida, impuesta. Este gran número de mujeres cuya frustración y sufrimiento son enormes, son ignoradas por el feminismo mediático. Esta angustia es silenciada y su lucha no es suficientemente valorada, porque pone de manifiesto las graves carencias de una liberación sexual plenamente insatisfactoria en términos culturales y supone una claudicación involutiva ante el varón y un suicidio demográfico para Occidente.
Y es que asistimos a una gran crisis del sentido del compromiso en las relaciones humanas, sexuales y afectivas. Esta crisis del compromiso forma parte de la errónea concepción de que se puede ejercer la libertad sin asumir compromisos, es decir sin asumir las consecuencias de los actos. Pocos siempre serán los esfuerzos que hemos de destinar los cristianos en combatir esta destructiva alienación con el egoísmo más insolente y obsceno, por más que eufemísticamente se le llame libertad.
Esa desafecta y cobarde huida frente a los compromisos en las relaciones personales, propicia un orgiástico festín de canibalismo cultural, donde el egoísmo, el hedonismo, la jeta y el abuso, y el ultraje a la dignidad de las personas, encuentran su barra libre. Son millones las víctimas de esta depredación cultural gobernada por el Egoísmo, que es el auténtico rostro de la liberación revolucionaria, el verdadero amo de tantas almas esclavizadas, y el único culpable de tanta dignidad pisoteada.
Que lo tengan muy presente los obispos y que lo tengamos muy presente en el Pueblo de Dios. Si queremos vencer y convencer, denunciemos las consecuencias de este canibalismo cultural, pues muchas son las víctimas con rostro. Si pretendemos combatir enarbolando principios, que sólo nos mueven a nosotros, poco recogeremos. Nuestro principio por excelencia es que estamos movidos por un Compromiso en la defensa de la felicidad y de la dignidad de todos los hijos de Dios. Nosotros recogemos el testigo del Santo Compromiso que Jesucristo pagó con su Cruz y ganó con su Resurrección.
Citaré un buen ejemplo de cómo se combate la iniquidad. La lucha contra la drogadicción no se impulsa defendiendo el valor de la salud, sino denunciando las consecuencias de las drogas sobre las personas. En España tenemos decenas de miles de jóvenes que han perdido la vida por tomarlas, y se han convertido en una pérdida irrecuperable para la sociedad española y en un sufrimiento irreparable para sus familias. La exposición del sufrimiento resulta más eficaz que la exposición de los valores que se conculcan.
En definitiva, la batalla de los principios ha fracasado. Ahora toca plantar la batalla de las consecuencias. Desenmascaremos y denunciemos aquello que combatimos: la reducción de la condición humana a artículo de consumo.
La contrarrevolución que propongo es la del Hombre y Mujer nuevos, gobernados por la Libertad que mide las consecuencias de los actos, por la Paz y Sabiduría cultivadas y recolectadas en la vida interior, y por el Amor comprometido que se despoja del bien propio para gozar en el ajeno. La contrarrevolución que propongo es la del Hombre y Mujer espiritual, testigo del Amor de Dios, el eterno comprometido con nuestra felicidad.
Esta contrarrevolución comienza sencillamente con negarse a dar, amar, comprar y votar, sin recibir a cambio un compromiso. Prosigue con negarse a recibir si antes no doy lo que en valor soy. Concluye con negarse a compartir mi tiempo con nadie que no lo valore, porque al no hacerlo no me ama.
Caminemos por el camino más largo y más seguro, caminemos con la esperanza de llegar seguros así al Edén.
La revolución Ilustrada desencadenó la ruptura con la cultura tradicional judeocristiana. La revolución burguesa y obrera quebró el modelo de economía tradicional donde una minoría de propietarios (de la tierra y luego del capital) gozaba de grandes privilegios sufragados con los enormes sacrificios del resto. La acumulación del capital propició la revolución industrial y tecnológica, que transformaron la forma de trabajar e introdujeron a un competidor agresivo, la máquina. La revolución más reciente de todas, la revolución sexual, ha reformado las relaciones tradicionales de género y la cultura sexual del recato, de la etiqueta social y del tabú. Las revoluciones desencadenan con más o menos virulencia el inicio de transformaciones más profundas en la sociedad. No se puede perdonar a una revolución que difunda el prejuicio, el conflicto y el odio entre los miembros de la sociedad como factores de transformación de la realidad. El fin no justifica los medios. Somos muchos ya los que cuestionamos la herencia de las revoluciones, y sus formas.
Hasta ahora, no considero que seamos ni más ilustrados, ni más prósperos, ni estemos más protegidos frente a los abusos, ni más felices porque disfrutemos sin tabúes de la sexualidad. Lo que tengo por seguro, es que estas revoluciones han erosionado el sentido del compromiso en las relaciones humanas. El despotismo, el libertinaje económico, el complejo de clase y la promiscuidad sexual, más que dignificarnos nos han alienado. En esta dictadura del eufemismo perversamente se llama progreso a lo que es auténtica degradación, deformación de las relaciones personales e incluso depredación entre seres humanos.
En pleno siglo XXI poseemos suficiente perspectiva histórica para someter todas estas transformaciones a sana crítica racional. La sociedad actual ha experimentado frustraciones suficientes como para no idealizar ni someterse a la imposición de los eufemismos culturales. Hay evolución y hay involución, y ante la falta de una sana autocrítica, mucha confusión. La posmodernidad, madre cultural del desencanto, ha cuestionado las ideologías revolucionarias, y nos ha descubierto un progreso que padece grandes contradicciones internas. Ni el progreso llega a todos ni hace felices a muchos. Se ocultan sus aspectos más oscuros (la depresión y el suicidio se tratan tangencialmente, como con pudor). La crisis económica nos ha hecho despertar y nos da la oportunidad de matizar las ventajas del progreso.
Podemos analizar la gran crisis de las relaciones humanas a través de la revolución sexual. Aconsejo para ello, ver la película HER, del director Spike Jonze, merecedora de un Óscar al mejor guión original. En esta película se narra una cita entre el protagonista principal, que vive una separación matrimonial, y una bella chica oriental (el exotismo oriental y su perfil tradicional, triunfa entre los profesionales de las nuevas tecnologías). Ambos beben, se divierten, conectan y cuando están a punto de decidir mantener relaciones sexuales, ella salta preguntando al protagonista, si después de mantenerlas él está dispuesto a comprometerse con ella. La razón que esgrime es aplastante: ella no quiere seguir perdiendo el tiempo. Esta escena me pareció brillante y realista en tanto que destapa un conflicto latente y actual, la huida frente al compromiso. La soledad es el verdadero protagonista en toda la película. No hay calidad ni entidad en las relaciones carentes de compromiso ni de exigencias, por mínimas que éstas sean.
En la revolución sexual se han enfatizado los aspectos de conflicto en las relaciones entre hombres y mujeres. Y es esto precisamente lo que más ensombrece los logros conseguidos por la mujer para dignificar sus condiciones de vida, de trabajo y para lograr su autonomía personal. Ir más allá de la igualdad ante la ley es una entelequia, porque las diferencias biológicas y psicológicas entre hombre y mujer son insalvables. La dialéctica de enfrentamiento entre hombres y mujeres pone más de manifiesto si cabe, la completa dependencia de unos con los otros y viceversa. No hay Adán sin Eva, ni Eva sin Adán. No hay paraíso en la soledad.
No habría feminismo ni machismo si sustituimos la diferenciación por sexo, por la universalización del término Persona. Porque disculpen, antes que hombres y mujeres somos personas, somos dignas criaturas amadas de Dios. Todas las personas somos un precioso altar de Dios, y somos sagradas al haber compartido Dios nuestra condición humana. La Encarnación es la renovación de la Santa Alianza, del Santo compromiso que Dios mantiene con la humanidad.
La acuciante soledad con la que se vive en las sociedades posmodernas, pone de manifiesto cuán dependientes somos los unos de los otros. El miedo a la soledad permite transformar las relaciones de conflicto en relaciones de interés y/o en relaciones afectivas. El miedo a la soledad es una bofetada de humildad a la insolente actitud de muchos que creen ilusamente que pueden vivir sin depender del Amor y de los afectos, sin tener en cuenta lo afectivamente dependientes que somos.
La facilidad para mantener relaciones sexuales y de acceder a la pornografía ha provocado que sean los varones (en las más jóvenes generaciones) los que “gobiernen” cada vez más la nave de las relaciones de pareja. La subordinación de cada vez más mujeres a la indefinición de sus parejas masculinas está también provocando un gran descenso de los matrimonios y aumentan las frustraciones individuales (maternidad y familia). Para mí es un síntoma más de la involución que experimentamos. Es precisamente la mujer la que está siendo víctima de su propia liberación sexual, pues se ha convertido en artículo de consumo alienado a los deseos del consumidor varón.
Hoy, la mujer está fuertemente violentada ante dos grandes necesidades: la de ser madre y la de ser mujer trabajadora/realizada. Resulta escandaloso lo poco que se denuncia y habla de las discriminaciones, despidos y abandono a las que se ven sometidas las mujeres trabajadoras cuando deciden quedarse embarazadas.
Los católicos no podemos olvidar que no existe una auténtica defensa de la Vida sino defendemos también la que existe fuera del seno materno. Sin política de natalidad ni familiar, la defensa del concebido no nacido, queda muy coja. Somos un país primitivo porque casi prácticamente abandonamos a su suerte a la mujer que decide quedarse embarazada, y somos una sociedad hipócrita cuando defendemos los derechos laborales para la mujer, incuestionables, y silenciamos la indefensión de la mujer trabajadora y madre, y la marginación de la mujer coraje que decide ser madre, pese a los riesgos de ser despedida, no contratada y de sostener económicamente la situación casi sin prácticamente ayudas de las Administraciones Públicas, que no tienen dos dedos de frente para anticiparse a una crisis demográfica que amenaza con lapidar nuestro sistema de pensiones basado en la solidaridad inter-generacional.
El problema de la revolución sexual es que bajo la aparente liberación sexual de la mujer, existe una oculta explotación de ella como artículo de consumo. En esta emancipación frente a la maternidad, la contención sexual y frente a los roles tradicionales, se enfatiza un conflicto con los varones, que paradójicamente se resuelve manteniendo con ellos relaciones sexuales sin exigencias de compromiso. El varón no podría salir más victorioso.
Es muy triste conocer historias de mujeres que padecen la absoluta indeterminación de sus parejas, o que asumen malamente la frustración de no ser madres, o ser madres solteras, abrazando una soltería no decidida, impuesta. Este gran número de mujeres cuya frustración y sufrimiento son enormes, son ignoradas por el feminismo mediático. Esta angustia es silenciada y su lucha no es suficientemente valorada, porque pone de manifiesto las graves carencias de una liberación sexual plenamente insatisfactoria en términos culturales y supone una claudicación involutiva ante el varón y un suicidio demográfico para Occidente.
Y es que asistimos a una gran crisis del sentido del compromiso en las relaciones humanas, sexuales y afectivas. Esta crisis del compromiso forma parte de la errónea concepción de que se puede ejercer la libertad sin asumir compromisos, es decir sin asumir las consecuencias de los actos. Pocos siempre serán los esfuerzos que hemos de destinar los cristianos en combatir esta destructiva alienación con el egoísmo más insolente y obsceno, por más que eufemísticamente se le llame libertad.
Esa desafecta y cobarde huida frente a los compromisos en las relaciones personales, propicia un orgiástico festín de canibalismo cultural, donde el egoísmo, el hedonismo, la jeta y el abuso, y el ultraje a la dignidad de las personas, encuentran su barra libre. Son millones las víctimas de esta depredación cultural gobernada por el Egoísmo, que es el auténtico rostro de la liberación revolucionaria, el verdadero amo de tantas almas esclavizadas, y el único culpable de tanta dignidad pisoteada.
Que lo tengan muy presente los obispos y que lo tengamos muy presente en el Pueblo de Dios. Si queremos vencer y convencer, denunciemos las consecuencias de este canibalismo cultural, pues muchas son las víctimas con rostro. Si pretendemos combatir enarbolando principios, que sólo nos mueven a nosotros, poco recogeremos. Nuestro principio por excelencia es que estamos movidos por un Compromiso en la defensa de la felicidad y de la dignidad de todos los hijos de Dios. Nosotros recogemos el testigo del Santo Compromiso que Jesucristo pagó con su Cruz y ganó con su Resurrección.
Citaré un buen ejemplo de cómo se combate la iniquidad. La lucha contra la drogadicción no se impulsa defendiendo el valor de la salud, sino denunciando las consecuencias de las drogas sobre las personas. En España tenemos decenas de miles de jóvenes que han perdido la vida por tomarlas, y se han convertido en una pérdida irrecuperable para la sociedad española y en un sufrimiento irreparable para sus familias. La exposición del sufrimiento resulta más eficaz que la exposición de los valores que se conculcan.
En definitiva, la batalla de los principios ha fracasado. Ahora toca plantar la batalla de las consecuencias. Desenmascaremos y denunciemos aquello que combatimos: la reducción de la condición humana a artículo de consumo.
La contrarrevolución que propongo es la del Hombre y Mujer nuevos, gobernados por la Libertad que mide las consecuencias de los actos, por la Paz y Sabiduría cultivadas y recolectadas en la vida interior, y por el Amor comprometido que se despoja del bien propio para gozar en el ajeno. La contrarrevolución que propongo es la del Hombre y Mujer espiritual, testigo del Amor de Dios, el eterno comprometido con nuestra felicidad.
Esta contrarrevolución comienza sencillamente con negarse a dar, amar, comprar y votar, sin recibir a cambio un compromiso. Prosigue con negarse a recibir si antes no doy lo que en valor soy. Concluye con negarse a compartir mi tiempo con nadie que no lo valore, porque al no hacerlo no me ama.
Caminemos por el camino más largo y más seguro, caminemos con la esperanza de llegar seguros así al Edén.